viernes, 24 de octubre de 2008

Contar las muertes

¿Qué hay detrás de la noción de la (supuesta) “memoria completa”? El autor ensaya una respuesta en este artículo.

Por Luciano Alonso

Aunque quizás ya no exista como actor colectivo y se disuelva en una miríada de organizaciones que van desde la oposición acérrima hasta la asociación estrecha con el poder gubernamental, el movimiento argentino por los derechos humanos consiguió en tres décadas de desarrollo algunos reclamos compartidos. Al decir de Sebastián Pereyra, instaló en la sociedad una noción de justicia y dio a otros actores elementos para pensar sus propios reclamos y su relación con el Estado. Construyó también una memoria social sobre los crímenes del terrorismo de Estado, a pesar de la oposición de casi todos los gobiernos y medios de comunicación empresariales. Y logró que el Estado nacional reasumiera el problema la aplicación de justicia respecto de esos crímenes y que los tribunales recomenzaran a condenar a los culpables, luego de exculpaciones e indultos varios.

La política de promoción de los juicios a represores por el Estado nacional es el elemento más visible de esa tercera dimensión. No es que el gobierno de Néstor Kirchner haya producido una apertura inédita hacia los reclamos de los organismos; al menos desde la gobernación de Eduardo Duhalde en Buenos Aires éstos fueron revirtiendo su exclusión respecto del Estado. Sin embargo, hay que admitir un vuelco en la política de derechos humanos y la obtención de resultados concretos en las acciones legales.

Esos logros, traducidos en convocatorias judiciales, imputaciones, condenas y cárceles –aún con números reducidísimos y ventajas de las que no gozan los ladrones de gallinas–, produjeron el surgimiento revulsivo de una contra-memoria y de variados intentos por detener tales avances. Tras la inflexión de 2001-2002 se relanzaron las fuerzas de derecha en el plano cultural y mediático. Interpenetrando a casi todas las organizaciones políticas, crecieron con la campaña de Blumberg y con el llamado “conflicto del campo”. La noción de una supuesta “memoria completa” va en ese camino.

Mientras amplios sectores de la sociedad asumen discursos derechistas, otros se pliegan desempolvando la “teoría de los dos demonios”. Esta representación imaginaria de un pasado en el cual extremismos de signo político contrario y violencia equivalente se habrían abatido sobre la sociedad argentina se presenta ahora matizada, pero no por eso menos clara. En ese contexto, el ataque a los organismos de derechos humanos más controversiales y la rememoración de los crímenes de “la guerrilla” cumplen la función de deslegitimar los juicios a los genocidas.

Recurrentemente surgen la prensa personajes que ponen en cuestión los reclamos de justicia mediante la impugnación de la cifra de detenidos-desaparecidos que arrojó el terror de Estado. Asumiendo los 8.900 casos registrados por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), imputan a distintas agrupaciones o a una nebulosa intelectualidad de izquierdas la supuesta mentira de los 30.000 desaparecidos.

La operación mediática es al menos de mala fe ya que esa cifra nunca pretendió ser un conteo claro de muertes. Es más: hasta que se establezca el destino de cada uno con una certeza mayor, ni siquiera pueden ser consideradas realmente muertes. No es que los detenidos-desaparecidos estén en Madrid o en Cuba, como todavía pueden aullar con total desparpajo y mala conciencia personajes como Cecilia Pando, sino que las Fuerzas Armadas y de Seguridad –el Estado– no respondieron aún sobre el destino dado a cada uno de ellos. Que la tortura, el asesinato y el ocultamiento de los cuerpos fueron los métodos represivos de la lucha antipopular es sabido; no en cambio qué es lo que ocurrió con cada secuestrado. Ese dato oculto configura un crimen permanente.

La cifra de desapariciones pone en juego el régimen de verdad sobre la dictadura construido trabajosamente por los organismos de derechos humanos. Falta decir con Elena Cruz que habrían sido “apenas” 200 ó 400 “terroristas” para cerrar el círculo y negar el carácter del aniquilamiento planificado. Los que impugnan la cifra de 30.000 no están interesados en la construcción de ninguna “verdad histórica” sino en la relativización del politicidio. “No fueron tantos” y “algo habrán hecho” son dos clásicos de la justificación de los crímenes de lesa humanidad.

Algunos detalles muestran una represión aún más sanguinaria y capilar que la constatada por la Conadep. Ateniendo su pesquisa al período iniciado en marzo de 1976 ese organismo recibió unas mil denuncias adicionales; hacia 1975 la violencia paraestatal ya se había cobrado la vida de más de 1.500 militantes de las izquierdas peronistas y marxistas, sin contar Ezeiza. La reciente desclasificación de documentos en Estados Unidos, disponibles en el Archivo de Seguridad Nacional de la Georgetown University, hace ahora que la cifra declarada por el movimiento de derechos humanos parezca razonable e incluso limitada: un agente de la DINA chilena informaba en julio de 1978 que el área de inteligencia del Ejército Argentino había computado para esa fecha 22.000 opositores eliminados.

El impacto en los sectores sociales más humildes es todavía un horror por descubrir. La identificación de pequeños pueblos donde la totalidad de los varones adolescentes y adultos pasaron por un campo de detención y los desaparecidos representan un porcentaje altísimo de la escasa población, nos pone frente a una dimensión inconmensurable del terror. Como lo apuntó Ludmila Da Silva Catela, la memoria es muchas veces un estigma, una marca al interior de una comunidad que no ha denunciado jamás los crímenes de los que fue objeto. Es fácil suponer, desde la relación privilegiada con las reparticiones policiales y judiciales que tienen las clases medias y altas, que se denuncian las violaciones, robos, asesinatos y secuestros. Otra cosa es estar en la posición de extrañamiento respecto de esos poderes que tienen las clases más humildes.

Sea cual fuera la cantidad, lo más relevante fue el intento exitoso de liquidar disidentes y cortar el ciclo de movilizaciones populares. Si toda muerte es una tragedia personal y familiar, ese cúmulo de muertes tiene un sentido trágico agigantado: un conjunto de agrupaciones –equivocadas o no–, miles de militantes, millones de individuos que trataron de ser clases sociales, enfrentados con fuerzas que no pudieron superar y aniquilados ora en sus cuerpos, ora en sus voluntades.

