¿Qué hay detrás de la noción de la (supuesta) “memoria completa”? El autor ensaya una respuesta en este artículo.
Por Luciano Alonso
Aunque quizás ya no exista como actor colectivo y se disuelva en una miríada de organizaciones que van desde la oposición acérrima hasta la asociación estrecha con el poder gubernamental, el movimiento argentino por los derechos humanos consiguió en tres décadas de desarrollo algunos reclamos compartidos. Al decir de Sebastián Pereyra, instaló en la sociedad una noción de justicia y dio a otros actores elementos para pensar sus propios reclamos y su relación con el Estado. Construyó también una memoria social sobre los crímenes del terrorismo de Estado, a pesar de la oposición de casi todos los gobiernos y medios de comunicación empresariales. Y logró que el Estado nacional reasumiera el problema la aplicación de justicia respecto de esos crímenes y que los tribunales recomenzaran a condenar a los culpables, luego de exculpaciones e indultos varios.
La política de promoción de los juicios a represores por el Estado nacional es el elemento más visible de esa tercera dimensión. No es que el gobierno de Néstor Kirchner haya producido una apertura inédita hacia los reclamos de los organismos; al menos desde la gobernación de Eduardo Duhalde en Buenos Aires éstos fueron revirtiendo su exclusión respecto del Estado. Sin embargo, hay que admitir un vuelco en la política de derechos humanos y la obtención de resultados concretos en las acciones legales.
Esos logros, traducidos en convocatorias judiciales, imputaciones, condenas y cárceles –aún con números reducidísimos y ventajas de las que no gozan los ladrones de gallinas–, produjeron el surgimiento revulsivo de una contra-memoria y de variados intentos por detener tales avances. Tras la inflexión de 2001-2002 se relanzaron las fuerzas de derecha en el plano cultural y mediático. Interpenetrando a casi todas las organizaciones políticas, crecieron con la campaña de Blumberg y con el llamado “conflicto del campo”. La noción de una supuesta “memoria completa” va en ese camino.
Mientras amplios sectores de la sociedad asumen discursos derechistas, otros se pliegan desempolvando la “teoría de los dos demonios”. Esta representación imaginaria de un pasado en el cual extremismos de signo político contrario y violencia equivalente se habrían abatido sobre la sociedad argentina se presenta ahora matizada, pero no por eso menos clara. En ese contexto, el ataque a los organismos de derechos humanos más controversiales y la rememoración de los crímenes de “la guerrilla” cumplen la función de deslegitimar los juicios a los genocidas.
Recurrentemente surgen la prensa personajes que ponen en cuestión los reclamos de justicia mediante la impugnación de la cifra de detenidos-desaparecidos que arrojó el terror de Estado. Asumiendo los 8.900 casos registrados por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), imputan a distintas agrupaciones o a una nebulosa intelectualidad de izquierdas la supuesta mentira de los 30.000 desaparecidos.
La operación mediática es al menos de mala fe ya que esa cifra nunca pretendió ser un conteo claro de muertes. Es más: hasta que se establezca el destino de cada uno con una certeza mayor, ni siquiera pueden ser consideradas realmente muertes. No es que los detenidos-desaparecidos estén en Madrid o en Cuba, como todavía pueden aullar con total desparpajo y mala conciencia personajes como Cecilia Pando, sino que las Fuerzas Armadas y de Seguridad –el Estado– no respondieron aún sobre el destino dado a cada uno de ellos. Que la tortura, el asesinato y el ocultamiento de los cuerpos fueron los métodos represivos de la lucha antipopular es sabido; no en cambio qué es lo que ocurrió con cada secuestrado. Ese dato oculto configura un crimen permanente.
La cifra de desapariciones pone en juego el régimen de verdad sobre la dictadura construido trabajosamente por los organismos de derechos humanos. Falta decir con Elena Cruz que habrían sido “apenas” 200 ó 400 “terroristas” para cerrar el círculo y negar el carácter del aniquilamiento planificado. Los que impugnan la cifra de 30.000 no están interesados en la construcción de ninguna “verdad histórica” sino en la relativización del politicidio. “No fueron tantos” y “algo habrán hecho” son dos clásicos de la justificación de los crímenes de lesa humanidad.
Algunos detalles muestran una represión aún más sanguinaria y capilar que la constatada por la Conadep. Ateniendo su pesquisa al período iniciado en marzo de 1976 ese organismo recibió unas mil denuncias adicionales; hacia 1975 la violencia paraestatal ya se había cobrado la vida de más de 1.500 militantes de las izquierdas peronistas y marxistas, sin contar Ezeiza. La reciente desclasificación de documentos en Estados Unidos, disponibles en el Archivo de Seguridad Nacional de la Georgetown University, hace ahora que la cifra declarada por el movimiento de derechos humanos parezca razonable e incluso limitada: un agente de la DINA chilena informaba en julio de 1978 que el área de inteligencia del Ejército Argentino había computado para esa fecha 22.000 opositores eliminados.
