viernes, 12 de diciembre de 2008

Guía práctica para ir a la juguetería

Por Virginia Torres (*)

El mejor regalo que podemos darles a los niños es jugar con ellos, ayudarlos a que exploren y conozcan las pequeñas cosas del mundo, a que se sorprendan e imaginen nuevas formas de jugar, así como de divertirse con sus amiguitos.

El juguete es fundamental, pero nos hemos olvidado de la acción que nos permite: el jugar. Eso es lo más significativo de la infancia, lo que los niños hacen, lo que sienten con el juguete; no el objeto por sí mismo. Los adultos deben “recordarles” a sus hijos la seria ocupación de jugar permitiéndoles disfrutar de sus juguetes, así como les enseñamos a hacer las cosas de la escuela o a alimentarse. Esto es: propiciar el placer de jugar, logrando que se sorprendan y se diviertan pensando nuevas formas de hacerlo. Para ello, debemos como adultos darnos tiempo para disfrutar con nuestros hijos. Podemos permitirnos jugar, es sólo una cuestión de darse permiso de adulto para volver a disfrutar de ese placer. Y podemos empezar esta navidad, buscando en la juguetería un juguete que nos guste a nosotros como adultos, y niños que fuimos. Algo que disfrutemos ahora o en la infancia. Quizá a su niño no le interese ese juguete o juego en sí mismo, pero disfrutará de verlo a usted con la misma actitud de juego que la de él, y seguramente en otra ocasión le volverá a pedir “vamos a jugar de nuevo a...”.

GUÍA PARA IR A LA JUGUETERÍA. Esta cuestión no sólo debe preocuparnos en estas fechas; también podemos empezar a reflexionar sobre lo que ofrecemos a nuestros niños con cada juego o juguete. Veamos algunos aspectos clave:

1. No se deje llevar por los vendedores, usted conoce mejor a su niño. Pregúntese: ¿con qué lo he visto jugar muy entretenido? ¿A qué juega cuando viene a mi casa?¿Qué objetos de mi casa le llaman la atención? ¿Está mucho tiempo jugando sentado solo o le gusta jugar con sus amiguitos? ¿Dónde y con quién juega? ¿Cuál es el juguete preferido y que le han regalado últimamente? ¿Qué cosas está aprendiendo (agarrar, golpear, contar, escribir, nadar)? De esta forma se irá haciendo una idea de sus intereses, sus habilidades, aquellas cosas que todavía no ha explorado y sería bueno fomentar o aquellas cosas con las que se divierte mucho. Si no responde a estas preguntas, pregunte a los familiares más cercanos.

2. No se fíe de las clasificaciones impresas en los juguetes, como “de 0 a 3 años”: muchas veces no concuerdan con su niño, puesto que el desarrollo es personal e individual. Un juguete “para fomentar su desarrollo y que aprenda” puede no motivar a su niño, porque no tiene que ver con su carácter, sus intereses y experiencias de juego.

3. Hágase estas preguntas mientras mira las estanterías: ¿hay espacio en su casa para jugar con esto?, ¿qué puede el niño con esto?, ¿cuántas veces puede repetir el juego sin cansarse?, ¿para qué sirve el juguete: para que el niño se mueva, para que se concentre y piense?, ¿permite imaginar otros juegos o da sólo una posibilidad?, ¿con esto se podrá divertir con sus amiguitos y/o hermanitos?, ¿es adecuado a su edad?, ¿es seguro?, ¿es un material que podría romperse?, ¿fomenta la violencia?, ¿es muy ruidoso?, ¿tiene otros juguetes que cumplan la misma función?, ¿tiene juguetes que se complementen con este?

Luego de pensar en todo esto y de haber recorrido la juguetería seguramente encontrará algo para su niño. El juguete no debe “Hacer muchas cosas” o “Llamar mucho la atención”, debe propiciar que el niño haga muchas cosas, que explore y descubra con él a través de su juego El niño debe ser activo y protagonista, no el juguete.

Muchas veces, un simple camión de madera o de plástico fuerte da más posibilidades que uno automático, con luces, a control remoto: con el primero el niño puede disfrutar de llenarlo con otros juguetes, trasladar muñecos, empujar, treparse arriba y andar por diversas superficies sin miedo de mojarlo; con el juguete eléctrico quedará atrapado sólo en el primer momento (o hasta que se termine la batería) observando lo que hace el camión. Sólo le permitirá apretar un botón, no se podrá subir porque se puede romper, no podrá mojarlo porque se arruinaría el mecanismo eléctrico. “Es en este caso de contemplación sin juego donde lo infantil se consume en la soledad material de la cosa juguete” (Esteban Levín).

Puede no hallarse el juguete perfecto en el negocio: se abre otra posibilidad, que necesita de su tiempo y creatividad. Quizás ya sabemos con qué se divertiría mucho nuestro niño, pero eso no existe en la juguetería. Hay que animarse a armarlo: un juego o juguete personalizado; ningún otro niño va a recibir uno como ese.

Para armar un “Set de juego”podemos usar cosas que encontremos por separado en diferentes lugares. Por ejemplo: comprar un espejito de cartera, un lápiz labial y un necesser y, así, regalaremos a una niña su propio bolso de maquillaje “con cosas de verdad” y con los colores que sólo a ella le gustan. Otra posibilidad es salirnos del estereotipo (y muchas veces gastar menos dinero). Por ejemplo: comprar un envase de plástico grande con tapa y colocar envases más pequeños de diversas formas y colores, cajitas forradas de diferentes tamaños, y así...

¿COMO REFRENAR LA ACUMULACIÓN SIN SENTIDO? Muchas veces encontramos los cuartos llenos de juguetes y los chicos dicen estar aburridos, que “no tienen nada para jugar.” Los grandes se sienten bien por regalar en las fiestas, pero no tienen tiempo para jugar con los chicos. Esta es una consecuencia de la euforia por el consumo permanente y el objeto-producto. La atracción de “lo novedoso” anula el disfrute de recrear diferentes situaciones con el mismo juguete. Entonces, ¿cómo podemos refrenar la acumulación sin sentido?

1. ¡No es imposible! Los papás deben encontrar la forma de propiciar un juego saludable de sus hijos. Esto no significa negar los juguetes que “están de moda”; es cuestión de refrenar la acumulación haciendo pensar a los niños: ¿cuántos autos o muñecas tenés?, ¿podes jugar con todos a la vez?, ¿cuántos necesitas para jugar a...?, ¿si vienen tus amiguitos y traen los suyos, cuántos tienen en total? Ellos mismos se darán cuenta de las cosas que tienen sin sentido. Somos los adultos los que podemos (y debemos) equilibrar el consumo y la influencia de lo que nos vende la tele para navidad, primeramente a través del ejemplo: aquella mamá que se compra ropa todos los meses difícilmente logrará que su hijo no quiera cambiar de juguetes todos los meses también.

2. Otra cosa que podemos hacer los adultos, para contrarrestar la acumulación desmedida y propiciar que el juguete sea algo significativo, es pensar la navidad como una oportunidad de regalar complementos o agregados a juguetes ya existentes. De esta manera, haremos que el juego del niño se enriquezca, en vez de caer en la búsqueda reiterada de nuevos juguetes.

3. Y, si es posible, podemos invitarlos a que en esta navidad regalen los juguetes que dejaron: no todos pueden comprar juguetes nuevos.

(*) Estudiante de Terapia Ocupacional, UNL

Publicado en Pausa #31, 12 de diciembre de 2008.
Volver a Semanario Pausa

viernes, 21 de noviembre de 2008

El vestido imperial

La potencia superior de una nación que, a veces, pocas pero decisivas, percibe su complejidad y su diversidad para poder reinventarse. Cabalgando una memorable crisis económica, los estadounidenses pasaron de un blanco texano republicano y levemente bestial a un negro hawaiano demócrata y de habla fluida, el futuro Imperator Barack Hussein Obama.

Por Juan Pascual

Enero de 1999. Clinton presidente, las torres gemelas en pie.

En Florida existen unos parajes muy extensos, llamados Disneylandia. Esos paisajes son gloriosos, más allá del idiota Mickey, de Donald, el marine, y del querible y fronterizo Tribilín; las montañas rusas, los cines en 3D y los espectáculos de fuegos artificiales producen una euforia difícil de igualar en quien visita los gigantescos predios, dentro de los cuales hay hoteles, comedores, negocios de recuerdos, todo lo necesario para el turista. Ahora bien: en perspectiva, lo que para nuestras tierras es un fasto infantil irreproducible, en el norte es algo así como un camping más o menos bien organizado de un gremio cegetista.

En las entradas hay unos pequeños carritos motorizados que los visitantes pueden alquilar. Generalmente son usados por obesos, que suben a toda su familia y se desplazan por los senderos. De hecho, esos obesos –en su mayoría rubios, chillones, agresivos– parecían ser la población objetivo de esos autitos. En realidad, constituían el punto principal del mercado de los parques: los puestitos de comidas, donde el recargado del vaso de coca era gratuito, se sucedían en pocos metros; los precios de todo eran realmente populares; los valores promovidos, explícitamente patrioteristas; la diversión, controlada y pasiva, pero electrizante.

Delante de un puestito, un nene de no más de 5 años, parte de una extendida familia de obesos orgullosa de ser texana, de acuerdo a sus remeras, gritó una vez:

–¡Banana!

Ante la falta de respuesta recurrió a repetir el alarido:

–¡Banana, banana, banana! –exclamó. Y cada vez más agudo y con más volumen–: ¡Ba-na-na! ¡Ba-na-na! ¡¡¡Ba-na-na!!!

Su familia terminaba el almuerzo. Era el mediodía; el sol picaba. La madre acudió a satisfacer la demanda y compró una enorme banana, que el vendedor bañó en un chocolate tibio que se secó con un rociado de maní molido.

En ese momento tuve una sensación. Sentí que los estadounidenses iban a estar en un muy ajustado brete el día en que tuviesen que afrontar las consecuencias reales de una crisis de las serias.

RESIGNAR LA FELICIDAD POR UN POCO DE SATISFACCIÓN. A muy grandes rasgos, la posmodernidad fue definida por Alexander Kojève, uno de los tantos filósofos que pensaron ese concepto, a partir de una pequeña variación: si la modernidad se cifra en la búsqueda de la felicidad, aún al precio de la vida en una lucha con el otro en pos de obtener su reconocimiento, la posmodernidad es la renuncia a esa lucha y el trueque del deseo de felicidad por la inmovilidad de la simple satisfacción.

Esta fórmula vio la luz cuando todavía el Estado de Bienestar existía; Estados Unidos, al parecer del pensador, constituía el paradigma de lo posmoderno. Así, la obesidad norteamericana no indica tanto una cuestión sanitaria o estética: es la marca de cómo la estabilidad imperial se traspasó a los cuerpos del norteamericano medio.

No se construye de la nada el país más gordo del mundo. El estado más “delgado” casi llega al 20% de obesidad; en Mississippi una de cada tres personas padece el problema. Para llegar a ese punto es necesario el culto al menú de Mc Donalds –la alimentación barata y pesada, donde hasta la ensalada tiene azúcar–, a la televisión como vía de socialización en general, al “one person, one car”, a las dos horas de viaje entre la oficina computarizada y la abúlica casa de suburbio, a todo aquello que implique consumo, sedentarismo, goce de la quietud. O sea: es necesaria toda una regulación general, una economía, de la forma de vida de los cuerpos de la población. El cuadro cierra con un dato más: a mayor pobreza, mayores problemas de sobrepeso. Se sabe, la capacidad de elegir el menú y la compulsión mediatizada a la delgadez están reservadas a los pudientes.

