viernes, 27 de marzo de 2009

Reconocimiento y paradoja

El reclamo sojero toma formas cada vez más explícitas frente a la débil potencia de un Estado demolido.

Por Juan Pascual

Pasaron nada más que dos años. El 9 de marzo de 2007, tras una serie de negociaciones realizadas por el ministro de Planificación, Julio De Vido, se firmaron en Olivos varios convenios comerciales con Venezuela. Uno de los principales acuerdos, largamente trabajado, implicó el compromiso de aumentar la producción (y la superficie cultivada) de soja en el país presidido por Hugo Chávez, además de realizar transferencias tecnológicas por aproximadamente 400 millones de dólares. El operador económico crucial, Gustavo Grobocopatel, fue parte de las comitivas de sucesivos viajes oficiales previos a las firmas. Los Grobo, su empresa agrofinanciera especializada en soja, siembra en casi todo el Mercosur. Pocos meses después, en octubre de 2007, Cristina Fernández triunfaría en las elecciones presidenciales. Uno de sus apoyos electorales de mayor contundencia tuvo como sede los departamentos de Entre Ríos, Córdoba y Santa Fe más directamente vinculados al agro, antes que las ciudades más pobladas (el dato está disponible en el Blog de Andy Tow, cuyo link está también en el Blogroll). Ambos extremos imaginarios ya caminaban en alegre yunta de intereses, previamente al inicio de los piquetes de 2008.

Un Estado reducido a su función de ordenador del control y la asistencia, constreñido a la sola regulación económica y a la (siempre tardía) acción social, es uno de los resultados de la transformación neoliberal cuajada en los 90. Las privatizaciones constituyeron el medio para terminar de demoler la capacidad de mando del Estado sobre la actividad económica. Los estrechos límites intrínsecos de los entes de control –claudicantes ante las empresas prestadoras, torpes y lentos frente a la flexibilidad de la producción privada– son paralelos al alejamiento estructural de lo público respecto de la actividad productiva. Es que no hay mejor modo de regular una actividad que haciéndola; esa es la diferencia, hasta en la idoneidad técnica, entre Ferrocarriles Argentinos y el Onabe, por ejemplo.

Así, el ejercicio del gobierno dentro de esa forma de Estado consiste en producir el mejor tipo de entorno para el desarrollo de las fuerzas del mercado. En un marco de descomposición productiva, el tipo de cambio 3 a 1, de alta competitividad exterior, fue el eje con el que Duhalde creó ese ambiente necesario para la gobernabilidad política y económica dentro de esa forma de Estado. También estuvo allí la explícita transferencia de recursos que fue la pesificación asimétrica. Y, específicamente en lo que refiere a lo rural, se otorgaron las extendidas y muy amables refinanciaciones de las deudas con el Banco Nación, que no poco implicaron: casi 60 mil productores pudieron regularizar un rojo total de más de 3.000 millones de pesos.

El aumento de la renta agropecuaria en manos de los productores rurales tuvo claros efectos reactivadores –generales– en el territorio donde el tejido de las industrias ralea. No se trata de observar que en las cuentas nacionales sean las manufacturas de origen industrial las que proveen los mejores números; ésta es una indicación del orden de la geografía económica, política y electoral. El interior al que remiten permanentemente los ruralistas es ese lugar donde existen o la industria y los servicios que dependen de la tierra –Armstrong y Las Parejas son los dos nombres hoy en boga– o la industria que es muy poca y tecnológicamente corta –casi cualquier capital provincial–, mucho empleo público, una actividad comercial endogámica y una feroz dependencia de la liquidez de los chacareros. Con creciente tono amenazador, esa dependencia fue varias veces explicada, muchas con sincera posición didáctica y prolongadas enumeraciones, por Alfredo De Ángeli. Para este interior, cuya historia refleja ese cuadro, cada sequía grande, con sus políticas paliativas, es un hecho importante. Lo mismo sucede con la postergación –consciente y dañina– de la venta del grano ensilado.

Los más claros ejemplos de esa reactivación fueron la inversión en maquinaria agrícola y, sobre todo, en renta inmobiliaria. Simbólica y socialmente, además, el sector rural se constituyó como el –públicamente asumido desde el último acto en Leones– consumidor top de fierros: donde estuvo la rústica F-100 hoy está esa cápsula llamada Toyota Hilux. Reconversión tecnológica hacia los organismos genéticamente modificados –crecimiento del porcentaje relativo de territorio sembrado de soja, aumento de la escala productiva y concentración de la propiedad, multiplicación del precio por hectárea, reproducción ampliada del arrendatario (es decir: desplazamiento de otros productos y productores por la menor competitividad) y ajuste al mando de Monsanto–, transformación vertical del paisaje urbano –y extensión de la organización rentística de la producción– y explosión de una nueva tipología de look corporal son los términos paralelos.