Pero además de contar los muertos, las operaciones comunicacionales de la derecha conservadora, liberal o peri-fascista también se preocupan en dar un contenido cualitativo a la “teoría de los dos demonios”. Así, en los últimos tiempos hemos asistido a descripciones pormenorizadas de los asesinatos de José Ignacio Rucci, Arturo Mor Roig o Julio Argentino del Valle Larraburu. Para los “intelectuales” derechistas, se trata ahora de contar las muertes. El terror de Estado se diluye con el uso intencional de estrategias discursivas que otorgan entidad a unos crímenes en tanto callan o disminuyen otros.

Es defendible que esas muertes y muchas otras fueron asesinatos, en ocasiones atroces. Y fueron también errores políticos mayúsculos, que enajenaron el apoyo popular y variadas alianzas a las “formaciones especiales”, que ya perdían el rumbo de la revolución y se dirigían hacia su inmolación. Pero, pregunta incómoda: ¿Se le dedica a los militantes, profesionales, trabajadores o vecinos eliminados por los agentes del terror estatal tanta letra escrita y tanto recordatorio audiovisual? Pongámonos cuantitativos: ¿Qué cantidad de información se vuelca en función de la cantidad de bajas? Como lo mostrara hace más de dos décadas Noam Chomsky, un cura asesinado en la Polonia comunista tenía más centimetraje de diario que centenares de religiosos masacrados por la derecha latinoamericana. Algo parecido se perfila ahora. Los pocos muertos por la violencia insurgente aparecen con nombre propio, ideales, actitudes valorables; los muchos muertos por la violencia estatal seguirían mayormente en el anonimato, de no ser por los recordatorios de compañeros y familiares.

Desde el más puro posicionamiento ciudadano (ni siquiera militante) exijo, reclamo un recuerdo detallado de lo que le ocurrió a cada uno de los detenidos-desaparecidos. Pido con firmeza de parte de testigos, funcionarios o comunicadores la misma cantidad de páginas que las dedicadas a Rucci para la vida, los sueños, las torturas y el trágico destino de cada uno de los 30.000. Por favor, cuenten en detalle en las páginas centrales de la prensa local los asesinatos de todos los militantes populares. Describan desde el suplicio de Floreal Avellaneda, mil veces dicho en una línea morbosa sin más datos sobre su vida, hasta el aniquilamiento del último de los detenidos de una localidad jujeña en la cual nadie denunció las desapariciones. Y después discutan las responsabilidades.

De seguro que este reclamo cae en saco roto. Primero porque los muertos de la derecha, de las agencias del poder, tienen más valor en el imaginario de los medios hegemónicos que los cuerpos de los pobres o de los izquierdistas. Segundo, porque dar información sobre los propios crímenes es lo que los ejecutores del terrorismo de Estado nunca hicieron.

Publicado en Pausa #24, 24 de octubre de 2008.
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viernes, 17 de octubre de 2008

El quinto peronismo

Tres escenas para comprender la actualidad del Partido Justicialista. ¿A quiénes acosa el 17 de octubre de 1945, a quiénes dio vida el 1º de mayo de 1974? Vigencia y permanente mutación del menemismo: qué significa hoy lealtad.

Por Juan Pascual

Perón es el pueblo es la patria es la nación es el líder es el padre es el macho es el facho, el demagogo, el proxeneta corruptor, el tirano prófugo, el traidor a la patria, es Perón. Perón salvó al pueblo, al país lo hundió Perón. Perón dio casa, hospitales, vacaciones a los trabajadores con los lingotes de oro que vinieron de la guerra y que despilfarró Perón. De este lado te digo que Perón es Perón; Perón es Perón, te digo de este lado.

Sobre el 17 de octubre de 1945 se ordenó, durante 30 años, la cuestión política en la Argentina. En los dos polos de ese espacio se encuentra Perón: principio y fin estaban en cómo se lo definía. Perón se instituía a sí mismo como voz de la patria y del pueblo. Eso quería decir que no había término medio para la oposición o para los mismos peronistas. Y, en segundo lugar, que no había modo de circunscribir a Perón en una forma única: por definición patria y pueblo (esto es: la voz de Perón) albergan a Apold y a Cooke, a la Triple A y la Tendencia. La imbecilidad del rancio pasado criolloespañol –que jamás pudo darse un proyecto industrial y, por ende, un partido de masas– se encargó de cristalizar ese sentido: erotizó la voz del viejo a fuerza de reprimirla a bayoneta y bombazos, al tiempo que, obviamente, así se excluyó de la democracia electoral.

Te digo que Perón es Perón; Perón es Perón, te digo. Acaso como un residuo del pasado, un motivo de tediosas letanías de la nostalgia o el rencor, de furiosas catilinarias online o de algún tirito sindical, todavía hoy sigue repitiéndose esa controversia vetusta, cuando Perón mismo se encargó de zanjar la cosa.

Más allá de sus manifestaciones explícitas, la expulsión de Montoneros de la plaza hoy supera a la sepia imagen de 1945 y su lógica. Pueden durar los retazos de los viejos rituales, despedazados y huecos. Pueden montarse encuentros entre el líder y el pueblo, besos a los niños y arengas de barricada al son del bombo. Puede pervivir la repetición teatralizada del 17 de octubre, pero sólo bajo la difracción del lente de la plaza del 1º de mayo de 1974. Porque en esa plaza se terminó la voz que a todos reunía, porque en esa plaza esa voz, ese líder, tomó una decisión y un partido, así hoy eso sea denegado.

Tres escenas son imprescindibles para un cuadro de la actualidad del justicialismo en relación con sus relatos míticos, su posición en el sistema electoral y su modo de gestión. Esto es: su historia, su acción para y desde el Estado, su forma de conducir los hombres mediante diferentes dispositivos de poder específicos. La primera escena refiere a un estallido, la segunda a una diseminación, la tercera a un ordenamiento.