Cuando sonaron los crujidos de un país de deudas tóxicas a todo o nada, cuando la crisis finalmente llegó a la hoguera por cable, recordé inmediatamente la escena de Disney. Pensé en la (inaccesible) mirada del nene hoy, con sus probables 14 o 15 años, en Texas. Pensé en las diferentes formas de relatar ese hecho (ver Pausa #20 o “Tres miradas sobre la crisis” en pausaopinion.blogspot.com). Pensé en cómo esos relatos se entremezclan con otros. Y pensé en ese relato bajo la extraña forma de rumor que es Internet. Se dice que en un momento se vieron deudores hipotecarios quemando sus casas, que hay lugares atestados de carpas iglú y middle americans viviendo dentro de ellas y hocicando para entrar a dormir. Que General Motors y Ford están acogotadas, lo mismo que General Electric. Que la sinuosa curva del índice Dow Jones Industrial entre 1925 y mediados de 1930, punto de gesta de la Gran Depresión, muestra una asombrosa similitud con la trazada entre 2003 y julio de 2008. Y que todavía no se llegó al punto más bajo en la comparación: julio de 1932.

IMPERATOR HUSSEIN. Ese es uno de los intríngulis que recibe el nuevo presidente norteamericano, ungido por un sistema electoral donde el ganador puede haber recibido menos votos que el perdedor. Décadas de política financiera de Estado dedicadas a abrir el lugar y las regulaciones para el flexible mercado de finanzas devinieron en esta bola tóxica, amasada entre 2005 y 2007, de créditos y papeles sobre papeles. En estricto rigor, las finanzas se volvieron ampliamente más ineficaces, corruptas, torpes, imprevisoras, omnímodas, enormes y deliradas que antes. Y se plantea en el futuro no sólo la cuestión hipotecaria: restan las deudas de las tarjetas de crédito y el desempleo producido por la recesión en ciernes, resultado de la feroz caída de la demanda.

A la normativa de producción y distribución hogareña se suma la defensa de la casa. Economía y espada. Allí, las guerras abiertas, con sus más de 200 centros de detención (más o menos clandestinos, según el caso) alrededor de todo el mundo. Los más conocidos: Abu Grahib, en Irak, y Guantánamo, en Cuba, con las fotos digitales de internos torturados rodeados de sonrientes soldados.

Obama ganó claramente en los estados donde hay grandes megalópolis –por ejemplo, Nueva York, California, Illinois, con Chicago, donde se festejó el triunfo– cuyas cuotas de diversidad, en todos los órdenes, ilusionan tanto como asombran. Obama ganó en la ciudad, en todo lo que ella representó como proyecto, en todo lo que ella implica hoy como crisis. Ganó en un archipiélago urbano.

Y allí donde estuvieron los votantes que en 2004 recompensaron las guerras de Afganistán e Irak, el cierre feroz a la inmigración, la prédica del club del rifle y el rechazo explícito del matrimonio homosexual, base discursiva de la campaña de Bush, Obama perdió. El mapa electoral de quienes no lo votaron es muy significativo. Es la notable mayor parte del territorio. Incluye, en su totalidad práctica, los lugares de residencia de esas clases medias y medias bajas cuya gastronomía y dieta guardan una cifra oculta acerca de su modo de fagocitarse al mundo. Lugares en los que, en su mayoría, se promueve una educación pública estatal que todavía sigue rechazando la teoría de Darwin: el evolucionismo. Allí están la tierra del Katrina, Louisiana, el Mississipi, Texas: lugares que fueron el núcleo electoral del republicano Mc Cain y que vienen votando a Bush desde el 2000… Parece que allí viven los que nunca dudan.

Simbólicamente, la famosa “esperanza en el cambio” encarnada en los votantes de Barack Hussein Obama de por sí tiene como epicentro otro cuerpo, el del Imperator nuevo. Es el cuerpo del mismísimo Obama el que sirve de soporte de la imagen construida por el marketing electoral, mucho más allá que sus acciones previas como senador (entre las que hay varias en la línea del, por él favorecido, “Acta del Muro Seguro”, eufemismo barato para denominar la estúpida idea de construir un muro de separación en el límite con México). De un saque, con un movimiento bascular fenomenal, Estados Unidos pasó de un texano bruto, homofóbico, delirante místico, muy blanco, defensor a ultranza del guerrero estado de excepción, descendiente de una familia de la política, republicano, a un hawaiano de verba atildada, egresado de la escuela de leyes de Harvard, defensor de los derechos civiles, con nombre musulmán, hijo de padres divorciados de los 60 con presencia de inmigración keniata, negro, demócrata.

Es que la potencia imperial misma está en esa capacidad productiva e innovadora. Aun frente a un panorama de declinación general de su destino manifiesto, Estados Unidos tiene un producto bruto nacional equivalente a las cuatro potencias que vienen detrás (Japón, Alemania, Inglaterra y la ascendente China). De hecho, el tamaño económico de California equivale al de Francia, el de Texas al de Canadá, el de Florida a Corea del Sur, el de Nueva York a Brasil, el de Nueva Jersey a todo Rusia, el de Louisiana a Indonesia. Argentina equivale Michigan.

Con todo, Estados Unidos sigue siendo la nación decisiva. Con todo, lo decisivo todavía sigue pasando por una nación.

Obama, entonces, tiene por delante el problema de una nueva forma Estado –ese es el campo abierto de su posibilidad y aquello que como promesa entraña su cuerpo como gesto. Forma de Estado para una otra forma de gobierno del capital globalizado, cuyo imperio seguirá vigente –tal es el límite intrínseco de Obama; tales son los rigores reservados para quienes poseen la dignidad y los vestidos del Imperator.

Publicado en Pausa #28, 21 de noviembre de 2008.
Volver a Semanario Pausa
Ir a Pausa Opinión

sábado, 15 de noviembre de 2008

Seguridad y distribución del ingreso

Por Miguel Antonio Rodríguez

Por estos tiempos es un lugar casi común que los medios refieran al tema de la “inseguridad” como eufemismo de la violencia (en la forma de delito) con más o menos honestidad, con más o menos fortuna, pero casi normalmente –dadas sus necesidades, ya que el tiempo periodístico es un déspota prácticamente inhumano – con escasa capacidad de análisis.

Tanto las crónicas periodísticas como las declaraciones de funcionarios, y hasta las manifestaciones de especialistas, son prácticamente calcadas y presentan una deficiencia algo grave: no arriban a criterios que puedan producir solución alguna, con paupérrimas afirmaciones como “es un problema complejo” o “profundo” –dicha sin exponer en qué consiste esa complejidad o profundidad–. Se nos deja exactamente en el mismo lugar del que partimos pero con el sabor desagradable de estar ante un fenómeno inexplicable.

Lo mismo sucede con las (innumerables) marchas de una sociedad que se ha tornado en mendicante de un Estado que pareciera serle indiferente en razón de una maldad que tontamente es presentada como ontológica.

Debemos advertir que, desde el inicio, no tomamos “delito” o “seguridad” con el contenido que hoy le da la opinión pública. Esto es: “algunos” delitos que tienen como víctimas a “algunas” personas. A partir de esta concepción, no causa sensación de inseguridad el terrible maltrato al que son sometidos los menores (pobres), violencia que lleva a que en el Hospital Alassia se atiendan un promedio de 13 chicos severamente golpeados por semana. Casi dos por día. O lo peligrosísimo que es ser hoy un niño Toba, prácticamente destinado a morir como mosca por la infamia de la desnutrición.

Primero habría que indicar que el delito que causa la sensación de inseguridad es aquel que se perpetra contra la propiedad, que a su vez es causa de otros. Tanto desde el punto de vista del origen del delincuente como de su objetivo, entonces, estamos frente a un fenómeno económico, cuestión que es férreamente negada o directamente ignorada.

El objetivo primario del ladrón no es el homicidio o la violación. El delincuente, que está y que amenaza, el ladrón, busca dinero, de una u otra forma. Si quitamos esta pretensión, desaparece el delito que lleva a la concepción pública de inseguridad. Se podrá objetar que de hecho los ladrones también dañan, violan o matan, pero deberá aceptarse que no es eso lo que primero buscan, lo que pone al delincuente en marcha.

Cuando, como también ocurre en Santa Fe, un ladrón ingresa al domicilio de una señora y termina asesinándola, no es el homicidio la causa por la cual se entra en la casa; ya adentro –por una u otra razón– se desata la tragedia.

EL DELITO ES UNA REDISTRIBUCIÓN DEL INGRESO. Entendido el móvil real de quien roba, es claro que el delito es una forma de redistribuir el ingreso, la peor. Donde no llega el trabajo con remuneración digna o el rostro vergonzante de la asistencia social, fatalmente llegará el delito con su inevitable secuela de dolor.

No podemos dejar de observar que si por un lado hay una presión sin piedad para un consumo casi sin límite, a través de los medios masivos de comunicación, por el otro se le niega a una gran parte de la población la posibilidad misma de adquirir legalmente esas casi infinitas cosas: habiendo o no trabajo, lo que se gana es insuficiente para no ser un fracaso económico según el estándar mediático. Los actores de la inseguridad están así ya en el escenario.

En este marco, las soluciones que se proponen, como las que se piden, son meros parches que sólo pueden demorar un delito que, ya vimos, está en el aire como la flecha salida del arco. Son manotazos a la desesperada, de los que nadie puede seriamente creer que tengan la propiedad de solucionar este problema, en tanto que no apuntan a la causa que lo produce.

Si no se termina con la cuestión de fondo, la económica: ¿cuántos policías puede tener una comunidad, cuántos presos? Los que hoy demencialmente sostienen que los delincuentes entran por una puerta y salen por otra tal vez no hayan reparado en que todas cárceles del país están colapsadas. Es más, hemos recibido una advertencia de las Naciones Unidas por el hacinamiento. Hasta hay presos superpoblando las comisarías.

¿Los jueces y la justicia? No se ignora la venalidad que existe en la Justicia, cuestión que puede ser extendida a casi toda institución argentina. Ahora bien, ¿realmente se piensa que un grupo nuevo de jueces impolutos solucionará la delincuencia?

¿Son las leyes? Pensemos con un ejemplo: como solución, se pretende bajar la edad de la imputabilidad penal. ¿Cuál es el límite? De seguir así, tendremos cárceles guarderías para chicos de 11 o 12 años y “delincuentes” de 10, 9 y menos. Recuérdese la sanción en serie de el paquete de leyes Blumberg: con ellas la situación es casi exactamente igual que antes.

También hay iniciativas supuestamente ingeniosas, como el canje de armas. Promovido desde el Estado nacional, de cierta forma deviene en la mera renovación del parque de armas, pero con financiación del estado. Los delitos con armas no han disminuido.

LA SOLUCIÓN TAMBIÉN ES ECONÓMICA. Es también de destacar que todos los opinantes, tarde o temprano, hacen referencia a la situación socioeconómica como la verdadera solución de la delincuencia productora de la inseguridad. Esto es cierto.

Sin embargo, gobernantes y gobernados ubican un cambio de este tipo en el mediano y largo plazo, sin indicar siquiera un camino para cumplir con una reforma socioeconómica de inciertos lapsos, en una especie de utopía de la cual otros serán responsables y que, en definitiva, nada tiene que ver con el hoy, dado que hoy nada se hace –ni se pide–. Ni siquiera se siente culpa por el incumplimiento con ese futuro.

El delito como casi cualquier problema solo tiene solución por donde se produjo. Si se ubica la redistribución en el largo plazo, allí se esta colocando la solución del delito.

Por lo tanto no estamos ante un problema insoluble ni mucho menos, sólo que la forma en que la sociedad plantea todos los problemas “sociales” lo prolonga.

Lo que no se le dice a doña rosa es que debe demandar (o realizar) la redistribución de la riqueza en el corto plazo o continuará –hasta ese inasible plazo mediano o largo–siendo víctima de la delincuencia.

Finalmente, anticipando una objeción, digamos que lo económico no desterrará el delito en su totalidad. No llegará la delincuencia cero de la mano de la redistribución, porque la sociedad produce delincuentes también por otros motivos, pero estos (desde la pedofilia a las estafas, o de la corruptela del funcionariado a la trata de personas) son enormemente minoritarios y no componen la llamada sensación de inseguridad.

