viernes, 27 de junio de 2008

Exiliados del mundo

Por Juan Pascual
Mi amiga nació en el exilio. Hoy ella y mi amigo, su marido, viven en él.
A diferencia de quienes, antes y después del golpe de Estado del '76, se fueron del país perseguidos por la tortura y la muerte, hubo una generación que, tras 25 años, se fue desgranando por los pontones de embarque de Ezeiza. Los que nacimos en la década del '70 necesitamos mucho más que las dos manos para contabilizar a todos los pares de edad emigrados entre 2000 y 2005, inicio y fin de la escalada de ausencias y despedidas. Los primeros se fueron con lo puesto; recuerdo cómo ya sutilmente olían el derrumbe. Los segundos comieron angustia junto a los demás, mientras minuciosamente soñaron con un viaje que, finalmente, llegó.
En Milán o en Santa Fe, una joven generación experimentó un exilio económico silencioso.
El exilio es uno de los pocos fenómenos que cumple estrictamente con dos requisitos típicos: realmente tiene dos caras demarcadas con un abismo que las separa. El lenguaje de esas distancias tan diferentes entre sí se compendia en esa relación: la cara de quienes se quedan y la de quienes se van, la distancia que vive el que se queda, que no es la misma que la que vive el que se va. (Pepe y Mabel, los padres de mi amiga, conocen ambas experiencias: ser un exiliado político en los '70, con la beba a cuestas; verse en la hija mujer, tan lejana, concretando lo que aquí se negaba).
No obstante, hasta la recesión de fines de los '90, y en general, nuestras siempre benditas clases medias desconocían la naturaleza y las formas de este tipo de movimiento, que se acelera cada vez más a nivel mundial. Nunca Argentina les había sido un lugar asfixiante por el sólo hecho de estar.
Hay quienes, por su parte, desde hace mucho que conocen el exilio de otras maneras: se van bien cerquita, en colectivo nomás, sin el dinero para el pasaje de avión. A esos, las clases medias y altas los llaman negros de mierda. Son los trabajadores rurales, los peones que vienen del campo a la ciudad, o los habitantes de países limítrofes, de los que nada sabemos: ni siquiera de qué están huyendo (véase Pausa #4). No importa, son bolitas. Del mismo modo, los jóvenes llegados a Europa pasaron a ser, como mínimo, sudacas. Un sudaca no puede opinar, asociarse o trabajar libremente. En tanto que sudacas, acceder a cualquier derecho es un horizonte de felicidad y promisión. Un horizonte muy distante, difícil de alcanzar.
Los listados de derechos generales casi conforman un género discursivo. Dentro de ese género tenemos textos para los niños, las mujeres, los jóvenes, las personas con capacidades diferentes, etcétera. Hay un texto superior en este género, la Resolución 217 A (III) del 10 de diciembre de 1948, producida por la Asamblea General de las Naciones Unidas, conocida como Declaración Universal de los Derechos Humanos, y hay un texto fundacional de 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Este último es el fruto de la revolución francesa, el primero es el resultado de Auschwitz y las guerras mundiales. Más allá de la línea que pueda trazarse entre la génesis y la cúspide, lo importante es notar cómo la vida humana, la pura vida humana, por ser tal, por ser vida en sí, conlleva una serie de derechos. Por nacer somos inscriptos como sujeto de derechos, por nacer se nos inserta en un orden de legalidad. Sin embargo, al mismo tiempo, por nacer somos parte de una nación. Nacimiento y nación son términos indisociables.
El sujeto de derechos universales y el individuo de la población nacional están radicados en el mismo lugar… pero, ¿serán lo mismo? ¿Cuál de los dos cuerpos que poseemos es el que vale: el cuerpo humano o el cuerpo nación, el cuerpo que por su naturaleza biológica accede a cierto tipo de derechos o el cuerpo que por una cuestión geográfico-política posee una nacionalidad determinada?
El problema es independiente de nuestras posiciones y creencias ideológicas: somos animales en cuyas vidas puras ya ancla lo político. Una pregunta se abre: ¿quién o qué posee la capacidad de decidir soberanamente cuándo mi cuerpo es de humano o cuándo es de argentino?
El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, por tomar un ejemplo, apoyó la segunda opción, más allá de que (o precisamente porque) el 10% de la población residente de España es inmigrante. Fue activo promotor de la llamada Directiva de Retorno, una resolución expedida el miércoles 18 de junio por el Parlamento de la Unión Europea que establece que, antes de su expulsión de Europa, un inmigrante sin papeles, inclusive si es menor de edad, puede ser detenido durante 18 meses si rehúsa su “retiro voluntario”, quedando imposibilitado para volver a Europa (donde quizá esté residiendo el resto de la familia) antes de los 5 años. Si bien el Reino Unido, Suecia, Grecia, Dinamarca, Finlandia, Estonia, Irlanda, Malta y Holanda podían (legalmente) retener indefinidamente a un cuerpo no nacional, dos tercios de los 27 países de la unión han aumentado así el período de detención. 367 votos a favor (53%, mayoría absoluta), 206 en contra y 109 abstenciones fue el resultado de la compulsa sobre la Directiva.
¿Sujeto de qué cosa es ese cuerpo detenido (“internado” lo llama la prensa europea)? ¿Sujeto de derecho humano o sujeto de una nación? ¿Cuál es la ley vigente en los Centros de Retención?
Es claro, primero uno posee una identidad nacional y luego una vida humana. Ser no europeo habilita a los europeos a tratar a esos cuerpos como no humanos. Tanto como nosotros tenemos a los bolivianos para que, en tanto esclavos, cosan nuestras prendas de vestir.
Todo el globo terrestre está estampado por ese tipo de espacios y esa densidad de tiempos donde la ley se suspende porque así la ley lo posibilita: cuando lo excepcional se ha vuelto la regla cualquier cuerpo puede morir a manos de, en definitiva, cualquier cuerpo que posea la investidura de la soberanía. Los presos de la base militar norteamericana de Guantánamo, sin causa explícita, sin tiempo determinado, sometidos a todo tipo de torturas, constituyen actualmente el paradigma del estado de excepción, así como los campos de concentración nazis fueron su síntesis. Pero los Centros de Retención de los sin papeles dan mayor evidencia de cómo, en el fondo, para el ordenamiento político occidental la nación es algo anterior a la humanidad, más allá de que ya desde 1789 los hombres “nacen y permanecen libres e iguales”, pero el “principio de toda soberanía” es la nación. La noción de ciudadanía explota en la figura del exiliado/refugiado, porque se pierde esa continuidad entre ser un humano con derechos y haber nacido ciudadano de una nación. Así, es inocente seguir considerando que la ciudadanía política y el contrato social son las claves para pensar la teoría política y del derecho occidental. Dentro de cada ciudadano vive hoy un exiliado, cada convención legal, en definitiva, está anclada en la decisión de un soberano cuyo único modo de relación política es la exclusión.
Sin embargo, como corresponde, frente a las barreras puestas para la movilidad de los cuerpos pobres está la absoluta libertad de circulación del capital y las mercancías.

Publicado en Pausa #7, viernes 27 de junio de 2008

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Bien lo describió Gelman: “A mí me parece que es un castigo duro ese del exilio. Para los griegos, el destierro era un castigo duro, peor que la muerte. No sé si es exactamente así, pero sin embargo usted lo está sintiendo... La nostalgia de un país no es la nostalgia de los lugares que existen, no, las calles. Esos lugares físicos están llenos de la historia personal. La nostalgia del país en el exilio son muchas cosas".