Una historia del sistema penitenciario moderno: de la “resocialización” a la “incapacidad selectiva”
Por Esteban Montenovi
Transitando el elenco de los medios de control social –formales o institucionalizados, es decir, aquellos localizados en instancias estatales– encontramos a la institución carcelaria como protagonista estelar.
La vida de la prisión posee una larga historia de crisis. Pero en las últimas décadas se produjo una transformación de la racionalidad que fundamentaba las ideas resocializadoras producidas por el despliegue del Estado de Bienestar de los países centrales, fundamentalmente Europa y Estados Unidos. Las orientaciones político criminales subsiguientes se desarrollaron bajo la lógica de “custodia” y de “máxima seguridad”, las que pasaron a ser las imágenes habituales del espectro con que se representa la privación de la libertad, dentro de los muros que esconden el dolor de miles de hombres. De esta manera se retornó a la función clásica inherente de “guarda del reo”, agotándose infinitamente las capacidades de almacenamiento como consecuencia de la inflación del sistema penal. Estas formas de encierro son, por otro lado, la expresión final de una política criminal presidida por lo que se ha dado en llamar “cultura de la emergencia”, caracterizada por la reducción del gasto público del sector y el deterioro consecuente de las condiciones de encarcelamiento, de la condición humana de los reclusos y de las garantías de sus derechos no afectados por la condición de condenados. Estas características se expandieron y se expanden por la mayoría de los países del mundo.
Es decir: se hace necesario indagar sobre las condiciones políticas, económicas, demográficas, sociales, culturales, que han hecho posible que la práctica del encarcelamiento haya sido aceptada en determinado período histórico, actualmente y para el futuro, como pieza fundamental del sistema penal, considerando también su importancia e influencia en la racionalidad misma que da sentido al encierro. Ensayaremos algunas aproximaciones.
En el contexto norteamericano surgieron diversas ideas. Dentro del pensamiento actuarial o la corriente de análisis económico del derecho, se dice que la prisión puede hallar su sentido en una “funcionalidad incapacitadora”. Esto es, la “custodia” de los detenidos, que resulta poder ser un fin en sí mismo. No obstante, el carácter “selectivo” de esa orientación segregadora obliga también a realizar una detenida reflexión sobre el segmento de infractores e infracciones que debe ser (o de hecho es) destinatario de esas sanciones con sesgo neutralizador (como consumidores de drogas, migrantes en Europa, autores de delitos contra la propiedad, personas con ideas distintas a los gobiernos de turno, religiosos que cargan la culpa del terrorismo; la clientela se amplía hasta los sectores socialmente más vulnerables).
Uno de los dispositivos más eficaces para garantizar la incapacidad selectiva del sistema penal, y de la pena de prisión en particular, consiste en incrementar los límites medios y máximos de cumplimiento de la privación de la libertad hacia el horizonte de su conversión en perpetua. Así, en febrero del 2000, la cifra de reclusos estadounidenses llegaba a dos millones, de un total de algo más de nueve millones mundiales: se trata de casi un cuarto de los presos del mundo. Alcanzando de este modo unos índices de encarcelamiento desconocidos en cualquier otro país del planeta, cinco años después las penitenciarías estadounidenses albergaban a 186.000 personas más. A esto se suma el relanzamiento de la pena de muerte (60 penados ejecutados en el 2005, más de mil desde su reinstauración en 1976).
En suma: la incapacitación no ha sido en absoluto selectiva; el proceso de extraordinario y sostenido crecimiento de la población penitenciaria puede interpretarse como un experimento de incapacitación absoluta y colectiva.