Publicado en Pausa #27, 14 de noviembre de 2008.
Volver a Semanario Pausa
Ir a Pausa Opinión

viernes, 7 de noviembre de 2008

Teología y AFJP

¿Qué hay detrás de la consigna “basta de política”? El autor sugiere dos respuestas: dictadura y menemismo.

Por Juan Pascual

Las pesadillas políticas que la fácil y mala ciencia ficción ingenia deben su poca verosimilitud a los ángulos rectos con que delinean sus fantasías: son muy cuadradas para ser arte. Torpemente, esas pesadillas plantean una causa única, opresiva e identificable, para una serie ilimitada de fenómenos desastrosos, que existen sólo como efectos.

Sin embargo, el modelo de ese infierno, el motivo de esa forma de narrar, es muy antiguo (acaso ancestral, milenario, fundante) y más eficaz que las amenazas de la ficción científica berreta. En este modelo, la causa estipulada como fuente de todo efecto, la causa única presente–más allá de (y gracias a) las variaciones– tiene un nombre corto y conocido. Es el Mal (con mayúscula). La construcción mítica del Mal es uno de los ejes de la argumentación política. Detrás del Mal, de la amenaza, está el cercano infierno, del cual hay que defenderse.

Desde los cielos sale la línea paralela a la del Mal: la que se halla en su reverso. Es la imaginación de un mundo carente de todo tipo de roce y fricción. Todos aquellos que estén allí son salvos, nada les faltará: serán completos como círculos. No se trata del Edén, ya que la culpa (si originaria, mejor) sigue siendo necesaria en esta gramática. Se trata de un mundo anterior al castigo a Babel, en el que todos somos una unidad y nadie discute, pues hablamos el mismo lenguaje. Un mundo del Bien.

Pero cuando se es soñado por este tipo programa político, sólo una opción es posible: la eliminación de los conflictos en pos del Bien. En breve: el conflicto (y toda acción que lo produzca) es el Mal; el Bien es la ausencia del conflicto (y toda acción que de éste nos defienda).
Bien y Mal se complementan, en tanto se crea que los conflictos vienen dados por un algo, un otro, una cosa externa y extraña (la subversión marxista leninista, el terrorismo islámico, los movimientos populares, el Mal), que viene a alterar lo que naturalmente es beato (el occidente cristiano, los defensores de la libertad, el mercado, el Bien). Esa clave política y teológica obtura una cuestión básica: los conflictos se producen por la lógica misma de las relaciones en la que los mismos conflictos se encuentran.

Son las características de origen (génesis), las redes y posiciones existentes (estructura) y la variación de los movimientos (dinámica) de las relaciones sociales las que construyen y son construidas por los conflictos, las contradicciones, las diferencias, las diversidades, las subversiones. Soñar un Mal y un Bien puros, a erradicar o a imponer en la sociedad, es continuar bebiendo sangre de los otros, que no son los nuestros, hasta volverlos cadáveres, si es necesario.
Sin embargo, lo político también se relaciona con los momentos en que sí se percibe que el conflicto es inmanente a la sociedad. No sólo eso: que el conflicto es productivo para la sociedad. Que del conflicto viene la innovación, la posibilidad: lo impensado. Y que desde el conflicto puede surgir un ejercicio de la justicia que no demande tanto exterminio.

En la última contienda de local que tuvo a Alfio Basile como DT de la Selección, el director de cámaras de la transmisión desde el circo de River supo detenerse varias veces, de ostensible y explícito modo, en una bandera colgada de la platea. Con visible letra negra rezaba: “Basta de política”. Era el símbolo de la Argentina el que repudiaba a la política, en el centro del espectáculo cultural más multitudinario, festivo, nacional y comunitario del país: el de los gladiadores. La eficacia simbólica del gesto radica en la forma teológica de ese Bien y ese Mal allí presentes.

Hay que defender al país de la política.

Nuestra historia reciente reconoce dos versiones en las que este repudio cobró efectividad. La primera entendió que el Mal se adhería a los cuerpos. Entonces, seleccionó 30.000 humanos, incluyendo nonatos, los enlistó, los secuestró, los mantuvo cautivos, los torturó y luego los desapareció, siempre en defensa del Bien: una sociedad segura (estos es: más que sin organizaciones armadas, sin política de base) y una democracia de libertad mesurada y sin excesos (traducido: de gobierno determinado por la caótica dirigencia de los sistemas corporativos de defensa del capital). Y la segunda versión entendió que lo que hay que licuar son las relaciones sociales desde las cuales surgen los conflictos. Que hace falta mucho más que matar. Que la respuesta requiere una activa política del Estado en pos de que el mercado pueda actuar en su plenitud sirviéndose libremente de la potencia de lo público y lo privado.

Y esa es la diferencia crucial de la economía de la dictadura y del menemismo. Para el gobierno militar el achicamiento estructural de la fuerza pública –vender YPF– era un límite. Límite que, justamente, hace visible todo lo que entrañó la reforma del Estado –privatizaciones–, el fin de la promoción industrial y la apertura externa a las importaciones –destrucción de la vetusta industria local–, la pérdida de la soberanía monetaria –conocida como convertibilidad– y la transformación del sistema previsional –las AFJP, regulación inseparable del déficit y el aumento exponencial de la deuda externa.

La construcción de ese Estado para el mercado se hizo en nombre de la modernización y de la defensa de la libertad. El Bien fue el ajuste final de lo que era ser un ciudadano postdictadura a lo que es, en los 90 y hoy, ser un consumidor (des)empleado. Y el Mal fue lo que detenía la libertad de lo económico. Como todo fue una fiesta de crédito, viajes al exterior y licuadoras, no faltó el promotor audiovisual que se regocijase curtiendo a los docentes, jubilados, empleados del Estado o, luego, piqueteros que indicaban, sin error alguno, la ineluctable proximidad del 2001.

En el “basta de política” hay que reconocer la voz de esa política constituida. Es decir, el odio al conflicto, en tanto odio al otro. No es el “que se vayan todos”: la consigna, rodeada de asambleas populares y barriales, ONGs, fábricas recuperadas y organización de la gestión piquetera, apuntaba a los problemas de la representación y de la participación directa. “Basta de política” apunta más lejos: es la (teológica) forma política de asfixiar la política. Eso significa dos cosas: dictadura o menemismo. Más bien, una sola: dictadura y menemismo. Hoy, eso es seguridad policial “dura” y jurisprudencia “firme” a medida de las leyes del mercado.

También eso que ahí se llama “la política” está discutiendo la recuperación de las cajas previsionales. Se trata del fin de una aberración reconocida casi por todo el arco partidario. Las AFJP no cumplieron ninguno de sus legítimos objetivos financieros: jamás aliviaron de su carga al Estado, nunca abrieron un mercado para capitales productivos, no les interesó –no necesitaron de– la inscripción de los trabajadores en negro. Ni ofrecieron mejores jubilaciones, ni podrían haberlas ofrecido jamás. Sí fueron efectivas en el cobro de las comisiones, usurarias por lo demás.

Nótese la dimensión. Las rutas estuvieron cortadas más de 100 días en una puja por la distribución de no más de 2 mil millones de pesos. Hoy, en la cartera de las AFJP están los bancos Macro, Patagonia y Galicia, grandes proveedoras de luz y gas, Molinos, Metrovías, Telecom, el grupo Clarín, por ejemplo. Las AFJP, funcionando como ordenado oligopolio, son el principal accionista de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires: una gota en la tempestad internacional, que en el pago chico moja y mucho. El Estado nacional puede comenzar a recibir un flujo anual de poco más de 14 mil millones, más un total aportado que supera los 80 mil millones de pesos. Eso significa también que puede liberar ingresos de la masa de impuestos comunes que hoy utiliza para pagar las jubilaciones, y darles otro uso (o coparticiparlos).

Hace 15 años que “la política” no tiene una oportunidad como ésta para reconstruir lo público. Eso comprende al oficialismo, la oposición y los diferentes movimientos sociales. Y eso demanda, primero, que el gobierno abra el proyecto a la discusión, evitando genuinamente cualquier defecto técnico en la forma del debate o de la letra. Luego, requiere afinar la capacidad imaginativa para producir un instrumento legal que regule no sólo la intangibilidad de una gran caja de aportes, como garantía de mejores jubilaciones, sino la movilidad de un fondo que se valorice financiando la producción y la obra pública. Y, finalmente, obliga a dejar de lado las acusaciones que no comprenden que la oportunidad del retorno de las cajas al Estado supera la contingencia de cualquier gobierno. Porque por delante hay un conflicto que hoy en lo financiero transciende nuestras fronteras y que en lo demográfico y laboral presenta un problema inédito: la estructural y creciente falta de aportantes para el aumento de los beneficiarios.Ese conflicto no será productivo si se evita o se bastardea la discusión actual. Y lo que se opone a la productividad del conflicto es lo mismo que aviva su demonización: el juego del Bien y Mal, la política teológica.

Publicado en Pausa #26, 7 de noviembre de 2008.
Volver a Semanario Pausa
Ir a Pausa Opinión

viernes, 24 de octubre de 2008

Contar las muertes

¿Qué hay detrás de la noción de la (supuesta) “memoria completa”? El autor ensaya una respuesta en este artículo.

Por Luciano Alonso

Aunque quizás ya no exista como actor colectivo y se disuelva en una miríada de organizaciones que van desde la oposición acérrima hasta la asociación estrecha con el poder gubernamental, el movimiento argentino por los derechos humanos consiguió en tres décadas de desarrollo algunos reclamos compartidos. Al decir de Sebastián Pereyra, instaló en la sociedad una noción de justicia y dio a otros actores elementos para pensar sus propios reclamos y su relación con el Estado. Construyó también una memoria social sobre los crímenes del terrorismo de Estado, a pesar de la oposición de casi todos los gobiernos y medios de comunicación empresariales. Y logró que el Estado nacional reasumiera el problema la aplicación de justicia respecto de esos crímenes y que los tribunales recomenzaran a condenar a los culpables, luego de exculpaciones e indultos varios.

La política de promoción de los juicios a represores por el Estado nacional es el elemento más visible de esa tercera dimensión. No es que el gobierno de Néstor Kirchner haya producido una apertura inédita hacia los reclamos de los organismos; al menos desde la gobernación de Eduardo Duhalde en Buenos Aires éstos fueron revirtiendo su exclusión respecto del Estado. Sin embargo, hay que admitir un vuelco en la política de derechos humanos y la obtención de resultados concretos en las acciones legales.

Esos logros, traducidos en convocatorias judiciales, imputaciones, condenas y cárceles –aún con números reducidísimos y ventajas de las que no gozan los ladrones de gallinas–, produjeron el surgimiento revulsivo de una contra-memoria y de variados intentos por detener tales avances. Tras la inflexión de 2001-2002 se relanzaron las fuerzas de derecha en el plano cultural y mediático. Interpenetrando a casi todas las organizaciones políticas, crecieron con la campaña de Blumberg y con el llamado “conflicto del campo”. La noción de una supuesta “memoria completa” va en ese camino.

Mientras amplios sectores de la sociedad asumen discursos derechistas, otros se pliegan desempolvando la “teoría de los dos demonios”. Esta representación imaginaria de un pasado en el cual extremismos de signo político contrario y violencia equivalente se habrían abatido sobre la sociedad argentina se presenta ahora matizada, pero no por eso menos clara. En ese contexto, el ataque a los organismos de derechos humanos más controversiales y la rememoración de los crímenes de “la guerrilla” cumplen la función de deslegitimar los juicios a los genocidas.