El estallido es esa expulsión, en la propia voz del líder, de la agrupación político militar más dinámica del movimiento peronista de la década del '70. Lo que estalla es el líder mismo y, con él, toda la constelación que giraba sobre su eje. Nunca más el peronismo va a admitir juntos a todos los hermanos, que en lo sucesivo se deglutirán por la herencia. No obstante, el punto es ver qué posibilidades abrió ese estallido: allí la escena de la diseminación, en la contienda de la cual saldría ungido Carlos Menem como presidente reelecto.

Quienes se hayan escandalizado con el “pankirchnerismo”, rótulo previo al conflicto por la renta agraria, no sólo deben recordar que la elección presidencial de 2003 fue la disputa interna del partido: la ya lejana contienda de 1995 tuvo como fórmulas principales a dos duplas de peronistas. Las astillas de la explosión de 1974 explican esas escenas.

Es posible rastrear la existencia de un peronismo de izquierda: para algunos es un orgullo, para otros una perversión y para otros más una contradicción. Empero, es imposible la concepción misma de un menemismo de izquierda o de un kirchnerismo militarista. Si la figura de Perón trascendía los peronismos particulares, la decisión de 1974 marcó cómo los peronismos, en lo sucesivo, irían más allá de sus líderes. Eso explica cómo el menemismo superó a Menem por medio de De la Rúa, su avatar blanquito y marketineramente “incorruptible”, y cómo la Renovación de Cafiero pedaleaba en el vacío: ya Perón había renovado la gramática del peronismo en la plaza del 1º de mayo.

Se puede distinguir una primera etapa del PJ entre 1945 y 1955, una segunda de la resistencia y una tercera que va del retorno al país a la retirada de la plaza. La cuarta se inicia con ese estallido y culmina en 1989. Porque fue Menem quien inauguró el quinto peronismo, el peronismo con un contenido específico, abierto por lo que ese 1º de mayo posibilitó: el que salta liviano por diferentes mojones de la historia propia –sea el león herbívoro de la pacificación y la unidad, sea (vaya paradoja) la juventud maravillosa del Tío y el General, o sea la alianza entre el trabajo y la burguesía nacional–, el que se juega en la palabra “modelo” y lo que ella signifique –en 1993, en 2008 o en 2011–, el que frente a la derrota siempre apela, como niño desvalido, al Padre –en 1999 o en la reciente conmemoración de los bombardeos del '55–.

Hubo una época gloriosa del programa de TV Polémica en el bar. En las emisiones de 2004 de esa aberración de los hermanos Sofovich, quienes gustamos del humor de Alfredo Casero encontramos la oportunidad de ver una obra que repetía su estética, claro que sin quererlo. Gerardo, Chiche Gelblung, González Oro y Rial, en suma, daban risa. Mientras tanto el quinto integrante, el más lúcido, maldito y retorcido de todos, daba en la tecla: “El peronismo es un conglomerado de barones provinciales” sentenció una madrugada Jorge Asís, el escritor, el funcionario menemista, el vice del puntano que conversa con aliens. Eso es el ordenamiento.

La tercera escena –que permite delinear la lógica de una serie central de tensiones, acuerdos y coacciones propias del sistema electoral y de los dispositivos de gobierno– tiene como teatro una sucesión de reuniones durante los últimos días de diciembre de 2001 y como actores a los entonces gobernadores del PJ. La debacle del Menem blanco, el nombre de la sucesión, y el control y represión del 19 y 20 fueron jugados allí. Y de allí emergieron Adolfo Rodríguez Saá, Ramón Puerta, Eduardo Duhalde. Allí se percibe la transformación del movimiento en partido (previa reducción de la columna vertebral sindical a apéndice del Poder Ejecutivo o mera fuerza de choque, sin el tercio histórico de representación obrera en las cámaras legislativas y con la carga de haber entregado sus representados al desempleo), la configuración del partido como conglomerado de diferentes líderes con diferentes doctrinas (en lugar de un solo líder, superior a cualquier forma doctrinaria) y del conglomerado de líderes en el único grupo (diverso) que sostiene en el tiempo un dispositivo de gobernabilidad en el territorio. Allí se comprende qué significa que la tasa de reelección de gobernadores (cuando ello es posible) ronde el 70%, y qué implica que la gestión de los jirones del Estado previo a los 90, con el sistema educativo y de salud, esté bajo la égida provincial. Allí se comprende qué conlleva, también tras la desaparición del Estado de Bienestar, una interna territorial y local por el manejo de una Unidad Básica y los planes sociales que ésta tramite.

La reinvención de la política clientelar por parte del quinto peronismo no es más que la forma de incluir una población económicamente excluida y un pueblo políticamente vaciado por la modalidad neoliberal de gobierno. Es una necesidad: el clientelismo más que ser propio al peronismo es inherente al neoliberalismo. Sólo con el dispositivo clientelar en la mano se puede gestionar el país neoliberal. Y por vía del peronismo se introdujo efectivamente el neoliberalismo bajo su forma democrática: lógica se hace la asistencia social de las manzaneras duhaldistas.

Las posibilidades abiertas por el quinto peronismo son infinitas: a cada nuevo líder, una nueva promesa, una nueva doctrina. A cada nueva gestión, una reinvención más del pasado. A cada crisis, el resguardo de la gobernabilidad en la figura de un peronista –recientemente Duhalde o Felipe Solá, hasta Pino Solanas o, con la crisis financiera, nuevamente los Kirchner–. Expandido sobre todo el arco de la posibilidad política electoral, manejando el dispositivo gubernamental, clientelar, territorial, dibujando diariamente su pasado, desde 1989 el peronismo se pliega sobre sí mismo, muta y crece.

Mientras tanto, a veces pareciera verse a los partidos y partidarios del no peronismo buscando a un pueblo que, en el mejor de los casos, se ve lejano, que en privado suele concebirse como obnubilado a base de chimi y choris o que, en la peor de las formas, se figura como una masa de negrobrutodrogadictopiqueteroladrón culpable de todo que ni debiera recibir una chapacartón. Con las coordenadas de un sistema electoral que ya caducó hace rato, perdieron de vista que el quinto peronismo también los penetró y transformó hasta el tuétano en sus estructuras y prácticas, (también) dividiéndolos, absorbiéndolos, convocándolos o, inclusive, sosteniéndolos. Y que (también), sin embargo, les dejó un hueco.