Desde la visión del pensador francés Michel Foucault, los sistemas punitivos, y más concretamente la prisión, formaron parte de una verdadera y peculiar economía política de cuerpos, que para el sistema capitalista industrial desarrollado durante la última parte del siglo XVII y primeros años del siglo XVIII, no se convierten en fuerzas útiles sino como cuerpos productivos y sometidos. En su trasfondo, el nacimiento de la prisión se justificó tanto en la necesidad de mantener un control estricto sobre gran parte de la sociedad, llevado por el miedo de la burguesía a los movimientos populares imperantes, como en la necesidad de proteger una riqueza que el desarrollo productivo ponía en manos del proletariado bajo las formas de materias primas, maquinarias, instrumentos de trabajo. De esta manera la burguesía se reservó a sí misma de los ilegalismos de derecho –bajo la forma de evasiones fiscales, fraudes, operaciones comerciales irregulares– persiguiendo y castigando sólo los ilegalismos de bienes –pequeños robos o hurtos– con penas privativas de la libertad. Precisamente sobre esta premisa, la burguesía no poseía la potestad para acabar con los ilegalismos imperantes sino sólo para controlarlos de manera de que cayeran determinados grupos bajo las redes de su sistema. El castigo carcelario no era un castigo sin más; su fin era la búsqueda de la reforma y reinserción del delincuente (proletario) para la defensa de la sociedad (bajo dominio burgués). Así la función manifiesta de la cárcel ha sido la universalización y homogeneización del castigo contra el “monstruo moral” que atentara contra la vigencia del contrato social y de los valores burgueses...
La cárcel ha resultado esencial para mantener la escala vertical de la sociedad, participando en la producción y mantenimiento de la desigualdad social, de una subordinación a la disciplina y de un control total del individuo. Entre otros, el Marqués de Sade escribió una recomendación donde proponía la eliminación de la pena de muerte, seguida de un proyecto sobre el empleo que debe hacerse de los criminales para conservarlos con utilidad para el Estado, fundamentalmente en la producción de mano de obra y defensa.
No obstante, como antes dijimos, contemporáneamente las orientaciones político criminales hegemónicas han logrado mantener una prisión que cada vez atiende menos a aquella lógica resocializadora. Ahora bien: el cuestionamiento a la resocialización y a la ideología de tratamiento pudo llegar a consolidarse sin que por ello la prisión viese tambalear su sostén teórico. No ha sido necesario reconstruir una nueva racionalidad que sustituya el pensamiento rehabilitador. Resultó suficiente admitir que la prisión, antaño como ahora, cumple una función de custodia, la cual pudo tornarse ser un fin en sí misma.
La cárcel argentina también encuentra su fundamento legal del encierro en las ideas “re”. Si existe una verdad evidente es que este fin no se cumple, pues si hay algo imposible es aprender a vivir en libertad sin gozar de ella: la esencia del encierro también está condenada al fracaso; respondemos a la exclusión con más exclusión, respondemos a la violencia con más violencia. La cárcel expulsa, segrega, incapacita ¿pero por qué?
En realidad, nunca resocializó, nunca cumplió aquella filosofía de aquel tiempo (y muy lejos estamos de poder volver a las condiciones materiales del Estado Benefactor como para intentar volver a fundamentar el fin de la Prisión en esa ideas resocializadora; más aun: difícil es volver a un lugar donde nunca se estuvo). Como si fuera poco, ni los territorios o países en los que más se emplea la prisión son aquellos con menores tasas de criminalidad, ni las etapas en las que el nivel de encarcelamiento crece de forma más acelerada son las que se ven seguidas por mayores descensos de la delincuencia. Esto demuestra que el aumento de las penas y del encierro han de descartarse como políticas a seguir en la lucha contra el delito.
La respuesta al delito en una sociedad de exclusión, desigualdad, desempleo, miseria, violencia, no podría ser la expansión del sistema penal, sobre todo si pensamos en una sociedad libre e inclusiva, con planteamientos serios de la distribución de la riqueza y de soluciones estructurales, donde se respeten las garantías constitucionales, los espacios de libertad sean cada vez mayores y no se restrinjan con la avanzada de políticas criminales que responden a voces populistas ancladas en un eco del sentido común: las de los responsables públicos que orientan su acción con la intención de conjurar los sentimientos de inseguridad colectivos, porque lo contrario les jugaría una mala pasada electoral. O sea: se hace necesario comenzar a redibujar una nueva hoja de ruta en materia criminal, pero necesariamente también social.
Publicado en Pausa #21, 3 de octubre de 2008.
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viernes, 3 de octubre de 2008
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