Recurrentemente surgen la prensa personajes que ponen en cuestión los reclamos de justicia mediante la impugnación de la cifra de detenidos-desaparecidos que arrojó el terror de Estado. Asumiendo los 8.900 casos registrados por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), imputan a distintas agrupaciones o a una nebulosa intelectualidad de izquierdas la supuesta mentira de los 30.000 desaparecidos.

La operación mediática es al menos de mala fe ya que esa cifra nunca pretendió ser un conteo claro de muertes. Es más: hasta que se establezca el destino de cada uno con una certeza mayor, ni siquiera pueden ser consideradas realmente muertes. No es que los detenidos-desaparecidos estén en Madrid o en Cuba, como todavía pueden aullar con total desparpajo y mala conciencia personajes como Cecilia Pando, sino que las Fuerzas Armadas y de Seguridad –el Estado– no respondieron aún sobre el destino dado a cada uno de ellos. Que la tortura, el asesinato y el ocultamiento de los cuerpos fueron los métodos represivos de la lucha antipopular es sabido; no en cambio qué es lo que ocurrió con cada secuestrado. Ese dato oculto configura un crimen permanente.

La cifra de desapariciones pone en juego el régimen de verdad sobre la dictadura construido trabajosamente por los organismos de derechos humanos. Falta decir con Elena Cruz que habrían sido “apenas” 200 ó 400 “terroristas” para cerrar el círculo y negar el carácter del aniquilamiento planificado. Los que impugnan la cifra de 30.000 no están interesados en la construcción de ninguna “verdad histórica” sino en la relativización del politicidio. “No fueron tantos” y “algo habrán hecho” son dos clásicos de la justificación de los crímenes de lesa humanidad.

Algunos detalles muestran una represión aún más sanguinaria y capilar que la constatada por la Conadep. Ateniendo su pesquisa al período iniciado en marzo de 1976 ese organismo recibió unas mil denuncias adicionales; hacia 1975 la violencia paraestatal ya se había cobrado la vida de más de 1.500 militantes de las izquierdas peronistas y marxistas, sin contar Ezeiza. La reciente desclasificación de documentos en Estados Unidos, disponibles en el Archivo de Seguridad Nacional de la Georgetown University, hace ahora que la cifra declarada por el movimiento de derechos humanos parezca razonable e incluso limitada: un agente de la DINA chilena informaba en julio de 1978 que el área de inteligencia del Ejército Argentino había computado para esa fecha 22.000 opositores eliminados.

El impacto en los sectores sociales más humildes es todavía un horror por descubrir. La identificación de pequeños pueblos donde la totalidad de los varones adolescentes y adultos pasaron por un campo de detención y los desaparecidos representan un porcentaje altísimo de la escasa población, nos pone frente a una dimensión inconmensurable del terror. Como lo apuntó Ludmila Da Silva Catela, la memoria es muchas veces un estigma, una marca al interior de una comunidad que no ha denunciado jamás los crímenes de los que fue objeto. Es fácil suponer, desde la relación privilegiada con las reparticiones policiales y judiciales que tienen las clases medias y altas, que se denuncian las violaciones, robos, asesinatos y secuestros. Otra cosa es estar en la posición de extrañamiento respecto de esos poderes que tienen las clases más humildes.

Sea cual fuera la cantidad, lo más relevante fue el intento exitoso de liquidar disidentes y cortar el ciclo de movilizaciones populares. Si toda muerte es una tragedia personal y familiar, ese cúmulo de muertes tiene un sentido trágico agigantado: un conjunto de agrupaciones –equivocadas o no–, miles de militantes, millones de individuos que trataron de ser clases sociales, enfrentados con fuerzas que no pudieron superar y aniquilados ora en sus cuerpos, ora en sus voluntades.

Pero además de contar los muertos, las operaciones comunicacionales de la derecha conservadora, liberal o peri-fascista también se preocupan en dar un contenido cualitativo a la “teoría de los dos demonios”. Así, en los últimos tiempos hemos asistido a descripciones pormenorizadas de los asesinatos de José Ignacio Rucci, Arturo Mor Roig o Julio Argentino del Valle Larraburu. Para los “intelectuales” derechistas, se trata ahora de contar las muertes. El terror de Estado se diluye con el uso intencional de estrategias discursivas que otorgan entidad a unos crímenes en tanto callan o disminuyen otros.

Es defendible que esas muertes y muchas otras fueron asesinatos, en ocasiones atroces. Y fueron también errores políticos mayúsculos, que enajenaron el apoyo popular y variadas alianzas a las “formaciones especiales”, que ya perdían el rumbo de la revolución y se dirigían hacia su inmolación. Pero, pregunta incómoda: ¿Se le dedica a los militantes, profesionales, trabajadores o vecinos eliminados por los agentes del terror estatal tanta letra escrita y tanto recordatorio audiovisual? Pongámonos cuantitativos: ¿Qué cantidad de información se vuelca en función de la cantidad de bajas? Como lo mostrara hace más de dos décadas Noam Chomsky, un cura asesinado en la Polonia comunista tenía más centimetraje de diario que centenares de religiosos masacrados por la derecha latinoamericana. Algo parecido se perfila ahora. Los pocos muertos por la violencia insurgente aparecen con nombre propio, ideales, actitudes valorables; los muchos muertos por la violencia estatal seguirían mayormente en el anonimato, de no ser por los recordatorios de compañeros y familiares.

Desde el más puro posicionamiento ciudadano (ni siquiera militante) exijo, reclamo un recuerdo detallado de lo que le ocurrió a cada uno de los detenidos-desaparecidos. Pido con firmeza de parte de testigos, funcionarios o comunicadores la misma cantidad de páginas que las dedicadas a Rucci para la vida, los sueños, las torturas y el trágico destino de cada uno de los 30.000. Por favor, cuenten en detalle en las páginas centrales de la prensa local los asesinatos de todos los militantes populares. Describan desde el suplicio de Floreal Avellaneda, mil veces dicho en una línea morbosa sin más datos sobre su vida, hasta el aniquilamiento del último de los detenidos de una localidad jujeña en la cual nadie denunció las desapariciones. Y después discutan las responsabilidades.

De seguro que este reclamo cae en saco roto. Primero porque los muertos de la derecha, de las agencias del poder, tienen más valor en el imaginario de los medios hegemónicos que los cuerpos de los pobres o de los izquierdistas. Segundo, porque dar información sobre los propios crímenes es lo que los ejecutores del terrorismo de Estado nunca hicieron.

Publicado en Pausa #24, 24 de octubre de 2008.
Volver a Semanario Pausa
Ir a Pausa Opinión

viernes, 17 de octubre de 2008

El quinto peronismo

Tres escenas para comprender la actualidad del Partido Justicialista. ¿A quiénes acosa el 17 de octubre de 1945, a quiénes dio vida el 1º de mayo de 1974? Vigencia y permanente mutación del menemismo: qué significa hoy lealtad.

Por Juan Pascual

Perón es el pueblo es la patria es la nación es el líder es el padre es el macho es el facho, el demagogo, el proxeneta corruptor, el tirano prófugo, el traidor a la patria, es Perón. Perón salvó al pueblo, al país lo hundió Perón. Perón dio casa, hospitales, vacaciones a los trabajadores con los lingotes de oro que vinieron de la guerra y que despilfarró Perón. De este lado te digo que Perón es Perón; Perón es Perón, te digo de este lado.

Sobre el 17 de octubre de 1945 se ordenó, durante 30 años, la cuestión política en la Argentina. En los dos polos de ese espacio se encuentra Perón: principio y fin estaban en cómo se lo definía. Perón se instituía a sí mismo como voz de la patria y del pueblo. Eso quería decir que no había término medio para la oposición o para los mismos peronistas. Y, en segundo lugar, que no había modo de circunscribir a Perón en una forma única: por definición patria y pueblo (esto es: la voz de Perón) albergan a Apold y a Cooke, a la Triple A y la Tendencia. La imbecilidad del rancio pasado criolloespañol –que jamás pudo darse un proyecto industrial y, por ende, un partido de masas– se encargó de cristalizar ese sentido: erotizó la voz del viejo a fuerza de reprimirla a bayoneta y bombazos, al tiempo que, obviamente, así se excluyó de la democracia electoral.

Te digo que Perón es Perón; Perón es Perón, te digo. Acaso como un residuo del pasado, un motivo de tediosas letanías de la nostalgia o el rencor, de furiosas catilinarias online o de algún tirito sindical, todavía hoy sigue repitiéndose esa controversia vetusta, cuando Perón mismo se encargó de zanjar la cosa.

Más allá de sus manifestaciones explícitas, la expulsión de Montoneros de la plaza hoy supera a la sepia imagen de 1945 y su lógica. Pueden durar los retazos de los viejos rituales, despedazados y huecos. Pueden montarse encuentros entre el líder y el pueblo, besos a los niños y arengas de barricada al son del bombo. Puede pervivir la repetición teatralizada del 17 de octubre, pero sólo bajo la difracción del lente de la plaza del 1º de mayo de 1974. Porque en esa plaza se terminó la voz que a todos reunía, porque en esa plaza esa voz, ese líder, tomó una decisión y un partido, así hoy eso sea denegado.

Tres escenas son imprescindibles para un cuadro de la actualidad del justicialismo en relación con sus relatos míticos, su posición en el sistema electoral y su modo de gestión. Esto es: su historia, su acción para y desde el Estado, su forma de conducir los hombres mediante diferentes dispositivos de poder específicos. La primera escena refiere a un estallido, la segunda a una diseminación, la tercera a un ordenamiento.

El estallido es esa expulsión, en la propia voz del líder, de la agrupación político militar más dinámica del movimiento peronista de la década del '70. Lo que estalla es el líder mismo y, con él, toda la constelación que giraba sobre su eje. Nunca más el peronismo va a admitir juntos a todos los hermanos, que en lo sucesivo se deglutirán por la herencia. No obstante, el punto es ver qué posibilidades abrió ese estallido: allí la escena de la diseminación, en la contienda de la cual saldría ungido Carlos Menem como presidente reelecto.

Quienes se hayan escandalizado con el “pankirchnerismo”, rótulo previo al conflicto por la renta agraria, no sólo deben recordar que la elección presidencial de 2003 fue la disputa interna del partido: la ya lejana contienda de 1995 tuvo como fórmulas principales a dos duplas de peronistas. Las astillas de la explosión de 1974 explican esas escenas.

Es posible rastrear la existencia de un peronismo de izquierda: para algunos es un orgullo, para otros una perversión y para otros más una contradicción. Empero, es imposible la concepción misma de un menemismo de izquierda o de un kirchnerismo militarista. Si la figura de Perón trascendía los peronismos particulares, la decisión de 1974 marcó cómo los peronismos, en lo sucesivo, irían más allá de sus líderes. Eso explica cómo el menemismo superó a Menem por medio de De la Rúa, su avatar blanquito y marketineramente “incorruptible”, y cómo la Renovación de Cafiero pedaleaba en el vacío: ya Perón había renovado la gramática del peronismo en la plaza del 1º de mayo.

Se puede distinguir una primera etapa del PJ entre 1945 y 1955, una segunda de la resistencia y una tercera que va del retorno al país a la retirada de la plaza. La cuarta se inicia con ese estallido y culmina en 1989. Porque fue Menem quien inauguró el quinto peronismo, el peronismo con un contenido específico, abierto por lo que ese 1º de mayo posibilitó: el que salta liviano por diferentes mojones de la historia propia –sea el león herbívoro de la pacificación y la unidad, sea (vaya paradoja) la juventud maravillosa del Tío y el General, o sea la alianza entre el trabajo y la burguesía nacional–, el que se juega en la palabra “modelo” y lo que ella signifique –en 1993, en 2008 o en 2011–, el que frente a la derrota siempre apela, como niño desvalido, al Padre –en 1999 o en la reciente conmemoración de los bombardeos del '55–.

