Por Juan Pascual
Dentro de los rudimentos necesarios para comprender y construir un hecho político está el de la delimitación propia del hecho; trazar los límites de lo sucedido en el espacio y el tiempo. Por ejemplo, creer que la inundación de 2003 comenzó el 28 de abril es desconocer que un río no se sale de madre en un solo día. Entonces, la operación de fechar un acontecimiento produce un corte en el tiempo y divide: hacia atrás habría, al menos, una no-inundación.
(Una operación crítica interesante sería decir: la inundación comenzó cuando las obras quedaron inconclusas. Operación cumplida en la aterradora instantánea, enmarcada de negro, que durante tiempo tapizó las paredes de la ciudad e introdujo un neologismo imperecedero: el cartel “Los Inundadores”, en el que se veían con muecas de risas por la “inauguración” de la “defensa oeste”, en agosto de 1997, a Jorge Obeid, Carlos Reutemann, Oscar Lamberto, Horacio Rosatti, Juan Carlos Mercier, Juan José Morín, Julio Gutiérrez y otros).
En paralelo hay una lucha por la construcción del final de un acontecimiento. Toda nuestra historia reciente está signada por este problema que, en el fondo, es un problema de derecho y de Ley.
¿Cuándo terminará 1976?
¿Cuándo 2003?
Nuestra racionalidad política nos exige finales. (De hecho, hace más de 2008 años que Occidente se adquirió la deuda de un tiempo del final, de la justicia, de la redención). Y quizá los tribunales encarnen, acaso, la forma institucionalizada que nos hemos dado para sintetizar las múltiples determinaciones de la lucha política en función de darles un final. Así, los problemas de justicia y de derecho siempre serían políticos desde el principio mismo y cada momento del proceso, el resultado de un cálculo de fuerzas.
Milagros Demiryi y su marido, Jorge Castro, son los actores civiles en el proceso emblemático que investiga la inundación de 2003. Sólo tres funcionarios de gobierno se encuentran, en la actualidad, procesados: Edgardo Berli, Ricardo Fratti y Marcelo Álvarez.
La semana pasada Demiryi y Castro llegaron a la Corte Suprema de la Nación para interponer un recurso de queja: jamás, en todos estos años, los hombres de la justicia provincial consideraron que había razones para que el gobernador en el momento del acontecimiento, el senador en la inauguración del fallado terraplén, sea convocado a indagatoria. Seis pruebas esgrimen los denunciantes, entre ellas las declaraciones de dos testigos de identidad reservada. Quizás, dentro del orden jurídico vigente, esa queja sea el último recurso para lograr la presencia del ex gobernador en los estrados… donde su pariente político, Rafael Gutiérrez, ministro de la Corte Suprema de la Provincia, lo esperaría.
Poco más de cinco años antes, el sábado 3 de mayo de 2003, Reutemann comenzó a rendir cuentas de sus hechos. Aparecía solo, rodeado de planos, gráficas y periodistas; ya se habían contabilizado a esa fecha 13 muertos y 60.000 refugiados. Trazó múltiples dibujos sobre cómo el agua había entrado. Recordó que bajo su anterior mandato se habían terminado las defensas del Paraná. Se mostró tan azorado como comprometido con resolver la situación. Solicitó, también, una “tregua política” de hasta 60 días.
Sin embargo, sólo queremos recordar dos frases, para nada novedosas: “No sabía nada” y “A mí nadie me avisó”.
¿Qué es lo pertinente, en este caso? ¿Indicar que sí hubo avisos de la naturaleza, señalar cómo había informes de previsión, recordar las tapas de los diarios locales y nacionales? ¿Denunciar las condiciones de los refugiados? En todos los casos, sí: el espacio político existente nos permite ese modo de justicia.
¿Qué racionalidad hace que sea posible que el poder pueda afirmar un “no saber”? ¿Cuál es la lógica que permite, cuál es el discurso que puede presentar con absoluta naturalidad que un gobierno “no sepa”?
