viernes, 19 de septiembre de 2008

Toda empresa es política

Por Juan Pascual

La oficina del Organismo Nacional de Administración de Bienes (Onabe) en Santa Fe estaba ubicada sobre la calle Santiago del Estero, cerca de avenida Rivadavia. El Onabe es la entidad del Estado nacional encargada de la administración y resguardo de los bienes públicos que no están afectados directamente a las actividades del Estado. Por ejemplo, todos los bienes del complejo ferroviario, concesionados a diversas empresas privadas. En 1998, cerca de siete años después de iniciadas las privatizaciones, la Sindicatura General de la Nación (Sigen) tasó esos bienes en un total de 30 mil millones de dólares. O sea, en ese momento el valor total de los predios del ferrocarril –en donde, entre muchas otras cosas, hay rieles, durmientes, vagones (de pasajeros y de carga), casas, estaciones de muy diverso tamaño, locomotoras, señales, barreras de paso a nivel, herramientas, insumos en los depósitos, depósitos, tierra libre y ocupada, escritorios, cocinas, camas, inodoros y hasta (y sobre todo) relojes– era prácticamente equivalente a la cuarta parte del total de la deuda externa.

La zona bajo el control de la agencia local del Onabe comprendía, también, parte de Chaco, Santiago del Estero, Misiones y Formosa. Cuatro años después de la valuación realizada por la Sigen. la oficina de Santiago del Estero tenía un empleado solo (que hacía las veces de su propio jefe), y sólo un vehículo: una camioneta. La camioneta estaba fundida. Y la última recorrida general de inspección por toda la jurisdicción se había hecho en 1997.

La historia de la destrucción del sistema ferroviario ofrece varias escenas para la narración de los últimos veinte años. Entre ellas está la reciente quema de vagones de la línea Sarmiento, en reacción al deplorable servicio.

Otras dos surgen de una primera selección: la repetida y falaz mención del “millón de pesos diario” que le costaban los trenes al Estado y el ahorcamiento de la protesta de los trabajadores con el “ramal que para, ramal que cierra”; dos enunciados centrales dentro del proceso de privatizaciones de las empresas del Estado. Proceso cuyas bases se trazaron entre 1989 y 1999 y que, con las diversas renegociaciones de contratos, continúan hoy (exceptuando las estatizaciones del Correo y de Aerolíneas, ambas causadas más por dos volantazos coyunturales –la disputa con el macrismo; la reacción posterior al conflicto por la renta agraria– que por un plan organizado). Proceso que entregó al sector privado el control estratégico del Estado sobre actividades que funcionan como reguladores generales de la economía. Actividades que, fuera de las ya mencionadas, comprenden a YPF, la mayor parte de las áreas centrales y secundarias de explotación de hidrocarburos, la siderurgia y la petroquímica, la generación, transmisión y distribución de la electricidad, el transporte y distri­bución del gas, lo más importante de la red vial, el dragado y balizamiento de la hidrovía del Paraná, los aeropuertos, la telefonía, el espacio radioeléctrico (Gabón y Burkina Fasso son los otros dos países que obran en el mismo sentido), los puertos principales, gran parte del agua y las cloacas, diversas plantas de fabricaciones militares, diversos bancos provinciales…

Pasado en limpio: el problema fue planteado como un cruce entre la variable de costos (primer enunciado) y la de eficiencia (segundo enunciado). La empresa del Estado, se argumentaba, era cara e ineficaz. No hay aquí ninguna sagacidad: en 1991 Carlos Menem, en su mensaje de apertura de las sesiones legislativas, indicó con precisión que “Con las privatizaciones –que deberán perfeccionarse en su instrumentación, también gracias a la clara participación de vuestra honorabilidad–, apuntamos a eliminar los fabulosos déficit fiscales, surgidos de un sector público que asignaba mal sus recursos y que alimentaba estallidos inflacionarios”. Sin embargo, para desarmar el discurso privatizador –problema político elemental, en vista del evidente, sonoro y estructural fracaso de la gestión privada, bajo control estatal, de las empresas públicas– no alcanza con replantear el criterio de medición sobre esos costos y esa eficiencia.