Hubo una época gloriosa del programa de TV Polémica en el bar. En las emisiones de 2004 de esa aberración de los hermanos Sofovich, quienes gustamos del humor de Alfredo Casero encontramos la oportunidad de ver una obra que repetía su estética, claro que sin quererlo. Gerardo, Chiche Gelblung, González Oro y Rial, en suma, daban risa. Mientras tanto el quinto integrante, el más lúcido, maldito y retorcido de todos, daba en la tecla: “El peronismo es un conglomerado de barones provinciales” sentenció una madrugada Jorge Asís, el escritor, el funcionario menemista, el vice del puntano que conversa con aliens. Eso es el ordenamiento.

La tercera escena –que permite delinear la lógica de una serie central de tensiones, acuerdos y coacciones propias del sistema electoral y de los dispositivos de gobierno– tiene como teatro una sucesión de reuniones durante los últimos días de diciembre de 2001 y como actores a los entonces gobernadores del PJ. La debacle del Menem blanco, el nombre de la sucesión, y el control y represión del 19 y 20 fueron jugados allí. Y de allí emergieron Adolfo Rodríguez Saá, Ramón Puerta, Eduardo Duhalde. Allí se percibe la transformación del movimiento en partido (previa reducción de la columna vertebral sindical a apéndice del Poder Ejecutivo o mera fuerza de choque, sin el tercio histórico de representación obrera en las cámaras legislativas y con la carga de haber entregado sus representados al desempleo), la configuración del partido como conglomerado de diferentes líderes con diferentes doctrinas (en lugar de un solo líder, superior a cualquier forma doctrinaria) y del conglomerado de líderes en el único grupo (diverso) que sostiene en el tiempo un dispositivo de gobernabilidad en el territorio. Allí se comprende qué significa que la tasa de reelección de gobernadores (cuando ello es posible) ronde el 70%, y qué implica que la gestión de los jirones del Estado previo a los 90, con el sistema educativo y de salud, esté bajo la égida provincial. Allí se comprende qué conlleva, también tras la desaparición del Estado de Bienestar, una interna territorial y local por el manejo de una Unidad Básica y los planes sociales que ésta tramite.

La reinvención de la política clientelar por parte del quinto peronismo no es más que la forma de incluir una población económicamente excluida y un pueblo políticamente vaciado por la modalidad neoliberal de gobierno. Es una necesidad: el clientelismo más que ser propio al peronismo es inherente al neoliberalismo. Sólo con el dispositivo clientelar en la mano se puede gestionar el país neoliberal. Y por vía del peronismo se introdujo efectivamente el neoliberalismo bajo su forma democrática: lógica se hace la asistencia social de las manzaneras duhaldistas.

Las posibilidades abiertas por el quinto peronismo son infinitas: a cada nuevo líder, una nueva promesa, una nueva doctrina. A cada nueva gestión, una reinvención más del pasado. A cada crisis, el resguardo de la gobernabilidad en la figura de un peronista –recientemente Duhalde o Felipe Solá, hasta Pino Solanas o, con la crisis financiera, nuevamente los Kirchner–. Expandido sobre todo el arco de la posibilidad política electoral, manejando el dispositivo gubernamental, clientelar, territorial, dibujando diariamente su pasado, desde 1989 el peronismo se pliega sobre sí mismo, muta y crece.

Mientras tanto, a veces pareciera verse a los partidos y partidarios del no peronismo buscando a un pueblo que, en el mejor de los casos, se ve lejano, que en privado suele concebirse como obnubilado a base de chimi y choris o que, en la peor de las formas, se figura como una masa de negrobrutodrogadictopiqueteroladrón culpable de todo que ni debiera recibir una chapacartón. Con las coordenadas de un sistema electoral que ya caducó hace rato, perdieron de vista que el quinto peronismo también los penetró y transformó hasta el tuétano en sus estructuras y prácticas, (también) dividiéndolos, absorbiéndolos, convocándolos o, inclusive, sosteniéndolos. Y que (también), sin embargo, les dejó un hueco.

Pareciera, a veces, que lamentan como robado algo que nunca tuvieron. Algo así como un 17 de octubre.

Publicado en Pausa #23, 17 de octubre de 2008.
Volver a Semanario Pausa
Ir a Pausa Opinión

Y ya nada nunca volvió a ser igual

Una fecha que es también un quiebre en la historia argentina del siglo pasado. Una tesis acerca de lo privado y de lo colectivo, o de cómo la voluntad de las mayorías puede torcer cualquier destino. ¿Hay una “hora luminosa” en la vida de cada hombre?

Por Claudio Chiuchquievich

Dijo alguna vez Samuel Butler: “Si una verdad no es lo bastante sólida para soportar que se la desnaturalice y que se la maltrate, esa verdad no pertenece a una especie fuerte”.

Seguramente, la historia de nuestro país ha desnaturalizado y maltratado muchas de sus verdades, pero ninguna ha sido tan fuerte como los hechos que ante el almanaque hoy, 63 años después, nos vemos inclinados a recordar.

17 de octubre de 1945: punto de inflexión en la Historia Argentina. Momento que marca el preciso instante en que las masas, la multitud o, como dijo Scalabrini Ortiz, “el subsuelo profundo y sublevado de nuestra población”, hacen su ingreso en la política del país. Día en el que un pueblo decidido, sin saber las consecuencias que devendrían de su accionar, sale a las calles a pedir por la libertad de su líder o, simplemente, a manifestar su descontento porque éste ha sido puesto en prisión.

Nadie sabía qué iba a suceder. Ninguno de los que marcharon hacia Plaza de Mayo podía prever lo que luego pasaría; mucho menos las diversas interpretaciones con que ese hecho sería analizado. Tampoco nadie puede afirmar que la movilización popular haya sido planificada tan meticulosamente como los interesados y mezquinos constructores de mitos populares se esforzaron por intentarnos hacer tragar.

Es cierto que Evita movió cielo y tierra para liberar a Juan Domingo Perón, pero las cartas que en esos días se escribían Perón –desde la Isla Martín García– y Evita –desde alguna habitación semiclandestina de la Capital Federal– demuestran cabalmente que ninguno de los dos tenía otra aspiración por esas horas que la de reencontrarse y poder tenerse el uno al otro, para luego retirarse a algún poblado lejano de provincias y proyectar juntos un futuro común que, durante esos días, les resultaba imposible vislumbrar.

De esas pequeñas grandes ilusiones dan cuenta las líneas que por esos días Juan y Eva se hicieron llegar. A eso se veían circunscriptas las aspiraciones de la pareja que luego dominaría por 30 años la escena política nacional: a tener la posibilidad de proyectar una familia, construir un hogar y envejecer juntos en paz.

Y no es que no hubieran tenido elementos para pretender otro futuro; el por entonces coronel Perón habías sido el hombre que más poder había acumulado en los tres años previos a ese 17 de Octubre de 1945: concentraba en su persona los atributos de la Secretaría de Trabajo, del Ministerio de Guerra y de la Vicepresidencia de la Nación.

De sobra tenían argumentos para proyectar otros anhelos; sólo que, en esos días, todo lo que con tanta parsimonia y acabado esmero habían construido, parecía esfumarse para siempre, de un modo ineluctable y final.

Hasta que pasó lo que nunca antes... Y ya nada volvió a ser igual.

La potencia de la multitud en las calles demostró que las leyes sólo son una construcción humana que cristaliza determinadas relaciones de poder; y que el poder instituido tiembla y se resquebraja, se fisura y agrieta cuando una porción importante de un pueblo se decide a modificar las injusticias que esas relaciones jurídicas establecen.

“Las leyes existen porque los hombres callan más de lo que deben”, dice José Saramago en su libro Todos los nombres, y no falta a la verdad. Y mientras los “bienudos” y la “oligarquía” se atrincheraban en sus casas y palacios, los negados, los ninguneados, los explotados de siempre, hacían suyas las calles para desafiar a un poder que encerraba tras las rejas al único tipo que los había escuchado y actuado para modificar sus condiciones objetivas de trabajo: concretas conquistas que hicieron que los olvidados del tiempo se sintieran parte de esos logros.

De allí las movilizaciones: porque, por aquellos días, las conquistas se ganaban o dirimían en el espacio público. De allí una conciencia: la certeza de saberse protagonistas de un contexto que los excedía, pero también los contemplaba; en el poker del poder, ellos querían uno de los suyos sentado a la mesa. Para bien y para mal, de allí en más, en el banquete tendrían su porción.

Aprendieron una de las formas que adquiere la voluntad del poder: estar en la mesa del juego mayor en las ligas; y ellos en las tribunas y en las plazas, permitiéndose expresar con sus cuerpos la conciencia de su voluntad.

Y mientras el 16 de octubre Perón y Evita se encontraban casi condenados a anhelar un futuro compartido, retirado y familiar... Eva juntaba voluntades para liberar a su hombre; y ante el rechazo de la oligarquía representada en las cúpulas de las Fuerzas Armadas y eclesiástica, desahuciada y “envenenada” por tanto rechazo y desprecio, encontró en los obreros urbanos de la capital y el cordón del gran Buenos Aires, a los únicos capaces de poner el cuerpo por su hombre: Juan... y fueron ellos los que salieron a las calles, y llegaron a la Plaza, y se reconocieron innumerables, y pidieron por su hombre: Perón... y ya nunca nada en este país volvió a ser igual.

Dice Gastón Bachelard en su libro La intuición del instante: “Cada hombre tiene en su vida esa hora luminosa, la hora donde comprende de pronto su propio mensaje, la hora en la cual el conocimiento, al iluminar la pasión, revela a la vez las reglas y la monotonía del destino, el momento verdaderamente sintético en que, dando conciencia a lo irracional, se transforma sin embargo en el éxito del pensamiento. Allí está situada la diferencia del conocimiento, la fluxión newtoniana que nos permite apreciar cómo el espíritu surgió de la ignorancia, la inflexión del genio humano sobre la curva descrita por el progreso de la vida. El coraje intelectual consiste en conservar activo y viviente ese instante del conocimiento naciente, en convertirlo en la fuente inagotable de nuestra intuición, y en dibujar, con la historia subjetiva de nuestros errores y faltas, el modelo objetivo de una vida mejor y más clara”.

Por aquellos que lo lograron, por los que honran su memoria sin necesidad de perderse en la nostalgia y por los que luchan, como nosotros, por construir y protagonizar alguna nueva síntesis que incluya tamaño aprendizaje de sabiduría popular... Para que en este país, en el de hoy, ya nunca nada vuelva a ser igual.

Publicado en Pausa #23, 17 de octubre de 2008.
Volver a Semanario Pausa
Ir a Pausa Opinión

viernes, 10 de octubre de 2008

Carta a los amigos

Por Mary Hechim

Quiero comentarlo con la gente que, como yo, está a un paso de los sesenta años y con quienes están a años luz de ello. Quizá, aunque esté lejos de mi ánimo, algunas de las cosas que estoy pensando en este momento parezcan quejas lastimosas que muevan a algunos a la conmiseración; pido disculpas por ello. Pero no quiero dejar de escribir, porque quiero conocer lo que ustedes opinan.

Envejecer no tiene nada de sublime. Ni siquiera se incrementa la sabiduría. Las pocas cosas que uno ha aprendido sólo por andar por ahí, por haber leído tantos libros, por haber conocido a tanta gente, ven disminuido el fulgor de su riqueza por los miserables achaques que la edad conlleva: la artritis en las rodillas, la tos de la mañana, la falta de gracia en los movimientos. No has podido adelgazar lo suficiente, no hacés toda la gimnasia o las caminatas que te harían más liviano, fumás como un alocado jovenzuelo que no puede prever que es muy posible que el pucho te mate.

¿Cuál es la ventaja de envejecer? Unos pocos años más y tus hijos, como dice Susana P., te invitarán al cine y de pronto te encontrarás conque la película es un hogar para ancianos en donde a nadie le interesa tu opinión. Ahora vivo sola, y aunque una de mis gatas se ha ido, ha quedado otra. Y ha quedado toda esa cantidad de cosas que me ha dado una educación universitaria: amigos cultos, la posibilidad de amar un libro, una película, una puesta de sol, un gato.