Pareciera, a veces, que lamentan como robado algo que nunca tuvieron. Algo así como un 17 de octubre.

Publicado en Pausa #23, 17 de octubre de 2008.
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Y ya nada nunca volvió a ser igual

Una fecha que es también un quiebre en la historia argentina del siglo pasado. Una tesis acerca de lo privado y de lo colectivo, o de cómo la voluntad de las mayorías puede torcer cualquier destino. ¿Hay una “hora luminosa” en la vida de cada hombre?

Por Claudio Chiuchquievich

Dijo alguna vez Samuel Butler: “Si una verdad no es lo bastante sólida para soportar que se la desnaturalice y que se la maltrate, esa verdad no pertenece a una especie fuerte”.

Seguramente, la historia de nuestro país ha desnaturalizado y maltratado muchas de sus verdades, pero ninguna ha sido tan fuerte como los hechos que ante el almanaque hoy, 63 años después, nos vemos inclinados a recordar.

17 de octubre de 1945: punto de inflexión en la Historia Argentina. Momento que marca el preciso instante en que las masas, la multitud o, como dijo Scalabrini Ortiz, “el subsuelo profundo y sublevado de nuestra población”, hacen su ingreso en la política del país. Día en el que un pueblo decidido, sin saber las consecuencias que devendrían de su accionar, sale a las calles a pedir por la libertad de su líder o, simplemente, a manifestar su descontento porque éste ha sido puesto en prisión.

Nadie sabía qué iba a suceder. Ninguno de los que marcharon hacia Plaza de Mayo podía prever lo que luego pasaría; mucho menos las diversas interpretaciones con que ese hecho sería analizado. Tampoco nadie puede afirmar que la movilización popular haya sido planificada tan meticulosamente como los interesados y mezquinos constructores de mitos populares se esforzaron por intentarnos hacer tragar.

Es cierto que Evita movió cielo y tierra para liberar a Juan Domingo Perón, pero las cartas que en esos días se escribían Perón –desde la Isla Martín García– y Evita –desde alguna habitación semiclandestina de la Capital Federal– demuestran cabalmente que ninguno de los dos tenía otra aspiración por esas horas que la de reencontrarse y poder tenerse el uno al otro, para luego retirarse a algún poblado lejano de provincias y proyectar juntos un futuro común que, durante esos días, les resultaba imposible vislumbrar.

De esas pequeñas grandes ilusiones dan cuenta las líneas que por esos días Juan y Eva se hicieron llegar. A eso se veían circunscriptas las aspiraciones de la pareja que luego dominaría por 30 años la escena política nacional: a tener la posibilidad de proyectar una familia, construir un hogar y envejecer juntos en paz.

Y no es que no hubieran tenido elementos para pretender otro futuro; el por entonces coronel Perón habías sido el hombre que más poder había acumulado en los tres años previos a ese 17 de Octubre de 1945: concentraba en su persona los atributos de la Secretaría de Trabajo, del Ministerio de Guerra y de la Vicepresidencia de la Nación.

De sobra tenían argumentos para proyectar otros anhelos; sólo que, en esos días, todo lo que con tanta parsimonia y acabado esmero habían construido, parecía esfumarse para siempre, de un modo ineluctable y final.

Hasta que pasó lo que nunca antes... Y ya nada volvió a ser igual.

La potencia de la multitud en las calles demostró que las leyes sólo son una construcción humana que cristaliza determinadas relaciones de poder; y que el poder instituido tiembla y se resquebraja, se fisura y agrieta cuando una porción importante de un pueblo se decide a modificar las injusticias que esas relaciones jurídicas establecen.

“Las leyes existen porque los hombres callan más de lo que deben”, dice José Saramago en su libro Todos los nombres, y no falta a la verdad. Y mientras los “bienudos” y la “oligarquía” se atrincheraban en sus casas y palacios, los negados, los ninguneados, los explotados de siempre, hacían suyas las calles para desafiar a un poder que encerraba tras las rejas al único tipo que los había escuchado y actuado para modificar sus condiciones objetivas de trabajo: concretas conquistas que hicieron que los olvidados del tiempo se sintieran parte de esos logros.

De allí las movilizaciones: porque, por aquellos días, las conquistas se ganaban o dirimían en el espacio público. De allí una conciencia: la certeza de saberse protagonistas de un contexto que los excedía, pero también los contemplaba; en el poker del poder, ellos querían uno de los suyos sentado a la mesa. Para bien y para mal, de allí en más, en el banquete tendrían su porción.

Aprendieron una de las formas que adquiere la voluntad del poder: estar en la mesa del juego mayor en las ligas; y ellos en las tribunas y en las plazas, permitiéndose expresar con sus cuerpos la conciencia de su voluntad.

Y mientras el 16 de octubre Perón y Evita se encontraban casi condenados a anhelar un futuro compartido, retirado y familiar... Eva juntaba voluntades para liberar a su hombre; y ante el rechazo de la oligarquía representada en las cúpulas de las Fuerzas Armadas y eclesiástica, desahuciada y “envenenada” por tanto rechazo y desprecio, encontró en los obreros urbanos de la capital y el cordón del gran Buenos Aires, a los únicos capaces de poner el cuerpo por su hombre: Juan... y fueron ellos los que salieron a las calles, y llegaron a la Plaza, y se reconocieron innumerables, y pidieron por su hombre: Perón... y ya nunca nada en este país volvió a ser igual.

Dice Gastón Bachelard en su libro La intuición del instante: “Cada hombre tiene en su vida esa hora luminosa, la hora donde comprende de pronto su propio mensaje, la hora en la cual el conocimiento, al iluminar la pasión, revela a la vez las reglas y la monotonía del destino, el momento verdaderamente sintético en que, dando conciencia a lo irracional, se transforma sin embargo en el éxito del pensamiento. Allí está situada la diferencia del conocimiento, la fluxión newtoniana que nos permite apreciar cómo el espíritu surgió de la ignorancia, la inflexión del genio humano sobre la curva descrita por el progreso de la vida. El coraje intelectual consiste en conservar activo y viviente ese instante del conocimiento naciente, en convertirlo en la fuente inagotable de nuestra intuición, y en dibujar, con la historia subjetiva de nuestros errores y faltas, el modelo objetivo de una vida mejor y más clara”.