No es tan preciso entender, por ejemplo, que en un camión viajan dos personas, como en la locomotora, pero que la cantidad de acoplados se multiplica por 25 o que, en igual sentido, un tren puede llegar a transportar 1000 pasajeros, igual que 25 colectivos. Que el tendido de una línea férrea ocupa una franja de terreno de 20 metros de ancho, siete veces menos que una autopista. O que una vaca transportada en el ferrocarril tiene el 10% del desbaste, la pérdida de kilos del animal en el transporte por el shock y el stress, en relación al traslado por ruta (por día eso suma toneladas). Ni que el transporte de la tonelada de cereal cuesta, desde el norte de la provincia al sistema de puertos de Rosario, aproximadamente un 50% menos por tren que por camión. Tampoco es necesario medir lo que implicaría en costos el aligeramiento del volumen del parque automotor, tanto en lo referente al mantenimiento de caminos como de vidas humanas. Ni es suficiente recordar el históricamente superlativo gasto que actualmente le supone al Estado subsidiar a las empresas concesionarias del ferrocarril. Decir que tienen la ganancia asegurada es poco: en 2007 el 75% de sus ingresos totales provinieron de fondos públicos.

Todas estas cuestiones son, acaso, secundarias. Números aproximados: tras más de quince años de privatizaciones se despidieron 81.100 trabajadores ferroviarios: de 98.100 pasaron a 17.000. En cada empresa privatizada la reducción de personal fue regla. Algunas, en el movimiento, incorporaron tecnología, otras –como en el caso de ENTel– tomaron provecho de sospechosas actualizaciones de último momento, la mayoría se dedicó al estancamiento y el desguace. De cualquier manera, la variable final del ajuste en pos del incremento de la productividad (allí el problema de los costos y la eficiencia) recayó sobre el trabajo. El silencio indiferente, no sólo sindical sino general, que acompañó a esa sangría de humanos posee una magnitud proporcional a la furia incendiaria de quienes viajan peor que el ganado. (Es lógico: el reverso del vacío de la palabra política suele ser la acción espasmódica de la turba iracunda).

El punto no es tanto cómo las empresas privatizadas pueden funcionar mejor, sino cuál es el escenario que supuestamente vinieron a superar y al cual jamás, bajo ningún otro sentido y de ninguna nueva forma, se debería volver. Allí está el sostén del discurso privatizador: en la amenaza que vendría a anular.

El resultado negativo del cruce de las variables de costos y eficacia se superpuso sobre una suerte de único agente causal –el Estado (como institución en sí misma) y sus trabajadores–. Tal superposición todavía posee una legitimidad inexpugnable.

Es desde este lugar que se considera que inevitablemente una empresa privada, por su naturaleza, va a gestionar mejor que el Estado. Paralelamente, no habría modo ni manera de que desde lo público se pueda administrar acertadamente nada. Así, el mando estratégico del Estado sobre la economía –hasta sobre la defensa nacional– se restringe al mantenimiento de los entes de control (por lo general parecidos al mencionado al comienzo), bajo la estúpida creencia suplementaria de que la mejor forma de controlar no es el gestionar propiamente dicho. Dicho de otro modo: no se trataba tanto de privatizar el Estado (sede estructural de intereses corporativos, sectoriales y de clase) como de quitar cualquier rastro o implicancia de lo público en el mercado (excepto en el mantenimiento de amistosas prebendas y abultados subsidios). Esto alcanzó tanto a la competencia de las empresas como, quizás, a la competencia electoral: el sistema de partidos políticos.

La recuperación del mando económico en términos de una gestión eficiente requiere superar la creencia de que los movimientos del mercado no se corresponden con decisiones políticas. Requiere recordar que todo hecho económico es también hecho político. Y, por tanto, requiere imaginar que una vía de reformular el mercado sea, justamente, politizarlo de otro modo. Un modo que anude en un cuerpo la gestión y el trabajo, con el hilo rojo de historia que enlaza a los desocupados de ayer con las empobrecidas reses humanas de hoy.

Publicado en Pausa #19, viernes 19 de setiembre de 2008

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1 comentario:

Unknown dijo...

Cuando tenía apenas 10 años, tuve la oportunidad de acompañar a mi padre, que hacía pocos años había iniciado su actividad como industrial, en un viaje donde después de recorrer el cordón industrial del litoral santafesino, terminamos en los talleres de Laguna Paiva. La impresión que me causaron las enormes máquinas y la actividad que había todavía me acompañan. Unos años después, conocí varios talleres ferroviarios de Córdoba y Buenos Aires. Aquí, en nuestro país, se fabricaban locomotoras, vagones, rieles, sistemas de señales, lo que implicaba trabajo para posiblemente mas del doble de las personas que empleaba el ferrocarril. Todo eso ha desaparecido, junto con buena parte de la industria argentina, como consecuencia de las políticas neoliberales que obstinadamente olvidan que la principal función de la economía es lograr que la gente viva bien.