La mente, más lenta para entender indirectas, implicaturas, sobreentendidos y sutilezas, se ha vuelto muy torpe, a veces intolerante. Antes de encontrarte con un amigo lo pensás dos veces: ya sabés de qué se va a hablar. De lo de siempre. Esto es, por un lado, un poco tranquilizador, y, por otro, irritante. Depende del estado de ánimo. Entonces te decís: ¿por qué no me quedo a leer el libro de ese escritor yanqui que se suicidó hace poco, maldito sádico que escribe un cuento con descripciones varias de arañas venenosas, dios de la literatura cuyas palabras fluyen como cascadas interminables, iluminadas por un sol de perpetuo mediodía? ¿Por qué no me quedo a ver de nuevo esa película de Alain Resnais donde hay ese personaje que se desdobla con un candor tan horrible que, en la habitación donde conversa, hace caer una nieve tan fría que toda la pantalla se oscurece y se hiela?

Pero un día es al revés. Los libros te parecen poco y querés salir a encontrarte con la gente que amás y sabés que te ama, para entrar en conversaciones tipo comunión, porque sí. Las mismas discusiones de política, las risas por las cosas de siempre, un asadito, un vino.

Uno sigue siempre listo para la belleza. La belleza opera como una sustracción inusitada, preciosa, ante la visión de lo Real, abominable, que la vejez ofrece. Uno sigue siendo sensible.

¿Todos nosotros? ¿Todos los que tuvimos la suerte de apreciar las infinitas manifestaciones de la belleza?

Amigos, ¿qué nos pasa cuando nos ponemos a exaltar, de viejos, las cosas que despreciamos a los 20 años? ¿Qué ha sido de nosotros cuando nos ponemos a pensar que los republicanos de España nos siguen conmoviendo, pero quizá porque están lejos de nosotros? ¿Cómo se han vuelto tan lábiles las convicciones que teníamos como para que hagamos referencia a tanta gente tan querida, que dio su vida por un mundo mejor y que recordamos ahora como idiotas útiles, como “perejiles”, con las mismas palabras que en la cana les escuchábamos decir a los idiotas y que le escuchamos llorar hace poco a Luciano Benjamín Menéndez? ¿Qué nos pasó que de jóvenes fuimos valientes, cantamos con Serrat, nos aprendimos de memoria las canciones de la guerra civil española, leímos Reportaje al pie del patíbulo, nos reímos con los poemas desafiantes de Roque Dalton, de Ferlinguetti, de Allen Ginsberg, y ahora tenemos el mismo lenguaje miserable de los dictadores?

Quizá algunos me dirán: “Crecimos. Hemos mirado hacia atrás y hemos visto nuestros errores”. ¿Cómo estar tan seguro de no estar equivocándonos ahora?

De jóvenes, nos dábamos el lujo de discutir todo a nuestros padres, a nuestros maestros, a nosotros mismos. Pero todo, todo. Mirábamos de frente, seguros de que el presente era de lucha y el futuro, nuestro. Y decíamos, proclamábamos, nuestras verdades. ¿Quién se apropió de nuestro futuro, qué es ahora?

Supongamos, dice mi amigo Jaime, que no sean ni siquiera 8 mil los desaparecidos. Supongamos que hayan sido 4 mil. Nadie duda de que las diferencias de cantidad puedan volverse, en algún momento, de calidad. Pero, en el caso de nuestra historia, ¿qué queda afectado por la diferencia numérica? Simplemente, la credibilidad de las Madres, de los organismos de Derechos Humanos. Como en cualquier tribunal del mundo, la puesta en duda de la consistencia moral del testigo incide negativamente sobre la credibilidad de su testimonio.

Supongamos, entonces, que las Madres mienten. Esto es grave, puesto que, dada la alta valoración que nuestra sociedad dice tener de las madres –desmentida, entre otras cosas, por las mujeres que se quedan sin trabajo por estar embarazadas o por los jueces y los católicos fundamentalistas que obligan a asumir la maternidad a una niña–, que una madre mienta la vuelve ruin y la llena de vileza. Así, supongamos que las Madres mienten. ¿En qué afecta esta impostura al rol histórico de guardianas de la dignidad que ellas ostentan? ¿Podemos mirar de frente a las Madres y asegurarles que no tienen ninguna credibilidad, porque los organismos de derechos humanos mienten al decir que los desaparecidos no son 30 mil, son apenas 8 mil? ¿Qué es esta moral de contadores de cuarta?

Hagamos la prueba. Digámosle de frente a una Madre: “Su hijo no ha muerto, usted está llorando a un idiota útil o un perejil que debe estar paseando por París”. Digo: las palabras son un muro que nos separa y nos relaciona de la realidad, pero el acto de hablar nos constituye en sujetos de la enunciación, y nos remite al primer enunciador, al lugar desde donde vienen las palabras que decimos. Y ese lugar, ese enunciador, en este caso, está en todos esos llorones que no comprenden que, cumplida su misión histórica de torturadores y asesinos, son descartados y van al muere. O sea: decirle a una Madre que miente es obsceno.

A la derecha le gustaría escribir la historia con el triunfo de la desgraciada teoría de los dos demonios. A propósito: historiadores con conocimientos seguros de sociología aceptan, en la teoría, que una sociedad conflictiva es más democrática que otra en donde el consenso se asimila a la pax romana. Pero en lo que a mirar de frente se trata, ¿qué le proponemos a los viejos dictadores? ¿“Hagamos un acuerdo: que no exista más conflicto entre la dictadura y la historia”? ¿“Finjamos que no existió una dictadura cuya crueldad no tuvo nada que envidiarle a los franceses en Argelia, a los fascistas en España, a los yanquis en Vietnam o en Irak”? ¿“Olvidemos”? ¿“Perdonemos”? ¿Qué acción de olvido restituirá a los 4 mil –8 mil, 30 mil, elija el número– secuestrados, torturados, desaparecidos, a sus vidas, a sus familias, a sus madres, a sus hijos, a su país? ¿Tanto se nos ha derretido la mente que comparamos a, supongamos, una organización que se pretende revolucionaria con el aparato de Estado más criminal y sistemático habido y por haber en nuestra América? Porque asesinaron obreros, abogados, científicos, periodistas, amas de casa, estudiantes universitarios y chicos del secundario, escritores, etc. Y de qué modo. Porque pegarle un tiro en la cabeza a otro es algo monstruoso, sin duda. Pero cortarle los pechos a una jovencita antes de tirarla al mar, abombada por las drogas, ¿no es de una perversidad abominable? ¿No es que es función del Estado castigar un crimen con un juicio y, eventualmente, la prisión? ¿Adónde nos ha llevado nuestra inconsistencia si creemos que podemos reconciliarnos con funcionaros públicos asesinos, que torturaron tan salvajemente que no podemos ni imaginar lo que significó ser enterrado vivo, ser picaneado delante de la pareja de uno, ser despojado de su hijo, ser violado en mitad de una fiesta atroz?

No me voy a referir a este asunto actual referido a quienes caen bajo la figura de crímenes de lesa humanidad –ya que en el Estatuto de Roma queda margen para la interpretación política, como ocurre con todas las leyes–, porque para mí es clarísimo: sirve, en este caso, para justificar la teoría de los dos demonios. Por otra parte, como lo dice Feinmann, en pocas palabras: “Los guerrilleros ya fueron juzgados. Los tiraron vivos al Río de la Plata. ¿Qué otro juicio piden?”.

Digo yo, si tan lejos quedamos del espíritu de nuestra juventud, ¿quiénes somos? Pero, más triste aún es otra pregunta: ¿quiénes fuimos? ¿Cómo afectan nuestras acciones actuales el significado de lo que fuimos? ¿Qué clase somos de traidores, de canallas, que ahora preferimos olvidar? Ahora, que somos intelectuales del sistema capitalista: que estamos aquí para decir lo que ellos piensan pero de forma más precisa –para eso somos cultos–, más artera –para eso somos sutiles–, más reaccionaria –para eso fuimos revolucionarios.

Amigos, contéstenme.

Publicado en Pausa #22, 10 de octubre de 2008.
Volver a Semanario Pausa
Ir a Pausa Opinión

viernes, 3 de octubre de 2008

El gran encierro

Una historia del sistema penitenciario moderno: de la “resocialización” a la “incapacidad selectiva”

Por Esteban Montenovi

Transitando el elenco de los medios de control social –formales o institucionalizados, es decir, aquellos localizados en instancias estatales– encontramos a la institución carcelaria como protagonista estelar.

La vida de la prisión posee una larga historia de crisis. Pero en las últimas décadas se produjo una transformación de la racionalidad que fundamentaba las ideas resocializadoras producidas por el despliegue del Estado de Bienestar de los países centrales, fundamentalmente Europa y Estados Unidos. Las orientaciones político criminales subsiguientes se desarrollaron bajo la lógica de “custodia” y de “máxima seguridad”, las que pasaron a ser las imágenes habituales del espectro con que se representa la privación de la libertad, dentro de los muros que esconden el dolor de miles de hombres. De esta manera se retornó a la función clásica inherente de “guarda del reo”, agotándose infinitamente las capacidades de almacenamiento como consecuencia de la inflación del sistema penal. Estas formas de encierro son, por otro lado, la expresión final de una política criminal presidida por lo que se ha dado en llamar “cultura de la emergencia”, caracterizada por la reducción del gasto público del sector y el deterioro consecuente de las condiciones de encarcelamiento, de la condición humana de los reclusos y de las garantías de sus derechos no afectados por la condición de condenados. Estas características se expandieron y se expanden por la mayoría de los países del mundo.

Es decir: se hace necesario indagar sobre las condiciones políticas, económicas, demográficas, sociales, culturales, que han hecho posible que la práctica del encarcelamiento haya sido aceptada en determinado período histórico, actualmente y para el futuro, como pieza fundamental del sistema penal, considerando también su importancia e influencia en la racionalidad misma que da sentido al encierro. Ensayaremos algunas aproximaciones.

En el contexto norteamericano surgieron diversas ideas. Dentro del pensamiento actuarial o la corriente de análisis económico del derecho, se dice que la prisión puede hallar su sentido en una “funcionalidad incapacitadora”. Esto es, la “custodia” de los detenidos, que resulta poder ser un fin en sí mismo. No obstante, el carácter “selectivo” de esa orientación segregadora obliga también a realizar una detenida reflexión sobre el segmento de infractores e infracciones que debe ser (o de hecho es) destinatario de esas sanciones con sesgo neutralizador (como consumidores de drogas, migrantes en Europa, autores de delitos contra la propiedad, personas con ideas distintas a los gobiernos de turno, religiosos que cargan la culpa del terrorismo; la clientela se amplía hasta los sectores socialmente más vulnerables).

Uno de los dispositivos más eficaces para garantizar la incapacidad selectiva del sistema penal, y de la pena de prisión en particular, consiste en incrementar los límites medios y máximos de cumplimiento de la privación de la libertad hacia el horizonte de su conversión en perpetua. Así, en febrero del 2000, la cifra de reclusos estadounidenses llegaba a dos millones, de un total de algo más de nueve millones mundiales: se trata de casi un cuarto de los presos del mundo. Alcanzando de este modo unos índices de encarcelamiento desconocidos en cualquier otro país del planeta, cinco años después las penitenciarías estadounidenses albergaban a 186.000 personas más. A esto se suma el relanzamiento de la pena de muerte (60 penados ejecutados en el 2005, más de mil desde su reinstauración en 1976).

En suma: la incapacitación no ha sido en absoluto selectiva; el proceso de extraordinario y sostenido crecimiento de la población penitenciaria puede interpretarse como un experimento de incapacitación absoluta y colectiva.