Por aquellos que lo lograron, por los que honran su memoria sin necesidad de perderse en la nostalgia y por los que luchan, como nosotros, por construir y protagonizar alguna nueva síntesis que incluya tamaño aprendizaje de sabiduría popular... Para que en este país, en el de hoy, ya nunca nada vuelva a ser igual.

Publicado en Pausa #23, 17 de octubre de 2008.
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viernes, 10 de octubre de 2008

Carta a los amigos

Por Mary Hechim

Quiero comentarlo con la gente que, como yo, está a un paso de los sesenta años y con quienes están a años luz de ello. Quizá, aunque esté lejos de mi ánimo, algunas de las cosas que estoy pensando en este momento parezcan quejas lastimosas que muevan a algunos a la conmiseración; pido disculpas por ello. Pero no quiero dejar de escribir, porque quiero conocer lo que ustedes opinan.

Envejecer no tiene nada de sublime. Ni siquiera se incrementa la sabiduría. Las pocas cosas que uno ha aprendido sólo por andar por ahí, por haber leído tantos libros, por haber conocido a tanta gente, ven disminuido el fulgor de su riqueza por los miserables achaques que la edad conlleva: la artritis en las rodillas, la tos de la mañana, la falta de gracia en los movimientos. No has podido adelgazar lo suficiente, no hacés toda la gimnasia o las caminatas que te harían más liviano, fumás como un alocado jovenzuelo que no puede prever que es muy posible que el pucho te mate.

¿Cuál es la ventaja de envejecer? Unos pocos años más y tus hijos, como dice Susana P., te invitarán al cine y de pronto te encontrarás conque la película es un hogar para ancianos en donde a nadie le interesa tu opinión. Ahora vivo sola, y aunque una de mis gatas se ha ido, ha quedado otra. Y ha quedado toda esa cantidad de cosas que me ha dado una educación universitaria: amigos cultos, la posibilidad de amar un libro, una película, una puesta de sol, un gato.

La mente, más lenta para entender indirectas, implicaturas, sobreentendidos y sutilezas, se ha vuelto muy torpe, a veces intolerante. Antes de encontrarte con un amigo lo pensás dos veces: ya sabés de qué se va a hablar. De lo de siempre. Esto es, por un lado, un poco tranquilizador, y, por otro, irritante. Depende del estado de ánimo. Entonces te decís: ¿por qué no me quedo a leer el libro de ese escritor yanqui que se suicidó hace poco, maldito sádico que escribe un cuento con descripciones varias de arañas venenosas, dios de la literatura cuyas palabras fluyen como cascadas interminables, iluminadas por un sol de perpetuo mediodía? ¿Por qué no me quedo a ver de nuevo esa película de Alain Resnais donde hay ese personaje que se desdobla con un candor tan horrible que, en la habitación donde conversa, hace caer una nieve tan fría que toda la pantalla se oscurece y se hiela?

Pero un día es al revés. Los libros te parecen poco y querés salir a encontrarte con la gente que amás y sabés que te ama, para entrar en conversaciones tipo comunión, porque sí. Las mismas discusiones de política, las risas por las cosas de siempre, un asadito, un vino.

Uno sigue siempre listo para la belleza. La belleza opera como una sustracción inusitada, preciosa, ante la visión de lo Real, abominable, que la vejez ofrece. Uno sigue siendo sensible.

¿Todos nosotros? ¿Todos los que tuvimos la suerte de apreciar las infinitas manifestaciones de la belleza?

Amigos, ¿qué nos pasa cuando nos ponemos a exaltar, de viejos, las cosas que despreciamos a los 20 años? ¿Qué ha sido de nosotros cuando nos ponemos a pensar que los republicanos de España nos siguen conmoviendo, pero quizá porque están lejos de nosotros? ¿Cómo se han vuelto tan lábiles las convicciones que teníamos como para que hagamos referencia a tanta gente tan querida, que dio su vida por un mundo mejor y que recordamos ahora como idiotas útiles, como “perejiles”, con las mismas palabras que en la cana les escuchábamos decir a los idiotas y que le escuchamos llorar hace poco a Luciano Benjamín Menéndez? ¿Qué nos pasó que de jóvenes fuimos valientes, cantamos con Serrat, nos aprendimos de memoria las canciones de la guerra civil española, leímos Reportaje al pie del patíbulo, nos reímos con los poemas desafiantes de Roque Dalton, de Ferlinguetti, de Allen Ginsberg, y ahora tenemos el mismo lenguaje miserable de los dictadores?

Quizá algunos me dirán: “Crecimos. Hemos mirado hacia atrás y hemos visto nuestros errores”. ¿Cómo estar tan seguro de no estar equivocándonos ahora?

De jóvenes, nos dábamos el lujo de discutir todo a nuestros padres, a nuestros maestros, a nosotros mismos. Pero todo, todo. Mirábamos de frente, seguros de que el presente era de lucha y el futuro, nuestro. Y decíamos, proclamábamos, nuestras verdades. ¿Quién se apropió de nuestro futuro, qué es ahora?

Supongamos, dice mi amigo Jaime, que no sean ni siquiera 8 mil los desaparecidos. Supongamos que hayan sido 4 mil. Nadie duda de que las diferencias de cantidad puedan volverse, en algún momento, de calidad. Pero, en el caso de nuestra historia, ¿qué queda afectado por la diferencia numérica? Simplemente, la credibilidad de las Madres, de los organismos de Derechos Humanos. Como en cualquier tribunal del mundo, la puesta en duda de la consistencia moral del testigo incide negativamente sobre la credibilidad de su testimonio.

