viernes, 3 de octubre de 2008

Familia, amor y un adelanto

Por Juan Pascual

No es la única imagen que se mantiene viva desde el tiempo del ñaupa: amarillenta, deteriorada, con una esquina doblada y la otra rota, cuando se escucha la palabra “familia” suele emerger la foto del padre de saco y bigotitos, la madre con el delantal de cocinarylavarlosplatos, la niña con dos colitas y el pibe con los cortos (si quieren, un exceso: muñeca con pecas para la nena, pelota para el niño). Ya todos sabemos que esa forma de vida varió, y mucho, pero si pensamos en la normalidad, la foto retorna. Es que esa es nuestra familia normal, o familia de los normales.

Despejemos el tema con una didáctica caricatura. Entre las dos guerras mundiales, por primera vez la mujer fue masivamente convocada como trabajadora, en tanto los varones viajaban a los frentes de combate. Tras 1945, el reencuentro de esa pareja fue paralelo a una especie de gran alarido de reproducción, extendido hasta mediados de los '60 en los países con Estado de Bienestar: se trató del baby boom, un espectacular y sin precedentes crecimiento de la natalidad. Difícil es no vincular a los bebés de entonces con la posterior génesis y formación de una cultura juvenil –exterior al hogar y a las disciplinas pedagógicas para la niñez; cada vez más interior a las ofertas del mercado–, cuyos hitos comenzaron con el rock y la TV masiva, siguieron con las diferentes militancias políticas y devinieron hoy en las capacidades diferenciales de uso y adaptación a la innovación tecnológica. Llegadas a la adultez, las generaciones del boom vieron cómo el ajuste del Estado, la reestructuración de los mercados y el desempleo general fueron los resultados de la forma de gobierno nacida en Estados Unidos e Inglaterra, con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, bajo el nombre de neoliberalismo: papá ya no paraba más la olla y, además, tenía en casa e inactivos a sus padres y a sus hijos en edad de trabajar. Tras 1989 esa forma se derramó en todo el mundo.

Además de contener al sometimiento de la mujer y a la represión de la voz de los niños y jóvenes, la familia de los normales, la de la foto, es también una imagen occidental de vínculo hogareño ideal, trazada hace poco más de 200 años: en un período particular de la historia, de acuerdo a los fines específicos de ese momento y en pos de ser productiva para ese tiempo. Poco había de ella en épocas de coronas y vasallos, cuando la aristocracia bregaba por casamientos consanguíneos –modo de alianza para mantener el poder soberano de la realeza dentro del clan– y los plebeyos convivían en una especie de cúmulo extendido de cuerpos con confuso parentesco. (No hay que irse tan lejos en espacio y tiempo: el centenar de hijos de Urquiza dice mucho sobre qué significaba familia en nuestro siglo XIX).

Necesariamente urbana y nuclear, la familia normalizada es una tecnología política construida a fuerza de miles de campañas de higiene, de pudor, de buenas costumbres, de miles de libros de lectura infantiles, de miles de miradas religiosas incriminatorias, de miles de exámenes, castigos, sanciones, confesiones, vigilancias, adiestramientos. La legitimación de esa normalidad familiar radicó en la posición que se le asignó desde distintos discursos, tanto religiosos como científicos: fue entendida como la forma de vida más “sanamente natural”. Exactamente: lo que se entendiera como “natural” pasó a ser lo “normal”. En realidad, la construcción de esa familia fue un esfuerzo cultural, institucional y estatal, en los primeros siglos del capitalismo, en pos de poder ordenar la producción de una fuerza de trabajo –cuyas características, hoy ya claro está, son obsoletas–. En el camino, bajo el discurso de la naturaleza propia de la vida humana, se catalogó a la masturbación como fuente de toda perturbación mental, se entendió a la homosexualidad como perversión o enfermedad y se consideró a determinadas grupos sociales como degenerados o, sencillamente, no humanos.

Así, sin hablar del escozor religioso frente a la pastilla anticonceptiva, el sida, el movimiento de gays, lesbianas, travestis, transexuales, bisexuales y la explosión mediática de la pornografía (habitual y cotidiana: si gusta de emociones fuertes revise el “Historial” de la PC de su casa y desayúnese con la cuestión, si es que no notó que reunidos a la luz de la hoguera electrónica hoy el niño se descubre mayor con el baile del caño y el adulto se fantasea menor con las animadoras infantiles vedette), sólo con el relato antes hecho alcanza para entender algunas líneas que explican por qué la foto del comienzo está tan vieja.

Entonces, ¿se disuelve la familia? ¿Sufrirán los niños? ¿Peligra la salud mental de la población?

Recién en 1987 los matrimonios argentinos pudieron divorciarse. Antes, con la desaforada vehemencia que las caracteriza, todas las fuerzas reaccionarias repitieron excitadas las tres preguntas, respondiendo tres veces que sí. Hoy, frente a la unión civil, las mismas voces reiteran las mismas cuestiones, y otras renovadas. Más allá del error en las predicciones (o más acá: si por ese discurso fuera todavía careceríamos del elemental derecho vincular), la falla está en otro lugar.

El problema es creer que el amor se practica de una sola manera, cuando hay miles de formas de hacerlo. Creer que sólo una es válida es impugnar las otras, es tratar de domesticarlas, dominarlas, anularlas si es preciso: es usar la violencia para defender a la “buena, sana y natural” vida social. Y no es esa forma de amar, seca, amarga y sofocante, sino tantas otras –la de una madre, un padre, ambos, o cualquiera o cuantos sean quienes cumplan con ello– las que diariamente, con su fuerza, hacen feliz a los niños, los hacen crecer, les garantizan que su relación con el mundo no es la de la locura.

Esa es la potencia que, por ejemplo, hizo que una mujer soltera de los 70 caminase, en el fin del verano, con la panza hinchada y con la alegría en todo el cuerpo, así fuere bajo la recriminación de los (más cercanos o lejanos) murmullos de la a veces aburrida y conservadora Santa Fe. Esa alegría es la que me hizo ser.

Feliz día, má (por adelantado).

Publicado en Pausa #21, 3 de octubre de 2008.
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

ay, pero al final eras un mar de ternura, peterete.

Anónimo dijo...

Soy un océano de melaza, sí.
Un balde de caramelo hot.
Una pileta de yummys.
J.