Desde la visión del pensador francés Michel Foucault, los sistemas punitivos, y más concretamente la prisión, formaron parte de una verdadera y peculiar economía política de cuerpos, que para el sistema capitalista industrial desarrollado durante la última parte del siglo XVII y primeros años del siglo XVIII, no se convierten en fuerzas útiles sino como cuerpos productivos y sometidos. En su trasfondo, el nacimiento de la prisión se justificó tanto en la necesidad de mantener un control estricto sobre gran parte de la sociedad, llevado por el miedo de la burguesía a los movimientos populares imperantes, como en la necesidad de proteger una riqueza que el desarrollo productivo ponía en manos del proletariado bajo las formas de materias primas, maquinarias, instrumentos de trabajo. De esta manera la burguesía se reservó a sí misma de los ilegalismos de derecho –bajo la forma de evasiones fiscales, fraudes, operaciones comerciales irregulares– persiguiendo y castigando sólo los ilegalismos de bienes –pequeños robos o hurtos– con penas privativas de la libertad. Precisamente sobre esta premisa, la burguesía no poseía la potestad para acabar con los ilegalismos imperantes sino sólo para controlarlos de manera de que cayeran determinados grupos bajo las redes de su sistema. El castigo carcelario no era un castigo sin más; su fin era la búsqueda de la reforma y reinserción del delincuente (proletario) para la defensa de la sociedad (bajo dominio burgués). Así la función manifiesta de la cárcel ha sido la universalización y homogeneización del castigo contra el “monstruo moral” que atentara contra la vigencia del contrato social y de los valores burgueses...

La cárcel ha resultado esencial para mantener la escala vertical de la sociedad, participando en la producción y mantenimiento de la desigualdad social, de una subordinación a la disciplina y de un control total del individuo. Entre otros, el Marqués de Sade escribió una recomendación donde proponía la eliminación de la pena de muerte, seguida de un proyecto sobre el empleo que debe hacerse de los criminales para conservarlos con utilidad para el Estado, fundamentalmente en la producción de mano de obra y defensa.

No obstante, como antes dijimos, contemporáneamente las orientaciones político criminales hegemónicas han logrado mantener una prisión que cada vez atiende menos a aquella lógica resocializadora. Ahora bien: el cuestionamiento a la resocialización y a la ideología de tratamiento pudo llegar a consolidarse sin que por ello la prisión viese tambalear su sostén teórico. No ha sido necesario reconstruir una nueva racionalidad que sustituya el pensamiento rehabilitador. Resultó suficiente admitir que la prisión, antaño como ahora, cumple una función de custodia, la cual pudo tornarse ser un fin en sí misma.

La cárcel argentina también encuentra su fundamento legal del encierro en las ideas “re”. Si existe una verdad evidente es que este fin no se cumple, pues si hay algo imposible es aprender a vivir en libertad sin gozar de ella: la esencia del encierro también está condenada al fracaso; respondemos a la exclusión con más exclusión, respondemos a la violencia con más violencia. La cárcel expulsa, segrega, incapacita ¿pero por qué?

En realidad, nunca resocializó, nunca cumplió aquella filosofía de aquel tiempo (y muy lejos estamos de poder volver a las condiciones materiales del Estado Benefactor como para intentar volver a fundamentar el fin de la Prisión en esa ideas resocializadora; más aun: difícil es volver a un lugar donde nunca se estuvo). Como si fuera poco, ni los territorios o países en los que más se emplea la prisión son aquellos con menores tasas de criminalidad, ni las etapas en las que el nivel de encarcelamiento crece de forma más acelerada son las que se ven seguidas por mayores descensos de la delincuencia. Esto demuestra que el aumento de las penas y del encierro han de descartarse como políticas a seguir en la lucha contra el delito.

La respuesta al delito en una sociedad de exclusión, desigualdad, desempleo, miseria, violencia, no podría ser la expansión del sistema penal, sobre todo si pensamos en una sociedad libre e inclusiva, con planteamientos serios de la distribución de la riqueza y de soluciones estructurales, donde se respeten las garantías constitucionales, los espacios de libertad sean cada vez mayores y no se restrinjan con la avanzada de políticas criminales que responden a voces populistas ancladas en un eco del sentido común: las de los responsables públicos que orientan su acción con la intención de conjurar los sentimientos de inseguridad colectivos, porque lo contrario les jugaría una mala pasada electoral. O sea: se hace necesario comenzar a redibujar una nueva hoja de ruta en materia criminal, pero necesariamente también social.

Publicado en Pausa #21, 3 de octubre de 2008.
Volver a Semanario Pausa
Ir a Pausa Opinión

Familia, amor y un adelanto

Por Juan Pascual

No es la única imagen que se mantiene viva desde el tiempo del ñaupa: amarillenta, deteriorada, con una esquina doblada y la otra rota, cuando se escucha la palabra “familia” suele emerger la foto del padre de saco y bigotitos, la madre con el delantal de cocinarylavarlosplatos, la niña con dos colitas y el pibe con los cortos (si quieren, un exceso: muñeca con pecas para la nena, pelota para el niño). Ya todos sabemos que esa forma de vida varió, y mucho, pero si pensamos en la normalidad, la foto retorna. Es que esa es nuestra familia normal, o familia de los normales.

Despejemos el tema con una didáctica caricatura. Entre las dos guerras mundiales, por primera vez la mujer fue masivamente convocada como trabajadora, en tanto los varones viajaban a los frentes de combate. Tras 1945, el reencuentro de esa pareja fue paralelo a una especie de gran alarido de reproducción, extendido hasta mediados de los '60 en los países con Estado de Bienestar: se trató del baby boom, un espectacular y sin precedentes crecimiento de la natalidad. Difícil es no vincular a los bebés de entonces con la posterior génesis y formación de una cultura juvenil –exterior al hogar y a las disciplinas pedagógicas para la niñez; cada vez más interior a las ofertas del mercado–, cuyos hitos comenzaron con el rock y la TV masiva, siguieron con las diferentes militancias políticas y devinieron hoy en las capacidades diferenciales de uso y adaptación a la innovación tecnológica. Llegadas a la adultez, las generaciones del boom vieron cómo el ajuste del Estado, la reestructuración de los mercados y el desempleo general fueron los resultados de la forma de gobierno nacida en Estados Unidos e Inglaterra, con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, bajo el nombre de neoliberalismo: papá ya no paraba más la olla y, además, tenía en casa e inactivos a sus padres y a sus hijos en edad de trabajar. Tras 1989 esa forma se derramó en todo el mundo.

Además de contener al sometimiento de la mujer y a la represión de la voz de los niños y jóvenes, la familia de los normales, la de la foto, es también una imagen occidental de vínculo hogareño ideal, trazada hace poco más de 200 años: en un período particular de la historia, de acuerdo a los fines específicos de ese momento y en pos de ser productiva para ese tiempo. Poco había de ella en épocas de coronas y vasallos, cuando la aristocracia bregaba por casamientos consanguíneos –modo de alianza para mantener el poder soberano de la realeza dentro del clan– y los plebeyos convivían en una especie de cúmulo extendido de cuerpos con confuso parentesco. (No hay que irse tan lejos en espacio y tiempo: el centenar de hijos de Urquiza dice mucho sobre qué significaba familia en nuestro siglo XIX).

Necesariamente urbana y nuclear, la familia normalizada es una tecnología política construida a fuerza de miles de campañas de higiene, de pudor, de buenas costumbres, de miles de libros de lectura infantiles, de miles de miradas religiosas incriminatorias, de miles de exámenes, castigos, sanciones, confesiones, vigilancias, adiestramientos. La legitimación de esa normalidad familiar radicó en la posición que se le asignó desde distintos discursos, tanto religiosos como científicos: fue entendida como la forma de vida más “sanamente natural”. Exactamente: lo que se entendiera como “natural” pasó a ser lo “normal”. En realidad, la construcción de esa familia fue un esfuerzo cultural, institucional y estatal, en los primeros siglos del capitalismo, en pos de poder ordenar la producción de una fuerza de trabajo –cuyas características, hoy ya claro está, son obsoletas–. En el camino, bajo el discurso de la naturaleza propia de la vida humana, se catalogó a la masturbación como fuente de toda perturbación mental, se entendió a la homosexualidad como perversión o enfermedad y se consideró a determinadas grupos sociales como degenerados o, sencillamente, no humanos.

Así, sin hablar del escozor religioso frente a la pastilla anticonceptiva, el sida, el movimiento de gays, lesbianas, travestis, transexuales, bisexuales y la explosión mediática de la pornografía (habitual y cotidiana: si gusta de emociones fuertes revise el “Historial” de la PC de su casa y desayúnese con la cuestión, si es que no notó que reunidos a la luz de la hoguera electrónica hoy el niño se descubre mayor con el baile del caño y el adulto se fantasea menor con las animadoras infantiles vedette), sólo con el relato antes hecho alcanza para entender algunas líneas que explican por qué la foto del comienzo está tan vieja.

Entonces, ¿se disuelve la familia? ¿Sufrirán los niños? ¿Peligra la salud mental de la población?

Recién en 1987 los matrimonios argentinos pudieron divorciarse. Antes, con la desaforada vehemencia que las caracteriza, todas las fuerzas reaccionarias repitieron excitadas las tres preguntas, respondiendo tres veces que sí. Hoy, frente a la unión civil, las mismas voces reiteran las mismas cuestiones, y otras renovadas. Más allá del error en las predicciones (o más acá: si por ese discurso fuera todavía careceríamos del elemental derecho vincular), la falla está en otro lugar.

El problema es creer que el amor se practica de una sola manera, cuando hay miles de formas de hacerlo. Creer que sólo una es válida es impugnar las otras, es tratar de domesticarlas, dominarlas, anularlas si es preciso: es usar la violencia para defender a la “buena, sana y natural” vida social. Y no es esa forma de amar, seca, amarga y sofocante, sino tantas otras –la de una madre, un padre, ambos, o cualquiera o cuantos sean quienes cumplan con ello– las que diariamente, con su fuerza, hacen feliz a los niños, los hacen crecer, les garantizan que su relación con el mundo no es la de la locura.

Esa es la potencia que, por ejemplo, hizo que una mujer soltera de los 70 caminase, en el fin del verano, con la panza hinchada y con la alegría en todo el cuerpo, así fuere bajo la recriminación de los (más cercanos o lejanos) murmullos de la a veces aburrida y conservadora Santa Fe. Esa alegría es la que me hizo ser.

Feliz día, má (por adelantado).

Publicado en Pausa #21, 3 de octubre de 2008.
Volver a Semanario Pausa
Ir a Pausa Opinión
Ir a Nota relacionada: Ley para todos.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Tres miradas sobre la crisis internacional

Por Juan Pascual

Economistas de diferentes cátedras de la UNL ofrecen sus perspectivas sobre la crisis financiera: cuáles son sus causas, cómo puede impactar a nivel local y qué sucederá de aquí en más con el discurso tantos años repetido.

El rescate estatal de la crisis bancaria e hipotecaria –es decir: la socialización de las deudas privadas– puso en relieve a nivel mundial el carácter profundamente político de las relaciones de mercado: fue objeto de una propuesta ejecutiva de Estado y el centro del debate legislativo estadounidense. Prácticamente un millón de millones de dólares de los contribuyentes norteamericanos (algo así como 10 veces nuestra deuda externa o entre 4 y 5 veces todo lo que todos los argentinos produjimos en todo el 2007) serán aspirados por el agujero negro financiero, sin contar los aportes que también realizan una serie de Estados centrales, que van desde Japón a Canadá, y sin tener asegurada otra cuestión: nadie puede prever si no continuará la caída encadenada de los torpes gigantes financieros.