Supongamos, entonces, que las Madres mienten. Esto es grave, puesto que, dada la alta valoración que nuestra sociedad dice tener de las madres –desmentida, entre otras cosas, por las mujeres que se quedan sin trabajo por estar embarazadas o por los jueces y los católicos fundamentalistas que obligan a asumir la maternidad a una niña–, que una madre mienta la vuelve ruin y la llena de vileza. Así, supongamos que las Madres mienten. ¿En qué afecta esta impostura al rol histórico de guardianas de la dignidad que ellas ostentan? ¿Podemos mirar de frente a las Madres y asegurarles que no tienen ninguna credibilidad, porque los organismos de derechos humanos mienten al decir que los desaparecidos no son 30 mil, son apenas 8 mil? ¿Qué es esta moral de contadores de cuarta?

Hagamos la prueba. Digámosle de frente a una Madre: “Su hijo no ha muerto, usted está llorando a un idiota útil o un perejil que debe estar paseando por París”. Digo: las palabras son un muro que nos separa y nos relaciona de la realidad, pero el acto de hablar nos constituye en sujetos de la enunciación, y nos remite al primer enunciador, al lugar desde donde vienen las palabras que decimos. Y ese lugar, ese enunciador, en este caso, está en todos esos llorones que no comprenden que, cumplida su misión histórica de torturadores y asesinos, son descartados y van al muere. O sea: decirle a una Madre que miente es obsceno.

A la derecha le gustaría escribir la historia con el triunfo de la desgraciada teoría de los dos demonios. A propósito: historiadores con conocimientos seguros de sociología aceptan, en la teoría, que una sociedad conflictiva es más democrática que otra en donde el consenso se asimila a la pax romana. Pero en lo que a mirar de frente se trata, ¿qué le proponemos a los viejos dictadores? ¿“Hagamos un acuerdo: que no exista más conflicto entre la dictadura y la historia”? ¿“Finjamos que no existió una dictadura cuya crueldad no tuvo nada que envidiarle a los franceses en Argelia, a los fascistas en España, a los yanquis en Vietnam o en Irak”? ¿“Olvidemos”? ¿“Perdonemos”? ¿Qué acción de olvido restituirá a los 4 mil –8 mil, 30 mil, elija el número– secuestrados, torturados, desaparecidos, a sus vidas, a sus familias, a sus madres, a sus hijos, a su país? ¿Tanto se nos ha derretido la mente que comparamos a, supongamos, una organización que se pretende revolucionaria con el aparato de Estado más criminal y sistemático habido y por haber en nuestra América? Porque asesinaron obreros, abogados, científicos, periodistas, amas de casa, estudiantes universitarios y chicos del secundario, escritores, etc. Y de qué modo. Porque pegarle un tiro en la cabeza a otro es algo monstruoso, sin duda. Pero cortarle los pechos a una jovencita antes de tirarla al mar, abombada por las drogas, ¿no es de una perversidad abominable? ¿No es que es función del Estado castigar un crimen con un juicio y, eventualmente, la prisión? ¿Adónde nos ha llevado nuestra inconsistencia si creemos que podemos reconciliarnos con funcionaros públicos asesinos, que torturaron tan salvajemente que no podemos ni imaginar lo que significó ser enterrado vivo, ser picaneado delante de la pareja de uno, ser despojado de su hijo, ser violado en mitad de una fiesta atroz?

No me voy a referir a este asunto actual referido a quienes caen bajo la figura de crímenes de lesa humanidad –ya que en el Estatuto de Roma queda margen para la interpretación política, como ocurre con todas las leyes–, porque para mí es clarísimo: sirve, en este caso, para justificar la teoría de los dos demonios. Por otra parte, como lo dice Feinmann, en pocas palabras: “Los guerrilleros ya fueron juzgados. Los tiraron vivos al Río de la Plata. ¿Qué otro juicio piden?”.

Digo yo, si tan lejos quedamos del espíritu de nuestra juventud, ¿quiénes somos? Pero, más triste aún es otra pregunta: ¿quiénes fuimos? ¿Cómo afectan nuestras acciones actuales el significado de lo que fuimos? ¿Qué clase somos de traidores, de canallas, que ahora preferimos olvidar? Ahora, que somos intelectuales del sistema capitalista: que estamos aquí para decir lo que ellos piensan pero de forma más precisa –para eso somos cultos–, más artera –para eso somos sutiles–, más reaccionaria –para eso fuimos revolucionarios.

Amigos, contéstenme.

Publicado en Pausa #22, 10 de octubre de 2008.
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viernes, 3 de octubre de 2008

El gran encierro

Una historia del sistema penitenciario moderno: de la “resocialización” a la “incapacidad selectiva”

Por Esteban Montenovi

Transitando el elenco de los medios de control social –formales o institucionalizados, es decir, aquellos localizados en instancias estatales– encontramos a la institución carcelaria como protagonista estelar.

La vida de la prisión posee una larga historia de crisis. Pero en las últimas décadas se produjo una transformación de la racionalidad que fundamentaba las ideas resocializadoras producidas por el despliegue del Estado de Bienestar de los países centrales, fundamentalmente Europa y Estados Unidos. Las orientaciones político criminales subsiguientes se desarrollaron bajo la lógica de “custodia” y de “máxima seguridad”, las que pasaron a ser las imágenes habituales del espectro con que se representa la privación de la libertad, dentro de los muros que esconden el dolor de miles de hombres. De esta manera se retornó a la función clásica inherente de “guarda del reo”, agotándose infinitamente las capacidades de almacenamiento como consecuencia de la inflación del sistema penal. Estas formas de encierro son, por otro lado, la expresión final de una política criminal presidida por lo que se ha dado en llamar “cultura de la emergencia”, caracterizada por la reducción del gasto público del sector y el deterioro consecuente de las condiciones de encarcelamiento, de la condición humana de los reclusos y de las garantías de sus derechos no afectados por la condición de condenados. Estas características se expandieron y se expanden por la mayoría de los países del mundo.

Es decir: se hace necesario indagar sobre las condiciones políticas, económicas, demográficas, sociales, culturales, que han hecho posible que la práctica del encarcelamiento haya sido aceptada en determinado período histórico, actualmente y para el futuro, como pieza fundamental del sistema penal, considerando también su importancia e influencia en la racionalidad misma que da sentido al encierro. Ensayaremos algunas aproximaciones.