Desde el siglo XVIII, con la ciencia de la administración alemana, desde la Modernidad en adelante, en toda situación que afecta a la ciudad, en tanto comunidad política, es el Estado el que está, antes que nada, para saber. Más que obligado a saber, el Estado no puede no saber. Mientras la obligación impone, doblega, somete, la expresión “no puede no” nos indica una producción automática, maquinal. El Estado produce saber como una máquina, porque la relación entre el Estado y el saber sobre las condiciones de la población por éste gobernada justifica, explica y da sentido a la existencia misma del Estado. Luego, utiliza ese conocimiento para obrar en contra o favor de diferentes partes de esa población, las cuales, obviamente, se organizan para controlar y disputar dicho espacio. Todas las ciencias sociales contemporáneas (desde la economía política hasta la sociología, de la demografía al urbanismo) y todas las disciplinas formadoras de los individuos (desde la pedagogía en la escuela hasta la medicina y la higiene en los hospitales y las campañas sanitarias) son iluminadas por este no poder no saber del Estado respecto a la población, ya que todos estos saberes se entrelazan con el Estado como forma de relación de poder. Esta es una forma de racionalidad política que conocemos acabadamente y que, se supone, es actual: allí los ministerios, la educación pública, los partidos políticos, la prensa.
Entiéndase una cosa: no estamos hablando aquí de la mayor o menor ilustración de la dirigencia política. No es éste el problema. El problema es cómo, históricamente, la fuerza y la capacidad dinámica de los Estados modernos se construyeron sobre la selección y el aumento de las potencias vitales de la población en general y de los individuos en particular. “Educar al soberano”, abrir los hospitales públicos, permitir la apertura de prostíbulos cerca de los regimientos lejanos o hacer un listado de miles de personas, para luego meterlas en un centro clandestino de detención, como ejemplo de signo contrario, eran medidas que se sustentaban en saberes precisos y que poseían efectos calculados y estratégicos.
El ex gobernador, amparándose en un “no saber”, sustrayéndose a una instancia jurídica justamente por “no saber”, al mismo tiempo ubicó una redefinición de la situación histórica. “No saber” que un frente de agua de más dos kilómetros venía desplazándose a lo largo de la mitad de la provincia no debería constituir amparo alguno frente al delito. No hay institución que tenga mayores capacidades para percibir y producir la realidad que el Estado. La inocencia planteada por Reutemann en esos enunciados tan pueriles como buchones no versa sólo sobre una glorificación de su propia ignorancia, ni sobre los problemas de comunicación al interior del gobierno de turno, ni sobre su supuesta heroica soledad. La inocencia planteada por Reutemann es quizás la confesión más acabada de su propia responsabilidad.
Dicho de un saque: si Reutemann sabía, es culpable frente a la justicia; si no sabía, disuelve el núcleo de sentido que le da al Estado buena parte de los motivos de su existencia. Si efectivamente Reutemann no sabía, el Estado sobre el que poseía el gobierno carecía de toda utilidad y sentido. Si no sabía, su gobierno no tenía razón de ser. Para salvarse a sí mismo, el ex gobernador expuso en esas dos recordadas frases todas y cada una de sus responsabilidades previas y presentes. Esas responsabilidades de los '90, que convirtieron a los dirigentes políticos partidarios en sencillos administradores y gestores de un Estado desguazado y desarticulado. Y que convirtieron a la población en un conjunto de refugiados en su propia tierra.
En la disolución de esa paradoja de culpabilidad se juega el final de la creciente. Final que exige por igual la sanción en la justicia del delito corriente (el no saber como mentira) como del delito al común (el no saber como estafa). Todavía faltan el derecho y las manos ejecutoras de esa segunda sanción.
Un extracto de esta nota fue publicado en la edición 22 de Pausa, del 10 de octubre de 2008, en razón de que la Corte Suprema de la Nación ratificó la eximición de declaración indagatoria a Reutemann.
Publicado en Pausa #2, viernes 23 de mayo de 2008
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