Al menos desde 1989, a nivel global una serie de enunciados dominaron la escena general del discurso económico, tanto el apuntado a la gran audiencia como el del cenáculo político, tanto el cotidiano como el de la reflexión académica, sea por adhesión u oposición. La ineluctable fuerza de los hechos históricos, pesada como cada trozo de cemento del Muro de Berlín, impulsó ese texto, fondo de legitimación de una economía global signada por el desarrollo de nuevas y complejísimas herramientas financieras y el mando diferencial y dinámico de unas pocas empresas de capital tecnológico.

Pero así como muchos deudores hipotecarios norteamericanos volvieron llamas a sus hogares, que no podían pagar ya desde antes de firmar las hipotecas basura, esos enunciados, en su juego de delimitar qué cosa dicha puede llegar a ser verosímil o no, hoy también se vuelven ceniza. (No obstante, eso no quita que haya que evocar una cuestión elemental: hace mucho tiempo que el discurso neoliberal vive, muy dentro está de nuestro cuerpo y de nuestras prácticas políticas y, además, demasiadas veces ya incumplió con sus deberes y sus promesas, no ya sin mayores apremios o vergüenzas: sin siquiera inmutarse al hacerlo. La triple jugarreta de Cavallo –la estatización de las deudas de varias empresas “amigas” de la dictadura, primero, el corralito, como modo de sostener un sistema bancario y financiero putrefacto de Convertibilidad con los ahorros de la clases no altas, después– quizá sirva de doloroso recordatorio de lo presente y de la peculiar semántica del verbo oficial “desendeudar”).

En busca de reactivar la discusión, de conocer cuáles son las posiciones de quienes en Santa Fe se dedican a pensar la economía y de, antes que nada, tratar de entender un poco mejor este vértigo, enviamos tres preguntas a X profesores de la Facultad de Ciencias Económicas de la UNL, que nos ayudan con su mirada.

a) ¿Cuáles son las causas centrales de esta crisis? ¿Qué datos básicos puede seguir alguien no muy entendido en economía para poder entenderla y poder seguir su evolución?
b) ¿Qué efectos actuales y potenciales puede producir esta situación en nuestro país y en nuestra provincia?
c) ¿En qué condiciones de legitimación queda el discurso de libre mercado y neoliberal frente a la masiva intervención de los Estados centrales?


NÉSTOR PERTICARARI, Jefe del Departamento de Economía. Profesor de Introducción a la Economía, de Historia del Pensamiento Económico y de Macroeconomía Superior.
a) Si bien se presenta como el estallido de la denominada “burbuja inmobiliaria”, que se va gestando en Estados Unidos a partir de 2001 con la disminución a niveles inéditos de la tasa de interés y el cambio de regulaciones en materia de posibilidades de acceso al crédito hipotecario, y su posterior apalancamiento y transformación en otros instrumentos financieros (básicamente bonos con garantía en esas hipotecas), a mi juicio el origen hay que buscarlo bastante más atrás. Concretamente, en las reformas fiscales y la desregulación al sistema financiero que se producen en la época de Reagan (en los ‘80), que generaron una gran masa de recursos cuyo destino fue la especulación. A ello se sumó la creación de nuevos instrumentos financieros originados en esa desregulación, lo que posibilitó en gran medida el aventurerismo financiero y el fuerte desarrollo de un sector especulativo, que luego experimentaría otras crisis en épocas cercanas (quiebra de Long Therms, la crisis de las punto com, etcétera)

b) Es muy escasamente probable la transmisión a nuestro país de la crisis en la forma en que se observa en los Estados Unidos, sobre todo debido al prácticamente nulo desarrollo, en nuestro país, de un sistema financiero con esas características. Por lo tanto, descartaría corridas bancarias y otros instrumentos de poco grato recuerdo para nosotros (corralito, corralón). Pero eso no quiere decir que no pueda alcanzarnos de otra manera. Concretamente, si se produce una recesión en la actividad económica de los países centrales afecta a nuestra demanda externa con caídas de precios de venta de nuestros productos exportables, lo que afecta a su vez a los superávits comercial y fiscal, bases del actual modelo de crecimiento.

Sin embargo, todavía es demasiado pronto para realizar pronósticos en ese sentido, ya que aún se observa una volatilidad muy alta en precios de productos de alta transabilidad internacional. Valen las mismas consideraciones para nuestra provincia, ya que tiene instalado el polo exportador de derivados de la soja más grande del mundo.

c) Es obvio que el fundamentalismo de mercado –que propugnaron los implementadores y los beneficiarios de los procesos de desregulación del sistema financiero– quedó totalmente fuera de lugar, ya que los costos del salvataje son inmensos. En el caso de Estados Unidos, aparentemente irá sobre la espalda de los contribuyentes, y encima de la clase media, ya que los ricos siempre tienen reformas impositivas a su favor en las administraciones republicanas (Reagan, Bush y Bush). Si bien no se espera una revolución teórica en la economía, al estilo de la que planteó John Maynard Keynes en la década del ‘30, en estas circunstancias el paradigma de desregulación y mercados “sabios” asignando el riesgo quedó herido de muerte. Estos son casos claros de asimetría de información entre los participantes en estos mercados. Se impone en esas situaciones una vuelta a las tradicionales medidas de regulación de los mercados financieros, camino que aparentemente ha comenzado a recorrerse con la desaparición, por absorción o quiebra, de los principales bancos de inversión.

ALBERTO PAPINI. Profesor de Desarrollo Económico.
a) Para entender estos casos debe recordarse que la demanda de dinero reconoce en la teoría económica tres motivos: transacción, especulación y precaución.

Si todo el dinero se destinase al mercado de transacciones y no existiera capacidad de acumulación por parte de ningún agente, estos desequilibrios no se producirían. Pero el capitalismo no funciona así, y menos en la actual etapa. Hoy existen enormes masas acumuladas en los mercados especulativos, produciendo continuos desequilibrios al ir del mercado inmobiliario al petróleo o a los cereales, alterando los precios en forma constante.

En este caso específico (que es uno más dentro de las crisis financieras recientes: sudeste asiático, tequila, vodka, etcétera) hay una clara irresponsabilidad de las autoridades monetarias y bancarias en el inducir préstamos en base a un valor inmobiliario “inflado” por la especulación financiera, los que, además, contaban con alto riesgo de incobrabilidad.

Eso es una burbuja que implota y que sólo se mantiene con la inyección de dinero por parte de organismos públicos, que salen a rescatar la irresponsabilidad de los gurúes del mundo financiero especulativo.

b) El efecto dependerá del grado en que esta crisis afecte al resto del sistema bancario. Si la intervención pública logra que no se expanda al resto del sistema bancario, será una crisis más y pasará. Si se expande al resto, y luego al mercado real internacional (más allá de lo que suceda en Estados Unidos), sus efectos pueden ser perjudiciales al disminuir la demanda internacional y disminuir la fase actual de crecimiento. Aunque no se puede hacer futurología, sólo digo debemos estar atentos y tomar las medidas oportunas, manteniendo en el país un adecuado manejo de las cuentas fiscales y del sector externo, regulando lo que sea necesario regular.

c) El neoliberalismo no se cuestiona su legitimidad porque la ética está ausente en el planteamiento neoliberal, cuestión que sí era importante el pensamiento clásico.

El discurso mediático seguramente tratará de personalizar el error y de decir que tal o cual funcionario fue el culpable, y no se preguntará otra cosa. Aunque esto demuestre que sin la intervención pública el sistema no se mantiene, ese discurso dirá que las malas intervenciones públicas fueron el problema. Por otra parte, el tema no sólo es quién lo dice y qué dice, sino quién lo lea.

FRANCISO SOBRERO. Profesor de Evaluación de proyectos.
a) Si bien el antecedente lejano del escenario actual es la declaración de inconvertibilidad del dólar (10 de agosto de1971) y su devaluación del 10% frente al oro, las condiciones de esta “enorme burbuja” especulativa se generan a fines de los ‘70 con el inicio de la desregulación extrema del movimiento internacional de capitales y la persistente retirada de los Estados nacionales de sus funciones de conducción de política macroeconómica y de control de variables relevantes.

Paralelamente, en el mundo de la economía real, se profundizó el predominio hegemónico del capital financiero sobre otras formas del capital (el industrial, por caso).

El primer peligro de este cambio es la presencia de enormes masas de capital líquido, concentradas en cada vez menos operadores, en condiciones de violentar la estabilidad relativa de mercados diversos, ya sean países, comoditties, o competidores. Esta desregulación, sumada al fenómeno de globalización de las tecnologías de la información y comunicación, transformó las antiguas especulaciones locales en un fenómeno global (en 1992, Soros especuló contra la libra y la derrumbó, ganando la friolera de 9.000 millones. El Long Term Capital Management, con dos premios Nobel de Economía en su directorio –Myron Scholes y Robert C. Merton–, promovió arbitrajes entre bonos y distribuyó dividendos 10 veces superiores a las “ganancias capitalistas normales”, durante 3 años, hasta que se derrumbó. El petróleo cuadruplicó su valor en 18 meses. Luego la soja... y así).

Las luces amarillas sobre la crisis se ven desde hace dos décadas (caída de las sociedades de ahorro y préstamo en Estados Unidos en los 80, derrumbe del LCTM en el 98, colapso de las empresas de la “nueva economía” en los 90). Todo ello en el marco de crisis que hicieron estallar países que siguieron las recetas (Thailandia, Turquía, Rusia, Argentina). Hoy, cinco naves insignia del capitalismo global hacen agua. Tres grandes compañías (Bearn Stearns, Merril Lynch y Lehman Brothers), a la lona. Las dos restantes (Morgan Stanley y Goldman Sachs) a punto de caer si no se socializan sus pérdidas. Es decir, si Bush no las pone “sobre las espaldas de los plomeros y los carpinteros Norteamericanos” (y también sobre otros pobres del resto del mundo).

b) Habrá consecuencias para la Argentina y para la provincia, pero no son ineluctables. Depende de lo que se haga en el pago chico, en el país y también del rumbo que se adopte afuera. Nuestra posición frente a la crisis es de gran fortaleza. Todo lo que la satrapía denominó “problemas argentinos” hoy son fortalezas, capacidades y una oportunidad para resistir la crisis. Más que nunca el escenario internacional permite –y reclama– continuar el desarrollo fortaleciendo el mercado interno, el empleo, la distribución del ingreso y la integración regional. Esto depende de la gestión de gobierno, de su lucidez estratégica y de la capacidad de resistir la mediocridad de miras del poder económico, que está obnubilado por su estrechez ideológica y su incapacidad de pensar el largo plazo.

c) Las instituciones financieras están abarrotadas de “economistas”, financistas, arbitristas, analistas y toda una fauna variopinta de explicadores de crisis… ajenas, como la de Argentina. Hace apenas una semana uno de estos cagatintas agredió las decisiones de política económica local con motivo de la cancelación de la deuda con el Club de París (calificó al país como “defaulteador serial” y otras lindezas por el estilo). Nada de lo sucedido inhibe a nuestro coro de repetidores y alcahuetes de reproducir a pie juntillas las sabias recomendaciones de los “analistas internacionales”. Ya aburre por repetitivo el sonsonete ideologizado. El verdadero problema argentino no está en el Papa sino en los papistas. Este conglomerado de Académicos Vulgares, de divulgadores a sueldo, de medios monopólicos, parece inmune a la realidad. Peor aún, están sus repetidores de segundo orden, que padecemos en estos lares.

Está en deuda la Academia, con debate escaso. Están en deuda los medios de prensa, que dan status de ciencia a las opiniones de los sátrapas financieros. Está en deuda el gobierno, con mora en generar medios plurales de comunicación...

Llevará un buen tiempo poner las explicaciones sobre sus pies. No obstante, no todo está perdido. En el fondo se escuchan murmullos, ruidos a veces. Parece haber comenzado un incipiente clima de debate, débil, desorientado, pero debate al fin. Es signo de vida.

Publicado en Pausa #20, 26 de setiembre de 2008.

Volver a Semanario Pausa
Ir a Pausa Opinión