En el contexto norteamericano surgieron diversas ideas. Dentro del pensamiento actuarial o la corriente de análisis económico del derecho, se dice que la prisión puede hallar su sentido en una “funcionalidad incapacitadora”. Esto es, la “custodia” de los detenidos, que resulta poder ser un fin en sí mismo. No obstante, el carácter “selectivo” de esa orientación segregadora obliga también a realizar una detenida reflexión sobre el segmento de infractores e infracciones que debe ser (o de hecho es) destinatario de esas sanciones con sesgo neutralizador (como consumidores de drogas, migrantes en Europa, autores de delitos contra la propiedad, personas con ideas distintas a los gobiernos de turno, religiosos que cargan la culpa del terrorismo; la clientela se amplía hasta los sectores socialmente más vulnerables).

Uno de los dispositivos más eficaces para garantizar la incapacidad selectiva del sistema penal, y de la pena de prisión en particular, consiste en incrementar los límites medios y máximos de cumplimiento de la privación de la libertad hacia el horizonte de su conversión en perpetua. Así, en febrero del 2000, la cifra de reclusos estadounidenses llegaba a dos millones, de un total de algo más de nueve millones mundiales: se trata de casi un cuarto de los presos del mundo. Alcanzando de este modo unos índices de encarcelamiento desconocidos en cualquier otro país del planeta, cinco años después las penitenciarías estadounidenses albergaban a 186.000 personas más. A esto se suma el relanzamiento de la pena de muerte (60 penados ejecutados en el 2005, más de mil desde su reinstauración en 1976).

En suma: la incapacitación no ha sido en absoluto selectiva; el proceso de extraordinario y sostenido crecimiento de la población penitenciaria puede interpretarse como un experimento de incapacitación absoluta y colectiva.

Desde la visión del pensador francés Michel Foucault, los sistemas punitivos, y más concretamente la prisión, formaron parte de una verdadera y peculiar economía política de cuerpos, que para el sistema capitalista industrial desarrollado durante la última parte del siglo XVII y primeros años del siglo XVIII, no se convierten en fuerzas útiles sino como cuerpos productivos y sometidos. En su trasfondo, el nacimiento de la prisión se justificó tanto en la necesidad de mantener un control estricto sobre gran parte de la sociedad, llevado por el miedo de la burguesía a los movimientos populares imperantes, como en la necesidad de proteger una riqueza que el desarrollo productivo ponía en manos del proletariado bajo las formas de materias primas, maquinarias, instrumentos de trabajo. De esta manera la burguesía se reservó a sí misma de los ilegalismos de derecho –bajo la forma de evasiones fiscales, fraudes, operaciones comerciales irregulares– persiguiendo y castigando sólo los ilegalismos de bienes –pequeños robos o hurtos– con penas privativas de la libertad. Precisamente sobre esta premisa, la burguesía no poseía la potestad para acabar con los ilegalismos imperantes sino sólo para controlarlos de manera de que cayeran determinados grupos bajo las redes de su sistema. El castigo carcelario no era un castigo sin más; su fin era la búsqueda de la reforma y reinserción del delincuente (proletario) para la defensa de la sociedad (bajo dominio burgués). Así la función manifiesta de la cárcel ha sido la universalización y homogeneización del castigo contra el “monstruo moral” que atentara contra la vigencia del contrato social y de los valores burgueses...

La cárcel ha resultado esencial para mantener la escala vertical de la sociedad, participando en la producción y mantenimiento de la desigualdad social, de una subordinación a la disciplina y de un control total del individuo. Entre otros, el Marqués de Sade escribió una recomendación donde proponía la eliminación de la pena de muerte, seguida de un proyecto sobre el empleo que debe hacerse de los criminales para conservarlos con utilidad para el Estado, fundamentalmente en la producción de mano de obra y defensa.

No obstante, como antes dijimos, contemporáneamente las orientaciones político criminales hegemónicas han logrado mantener una prisión que cada vez atiende menos a aquella lógica resocializadora. Ahora bien: el cuestionamiento a la resocialización y a la ideología de tratamiento pudo llegar a consolidarse sin que por ello la prisión viese tambalear su sostén teórico. No ha sido necesario reconstruir una nueva racionalidad que sustituya el pensamiento rehabilitador. Resultó suficiente admitir que la prisión, antaño como ahora, cumple una función de custodia, la cual pudo tornarse ser un fin en sí misma.

La cárcel argentina también encuentra su fundamento legal del encierro en las ideas “re”. Si existe una verdad evidente es que este fin no se cumple, pues si hay algo imposible es aprender a vivir en libertad sin gozar de ella: la esencia del encierro también está condenada al fracaso; respondemos a la exclusión con más exclusión, respondemos a la violencia con más violencia. La cárcel expulsa, segrega, incapacita ¿pero por qué?

En realidad, nunca resocializó, nunca cumplió aquella filosofía de aquel tiempo (y muy lejos estamos de poder volver a las condiciones materiales del Estado Benefactor como para intentar volver a fundamentar el fin de la Prisión en esa ideas resocializadora; más aun: difícil es volver a un lugar donde nunca se estuvo). Como si fuera poco, ni los territorios o países en los que más se emplea la prisión son aquellos con menores tasas de criminalidad, ni las etapas en las que el nivel de encarcelamiento crece de forma más acelerada son las que se ven seguidas por mayores descensos de la delincuencia. Esto demuestra que el aumento de las penas y del encierro han de descartarse como políticas a seguir en la lucha contra el delito.

La respuesta al delito en una sociedad de exclusión, desigualdad, desempleo, miseria, violencia, no podría ser la expansión del sistema penal, sobre todo si pensamos en una sociedad libre e inclusiva, con planteamientos serios de la distribución de la riqueza y de soluciones estructurales, donde se respeten las garantías constitucionales, los espacios de libertad sean cada vez mayores y no se restrinjan con la avanzada de políticas criminales que responden a voces populistas ancladas en un eco del sentido común: las de los responsables públicos que orientan su acción con la intención de conjurar los sentimientos de inseguridad colectivos, porque lo contrario les jugaría una mala pasada electoral. O sea: se hace necesario comenzar a redibujar una nueva hoja de ruta en materia criminal, pero necesariamente también social.