El impacto en los sectores sociales más humildes es todavía un horror por descubrir. La identificación de pequeños pueblos donde la totalidad de los varones adolescentes y adultos pasaron por un campo de detención y los desaparecidos representan un porcentaje altísimo de la escasa población, nos pone frente a una dimensión inconmensurable del terror. Como lo apuntó Ludmila Da Silva Catela, la memoria es muchas veces un estigma, una marca al interior de una comunidad que no ha denunciado jamás los crímenes de los que fue objeto. Es fácil suponer, desde la relación privilegiada con las reparticiones policiales y judiciales que tienen las clases medias y altas, que se denuncian las violaciones, robos, asesinatos y secuestros. Otra cosa es estar en la posición de extrañamiento respecto de esos poderes que tienen las clases más humildes.
Sea cual fuera la cantidad, lo más relevante fue el intento exitoso de liquidar disidentes y cortar el ciclo de movilizaciones populares. Si toda muerte es una tragedia personal y familiar, ese cúmulo de muertes tiene un sentido trágico agigantado: un conjunto de agrupaciones –equivocadas o no–, miles de militantes, millones de individuos que trataron de ser clases sociales, enfrentados con fuerzas que no pudieron superar y aniquilados ora en sus cuerpos, ora en sus voluntades.
Pero además de contar los muertos, las operaciones comunicacionales de la derecha conservadora, liberal o peri-fascista también se preocupan en dar un contenido cualitativo a la “teoría de los dos demonios”. Así, en los últimos tiempos hemos asistido a descripciones pormenorizadas de los asesinatos de José Ignacio Rucci, Arturo Mor Roig o Julio Argentino del Valle Larraburu. Para los “intelectuales” derechistas, se trata ahora de contar las muertes. El terror de Estado se diluye con el uso intencional de estrategias discursivas que otorgan entidad a unos crímenes en tanto callan o disminuyen otros.
Es defendible que esas muertes y muchas otras fueron asesinatos, en ocasiones atroces. Y fueron también errores políticos mayúsculos, que enajenaron el apoyo popular y variadas alianzas a las “formaciones especiales”, que ya perdían el rumbo de la revolución y se dirigían hacia su inmolación. Pero, pregunta incómoda: ¿Se le dedica a los militantes, profesionales, trabajadores o vecinos eliminados por los agentes del terror estatal tanta letra escrita y tanto recordatorio audiovisual? Pongámonos cuantitativos: ¿Qué cantidad de información se vuelca en función de la cantidad de bajas? Como lo mostrara hace más de dos décadas Noam Chomsky, un cura asesinado en la Polonia comunista tenía más centimetraje de diario que centenares de religiosos masacrados por la derecha latinoamericana. Algo parecido se perfila ahora. Los pocos muertos por la violencia insurgente aparecen con nombre propio, ideales, actitudes valorables; los muchos muertos por la violencia estatal seguirían mayormente en el anonimato, de no ser por los recordatorios de compañeros y familiares.
Desde el más puro posicionamiento ciudadano (ni siquiera militante) exijo, reclamo un recuerdo detallado de lo que le ocurrió a cada uno de los detenidos-desaparecidos. Pido con firmeza de parte de testigos, funcionarios o comunicadores la misma cantidad de páginas que las dedicadas a Rucci para la vida, los sueños, las torturas y el trágico destino de cada uno de los 30.000. Por favor, cuenten en detalle en las páginas centrales de la prensa local los asesinatos de todos los militantes populares. Describan desde el suplicio de Floreal Avellaneda, mil veces dicho en una línea morbosa sin más datos sobre su vida, hasta el aniquilamiento del último de los detenidos de una localidad jujeña en la cual nadie denunció las desapariciones. Y después discutan las responsabilidades.
De seguro que este reclamo cae en saco roto. Primero porque los muertos de la derecha, de las agencias del poder, tienen más valor en el imaginario de los medios hegemónicos que los cuerpos de los pobres o de los izquierdistas. Segundo, porque dar información sobre los propios crímenes es lo que los ejecutores del terrorismo de Estado nunca hicieron.
Publicado en Pausa #24, 24 de octubre de 2008.
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viernes, 24 de octubre de 2008
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1 comentario:
Las ideas de que aún sin hablar de números de asesinatos,la sola ocultación del destino de los desaparecidos ya configura un crimen permanente,la que refiere al impacto de las desapariciones en las poblaciones humildes,la de señalar el extrañamiento de las clases humildes con respecto a la policía y la justicia ,así como la de mostrar la discursividad de la derecha que voluminiza la entidad de unos crímenes y disminuiye la de otros son ideas que Luciano plantea como reclamo desde su lugar de ciudadano y creo son ideas que deberíamos apoyar también desde el reclamo,desde la indagación o al menos desdela sensibilización porque no cesa su resonancia y porque el presente nos muestra con insistencia que no estamos para nada liberados de posibles regresos
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