En 2008, la efectividad del modelo iniciado en 2002 (y de sus alianzas) mostró su límite inherente con el brutal aumento especulativo de los precios agropecuarios (los cuales, no obstante, poseen una perspectiva a largo plazo de demanda (muy) sostenida, al menos hasta lo que el planeta aguante). No fue la posibilidad de terminar con ese proceso ascendente lo que determinó la primera batalla rural: fue la apropiación de la renta extraordinaria. Por eso el único punto de importancia demostró ser, al comienzo, durante y actualmente, pura y esencialmente la soja. Y del proceso y resultado de esa batalla surgió la discusión por la potencia de mando. Fue entonces cuando se mostraron, en su raquítica desnudez, los límites de la forma de Estado actual: sólo puede quedar en el plano de la regulación, mientras que la dirigencia rural (fue reconociendo que) posee una posición privilegiada para perpetuar y endurecer las protestas y, al mismo tiempo, los logros de sus negociaciones. La disputa por esa posición no es (únicamente) simbólica o ideológica. No se trata (sólo) de una cuestión de discurso. Se trata de una cuestión del orden del gobierno del Estado: de posicionarse dentro de los límites de la regulación y la asistencia o bien de abrirse a un Estado con funciones productivas dentro del mercado, como en el caso de la política previsional.

Desde este punto se comprende que una astucia del orden de la política institucional federal, la coparticipación de parte de las retenciones a la soja –más allá de que fuera un pedido repetido durante los más de 100 días de piquete– como modo de derramar su necesidad y utilidad en los complicados ejecutivos más pequeños, esté trocando fácilmente en una nueva justificación para pedir la suba del precio de la oleaginosa: “Nosotros las coparticiparíamos mejor”. Anteriormente, las 17 modificaciones al texto original de la Resolución 125, la legislación de arrendamientos, la suspensión de las retenciones móviles, la emergencia agropecuaria o el muy vasto pack de medidas surgidas de los encuentros recientes constituyeron una serie de caricias. En el medio, los ataques institucionales que supusieron la estatización de las cartas de porte, los encuentros entre Guillermo Moreno y grupos de chacareros, la publicación de las negociaciones secretas con la Sociedad Rural o las torpes dilaciones respecto de las promesas para con los tamberos. Ninguna de estas tres variantes permite correr al gobierno de su posición expectante, combatiendo en la palabra –desde el comienzo monopolizada por unas pocas y completamente interesadas cadenas de información– con un sector con el que finalmente no puede no sentarse a negociar. En ello no sólo le va su política de subsidio al mercado interno (vía desacople de precios internos y externos): se decide la gobernabilidad territorial y la recaudación fiscal. Y de allí que nada garantice, entre los vaivenes de una mayor o menor legitimación mediática o “social”, que los reclamos ruralistas no prosigan. En 2008 demostraron que, en tanto son los productores concretos, las fuerzas del mercado, pueden decidir cuándo el conflicto termina o empieza. En 2009 exhiben con sencillez qué es lo que es “el campo” dentro de la producción rural: el desarrollo descontrolado de la soja avanzando sobre cualquier otro tipo de actividad rural, fuera del imposible escenario de un subsidio que iguale la rentabilidad. Incluso, las patronales sumaron un pedido de mayor flexibilidad en las condiciones de empleo rural; reclamo macabro frente a todos los datos de pauperización laboral y sanitaria de los peones.

Las decisiones necesarias para disolver la paradojal posición del gobierno (volviendo fructífero al conflicto por medio de la transformación de su eje), su paso a una intervención productiva superadora del control regulador asistencial –sea por la fabricación de insumos, como se anunció en Brasil, por la ejecución directa de actividad agrícola para la seguridad alimentaria o por la participación como agente de peso en el comercio exterior– implicaría un nuevo cambio de fundamentos en las relaciones del Estado y el mercado. Mientras tanto, los ruralistas han reconocido que ya son capaces de modificar en su favor las relaciones que permitieron y ampararon su transfigurado renacimiento (en otro cuerpo, de muy otra forma respecto de aquellos que fueron los quebrantados de los 90). Es más: día a día la expresión de su posición es más desembozada, lo cual no deja de producir cierto rechazo y renuencia inéditos. La discusión presente no consiste (solamente) en la rentabilidad de un sector; consiste, cada vez con mayor claridad, en cómo su fuerza (por las vías que considere necesarias) avanza hacia una reestructuración legal que se ajuste ceñidamente a su posición social y económica de hecho: el patronazgo del pueblito.

Publicado en Pausa #33, 27 de marzo de 2009
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