Publicado en Pausa #21, 3 de octubre de 2008.
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Familia, amor y un adelanto

Por Juan Pascual

No es la única imagen que se mantiene viva desde el tiempo del ñaupa: amarillenta, deteriorada, con una esquina doblada y la otra rota, cuando se escucha la palabra “familia” suele emerger la foto del padre de saco y bigotitos, la madre con el delantal de cocinarylavarlosplatos, la niña con dos colitas y el pibe con los cortos (si quieren, un exceso: muñeca con pecas para la nena, pelota para el niño). Ya todos sabemos que esa forma de vida varió, y mucho, pero si pensamos en la normalidad, la foto retorna. Es que esa es nuestra familia normal, o familia de los normales.

Despejemos el tema con una didáctica caricatura. Entre las dos guerras mundiales, por primera vez la mujer fue masivamente convocada como trabajadora, en tanto los varones viajaban a los frentes de combate. Tras 1945, el reencuentro de esa pareja fue paralelo a una especie de gran alarido de reproducción, extendido hasta mediados de los '60 en los países con Estado de Bienestar: se trató del baby boom, un espectacular y sin precedentes crecimiento de la natalidad. Difícil es no vincular a los bebés de entonces con la posterior génesis y formación de una cultura juvenil –exterior al hogar y a las disciplinas pedagógicas para la niñez; cada vez más interior a las ofertas del mercado–, cuyos hitos comenzaron con el rock y la TV masiva, siguieron con las diferentes militancias políticas y devinieron hoy en las capacidades diferenciales de uso y adaptación a la innovación tecnológica. Llegadas a la adultez, las generaciones del boom vieron cómo el ajuste del Estado, la reestructuración de los mercados y el desempleo general fueron los resultados de la forma de gobierno nacida en Estados Unidos e Inglaterra, con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, bajo el nombre de neoliberalismo: papá ya no paraba más la olla y, además, tenía en casa e inactivos a sus padres y a sus hijos en edad de trabajar. Tras 1989 esa forma se derramó en todo el mundo.

Además de contener al sometimiento de la mujer y a la represión de la voz de los niños y jóvenes, la familia de los normales, la de la foto, es también una imagen occidental de vínculo hogareño ideal, trazada hace poco más de 200 años: en un período particular de la historia, de acuerdo a los fines específicos de ese momento y en pos de ser productiva para ese tiempo. Poco había de ella en épocas de coronas y vasallos, cuando la aristocracia bregaba por casamientos consanguíneos –modo de alianza para mantener el poder soberano de la realeza dentro del clan– y los plebeyos convivían en una especie de cúmulo extendido de cuerpos con confuso parentesco. (No hay que irse tan lejos en espacio y tiempo: el centenar de hijos de Urquiza dice mucho sobre qué significaba familia en nuestro siglo XIX).

Necesariamente urbana y nuclear, la familia normalizada es una tecnología política construida a fuerza de miles de campañas de higiene, de pudor, de buenas costumbres, de miles de libros de lectura infantiles, de miles de miradas religiosas incriminatorias, de miles de exámenes, castigos, sanciones, confesiones, vigilancias, adiestramientos. La legitimación de esa normalidad familiar radicó en la posición que se le asignó desde distintos discursos, tanto religiosos como científicos: fue entendida como la forma de vida más “sanamente natural”. Exactamente: lo que se entendiera como “natural” pasó a ser lo “normal”. En realidad, la construcción de esa familia fue un esfuerzo cultural, institucional y estatal, en los primeros siglos del capitalismo, en pos de poder ordenar la producción de una fuerza de trabajo –cuyas características, hoy ya claro está, son obsoletas–. En el camino, bajo el discurso de la naturaleza propia de la vida humana, se catalogó a la masturbación como fuente de toda perturbación mental, se entendió a la homosexualidad como perversión o enfermedad y se consideró a determinadas grupos sociales como degenerados o, sencillamente, no humanos.

Así, sin hablar del escozor religioso frente a la pastilla anticonceptiva, el sida, el movimiento de gays, lesbianas, travestis, transexuales, bisexuales y la explosión mediática de la pornografía (habitual y cotidiana: si gusta de emociones fuertes revise el “Historial” de la PC de su casa y desayúnese con la cuestión, si es que no notó que reunidos a la luz de la hoguera electrónica hoy el niño se descubre mayor con el baile del caño y el adulto se fantasea menor con las animadoras infantiles vedette), sólo con el relato antes hecho alcanza para entender algunas líneas que explican por qué la foto del comienzo está tan vieja.

Entonces, ¿se disuelve la familia? ¿Sufrirán los niños? ¿Peligra la salud mental de la población?

Recién en 1987 los matrimonios argentinos pudieron divorciarse. Antes, con la desaforada vehemencia que las caracteriza, todas las fuerzas reaccionarias repitieron excitadas las tres preguntas, respondiendo tres veces que sí. Hoy, frente a la unión civil, las mismas voces reiteran las mismas cuestiones, y otras renovadas. Más allá del error en las predicciones (o más acá: si por ese discurso fuera todavía careceríamos del elemental derecho vincular), la falla está en otro lugar.

El problema es creer que el amor se practica de una sola manera, cuando hay miles de formas de hacerlo. Creer que sólo una es válida es impugnar las otras, es tratar de domesticarlas, dominarlas, anularlas si es preciso: es usar la violencia para defender a la “buena, sana y natural” vida social. Y no es esa forma de amar, seca, amarga y sofocante, sino tantas otras –la de una madre, un padre, ambos, o cualquiera o cuantos sean quienes cumplan con ello– las que diariamente, con su fuerza, hacen feliz a los niños, los hacen crecer, les garantizan que su relación con el mundo no es la de la locura.

Esa es la potencia que, por ejemplo, hizo que una mujer soltera de los 70 caminase, en el fin del verano, con la panza hinchada y con la alegría en todo el cuerpo, así fuere bajo la recriminación de los (más cercanos o lejanos) murmullos de la a veces aburrida y conservadora Santa Fe. Esa alegría es la que me hizo ser.

Feliz día, má (por adelantado).

Publicado en Pausa #21, 3 de octubre de 2008.
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