¿Hemos construido ya el recuerdo de cómo era Internet antes de su forma actual? No de cómo era la comunicación a distancia antes de su existencia: para eso están los nostálgicos discursos sobre la carta o el teléfono, que generalmente olvidan por completo el significado económico de poder mandar en un segundo un archivo adjunto a Indonesia o que desconocen del todo cómo el chat con camarita le transformó la vida sentimental a un exiliado. Para el momento anterior a las formas de conectividad actuales ya hemos acuñado una imagen, que tanto explica como obtura ese pasado, pero para la primera etapa de Internet nos falta un relato.
Siempre hay que considerar cómo nos relacionamos los hombres con nuestro entorno, con qué herramientas y con qué procesos. Las peculiaridades de ese entorno, junto a la eficacia de las herramientas y los procesos, determinan cuántos productos podemos obtener y qué características pueden alcanzar. Paralelamente, hay que tener en cuenta que la relación entre esos tres elementos está organizada políticamente.
Una vez que se ha alcanzado determinado nivel de desarrollo de esas posibilidades productivas, se abren dos alternativas: se continúa con el esquema de relaciones sociales que permitió llegar a ese nivel o se transforma dicho esquema. Cuando el desarrollo de esa fuerza de producir llega a cierto punto, las condiciones que permitieron ese mismo desarrollo se vuelven un obstáculo. Entonces, por más esfuerzo que se ponga en mantener un orden, éste se modifica. Bajo estas ideas, podemos notar cómo los procesos acelerados y exponenciales de transformación de la red informática nos explican el carácter irreversible (y a la vez efímero) de la reubicados puesteros del Parque Alberdi.
En el pasado, los cibers no tenían juegos en red, los programas de mensajería personal instantánea no existían, bajar una sola canción podía tomar medio día y las páginas de la web parecían (lo cual ya era mucho) una exposición estática de un torpe creador de contenidos, donde generalmente los links siempre estaban rotos. La única conexión posible era la de la línea del teléfono fijo; los celulares medían más de 15 centímetros y eran propiedad de un selecto grupo.
Más o menos así, para su (muy reducido y local) público, eran la web y la telefonía móvil en 1999, cuando acababa de nacer un programa señero del futuro: Napster, hoy un arcaísmo. Dicho con todas las letras: conectarse implicaba tener un modem que se pasaba un minuto haciendo toda una serie de chillidos infernales y electrónicos; al telefonito había que sacarle con cuidado una antena antes de usarlo.
En 2004, un grupo de desarrolladores estadounidenses de tecnología y sistemas de información creó un nombre para la forma actual del canal informático: web 2.0. Su principio es, básicamente, la construcción más o menos colectiva y centrífuga de prácticamente todos los espacios de intercambio de contenidos. De por medio está la conexión en banda ancha, la creación de formatos de archivos que permiten la compresión de datos (como el mp3) y de los programas que permiten descargarlos e intercambiarlos masivamente (los más conocidos, Kazaa, E-mule o Ares), la apertura de los códigos del software, el Messenger (que desbancó al precario ICQ), los enormes emporios de noticias y opinión (blogs, foros de discusión y ese viviente mundo enciclopédico llamado Wikipedia). Y están, antes que nada, dos cuestiones.
Por un lado, la digitalización de los principales productos de la industria cultural, paso que supera al cambio de soportes. No se trata tanto de haber pasado del disco y las cintas al CD y el DVD. El punto es que, de modo muy parecido al funcionamiento rudimentario del dinero, existe un código único y común para la formulación y el intercambio de todos los tipos posibles de sonido, imagen y palabra. En el fondo, todos los textos y todas las canciones y todas las películas se traducen y reducen a una ordenada cantidad de los mismos 0 y 1: todas las obras quedan constituidas por la misma masa. Y, ya por otro lado, ese código único y común, esa materia virtual digital, está presente y constituye como puntos de producción e intercambio tanto a la computadora personal como al aparatito que la complementa o, cuando media la pobreza, la sustituye. Estamos hablando, ahora, de los formatos tecnológicos de conectividad para los pobres: el celular y todas sus chucherías, que permiten desde reemplazar la radio personal por un listado de canciones a gusto hasta producir una “personalización” de acuerdo a qué fotito pone uno en el fondo de pantalla o qué aberración sonora se elige como timbre. (El selecto grupo otrora dueño de los “ladrillos” telefónicos utiliza ahora artefactos que fusionan la red y la telefonía). De una forma u otra, con más cercanía o lejanía, todos hemos sido vinculados a estos soportes tecnológicos en su forma actual. Es obvio decir que las diferencias ahondan notoriamente las brechas y las posibilidades de acceso a otras posiciones sociales: una cosa es manejar y disponer del chat y el *2856 para bajar imágenes y muy otra es poder enviar adjunto un cuadro contable a una empresa o poder navegar páginas donde se da cuenta de las diferentes posibilidades de becas de las universidades de Europa.
En suma, en menos de 10 años la conectividad se revolucionó a sí misma. Ese cambio tecnológico, simplemente, implica una mayor fuerza productiva. Pero ya las características de esa fuerza productiva exigen un nuevo modo de pensar cómo nos relacionamos para organizar la producción.
Las dos claves indicadas nos señalan que el núcleo está en la existencia de un código al cual todo lenguaje o dato se puede reducir y que cualquier PC es capaz de percibir y producir. Entonces, el intercambio de grandes masas de datos –las cuales comprenden a toda la producción cultural vigente– es intrínseco a la lógica de esa conectividad que permite Internet. Pretender que desde una legislación punitiva se pueda detener este proceso es un anhelo ingenuo, provenga el reclamo de las cámaras de propietarios de los (ya vetustos) medios de producción actuales o de lo que hoy (y, de seguro, no mañana) el derecho reconozca como autor de una obra. De hecho, el productor y el autor de la música, el cine, los textos, entre otros lenguajes posibles, son instituciones y conceptos que muy difícilmente puedan sostener los derechos, las implicancias y los alcances que todavía resguardan hoy. Siempre fue así: antes de la aparición de la imprenta, ser un autor era algo completa y absolutamente distinto que después. Y las formas de lo que será recién comienzan a esbozarse.
La así llamada piratería (que va desde la grabación o compra de un CD o DVD trucho hasta el uso de los programas de descarga o el consumo de youtube.com) no es más que el completamente transitorio punto al que ha llegado el desarrollo de las capacidades productivas. Hoy, la única forma real de detener la piratería sería bloquear el uso de Internet como un todo, con lo que nos enfrentamos al carácter contradictorio de ese anhelo: es obvio que la red es un negocio superior y que la capacidad de conexión va a seguir aumentando cada vez con mayor velocidad. En el crecimiento acelerado de la tecnología se encuentra hoy el lugar del mando económico, el poder real y concentrado de modificar el entorno. Pero también existe, por ello y como opuesto, la posibilidad de definir de otra manera la distribución y producción de cultura, donde la diversidad de obras, las posibilidades de acceso y las condiciones de explotación no sean aquellas que disponga las decisiones de una anquilosada industria cultural oligopólica.
Publicado en Pausa #5, viernes 13 de junio de 2008
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