viernes, 15 de agosto de 2008

Un fantasma, unos números, una culpa

Por Juan Pascual


Están en un lugar, pero bajo la forma de no estar. Los fantasmas son entidades cuya presencia se sitúa exactamente sobre su ausencia. El megafilm Sexto sentido se basa en señalar esa cuestión (los muertos nos rodean pero, en el fondo, nunca están frente a frente con los vivos) y en situar un operador que convierte a los fantasmas en sí en fantasmas para nosotros. En la película ese operador es el niño que puede ver. (En otro nivel, las religiones tienen a la institución, a los profetas, a los momentos de contacto místico, en los que el Dios y la carne comparten al mortal; algunos partidos políticos proceden del mismo modo, incluso hay los que incorporan al ascetismo –particular práctica compartida, de diferentes modos, en Oriente y Occidente– como imperativo militante).
La función del niño –es decir, del operador– es la de poder actuar sobre esa forma de vida fantasmal, basada en repetir las mismas acciones: llorar una pérdida, lamentar un accidente, anhelar al ser que quedó vivo, vengar el daño sufrido. Cualquiera sea esa acción que guíe la triste vida del fantasma, se reduce a un guión, una escena que, sin fin, retorna de diferentes maneras. Quienes quedamos a merced de esa serie inmanejable de sucesos no podemos ver a los fantasmas como lo hace ese niño. Luego, en la relación con nuestros fantasmas, estamos situados siempre en la misma posición. El niño que puede ver está para conjurar el espectro construyendo un relato compartido que lo pueda atravesar y disolver, ubicándolo en otra posición. Sólo así lo ominoso, el fantasma en sí, puede pasar a ser lo simplemente problemático, el fantasma para nosotros, en suma, el relato sobre el fantasma.
La última dictadura, la hiperinflación y la explosión de la desocupación, comprendida estadísticamente entre (al menos) 1996 y 2004, son tres fantasmas diferentes (quizás, tres imágenes de un mismo fantasma) constitutivos de la experiencia histórica reciente. Más exactamente: sobre esos tres hechos hay un tipo de versión, que se repite, se repite y se repite, y que ha logrado construirlos como fantasmas. Esa repetición actualiza, renueva y fortalece la experiencia horrorosa, porque las posiciones fijas en el escenario del espanto se restauran.
La teoría de los dos demonios sitúa a quienes padecieron el terrorismo de Estado como, por lo menos, provocadores de la dictadura. Las desapariciones serían, de este modo, una respuesta a un mal anteriormente causado y, por lo tanto, ajustarían la balanza. En esa dinámica, a los Juicios a la Juntas les corresponde la obediencia debida y el punto final. Con los nuevos juicios habría un desequilibrio (que vendría a reiterar a la “memoria parcial de los derechos humanos”). Bajo esa gramática de la teoría de los demonios, entonces, se explica tanto el argumento de Bussi y de Pando como a quienes lo encuentren razonable.
El sistemático proceso de desguace del Estado y de desmantelamiento y concentración industrial, comercial y financiera de los '90 no provocó la desocupación. A través del discurso de lo que entonces se llamó “modernización” podemos comprender cómo el causante fue el desocupado mismo: no estaba adecuado para lo que el “cambio” exigía. El fantasma de la desocupación no sólo sitúa al expulsado como lógico único responsable de su posición; borra la ligazón entre humano y trabajador y convierte a la desocupación en el estado natural de existencia. Cambian las posiciones: el desocupado ya no es más un trabajador sin empleo; el trabajador pasa a ser un desocupado con empleo. Abierta queda la perenne flexibilización de sus derechos.
Sin embargo, es otro el fantasma frente al que muchos asumen o reconocen el propio grito. Quizá sea así porque en su morada se expresa el Nombre que todo puede nombrar y que, por ello, da cuenta de una síntesis de las múltiples determinaciones de la vida social: el precio.
En la esquina de Castellanos y Lavalle existía un supermercado familiar de no más de cuatro o cinco góndolas, carnicería y fiambrería. Sus clientes lo denominaban “Bellomo”. No recuerdo cuándo cerró, pero sí guardo una imagen de 1989, época en la que, centímetros más o menos, llegaba a la altura del tercer estante, contando desde abajo.
Estábamos mirando frascos. A la derecha, un muchacho recorría el estante pegando precios sobre los precios de los productos. Terminó la tarea, giró, tric tric tric, los números en la máquina (“remarcadora”, se la llamaba entonces), caminó al principio de la góndola y volvió a comenzar. Su misión era mantener el limbo del perpetuo remarcado.
Las versiones son miles, cada una repite cosas diferentes. Salarios que, apenas cobrados, se transformaban en mesas y sillas, para que no se perdiera el valor. Familias que compraban cantidades de harina y levadura y hacían su pan, antes que comprarlo. Hubo quienes se procuraron el alimento diario, durante largos períodos, con infructuosas excursiones de pesca a playa norte.
Experimentar pánico porque todos los días las cosas aumentan un poco más que la plata recibida por mes es la marca que dejó 1989. Joder con ese dolor y joder con esos gritos es también joder a la parte de abajo de la pirámide de la distribución. El secretario de comercio, Guillermo Moreno, no sólo niega un proceso inflacionario: deniega el retorno de un horror atroz. Es obsceno hacerlo todos los meses.
Y es notable cómo, lenta y paulatinamente, la voz del fantasma reaparece. Su propia palabra indica cómo aplacar los aumentos, dictando como causa de los mismos al exceso de demanda agregada. Salvajemente, entre otras cosas, el planteo termina señalando que los aumentos de salarios provocan los aumentos generales de los otros precios. Así es, se dice, entre otras razones, porque más salarios son más costos de producción.
¿Se podría jugar a ser el niño de Sexto sentido, considerando que en los últimos tiempos los aumentos salariales no superaron, con toda la furia, más del 20% en cada año y utilizando datos de público conocimiento?
Entre 2006 y 2007, Quickfood, con sus homónimas hamburguesas y con las Paty, aumentó sus ganancias un 64%. Más claro: si tuvo ganancias por 100 en 2006, en 2007 ganó 164. Además, maneja el 60% de su mercado. Arcor, líder en golosinas y enlatados, aumentó un 40%. La cementera Loma Negra, hoy de la brasileña Camargo Correa, incrementó sus ganancias en un 95%. Aluar, aluminios, 42%. Serían números para festejar excepto porque, por ejemplo, Quickfood sólo aumentó su producción un 8%. Esto es: si en 2006 produjo 100 unidades, en 2007 hizo 108. Arcor incrementó la producción un 10%. Loma Negra un 8% y Aluar un 10%. ¿Cómo ganar tanto más sin producir tanto más? ¿Acaso porque una posición concentrada en la oferta permite mover los precios al antojo? ¿Qué significa esto si se considera que el 85% de las ventas de supermercados están manejadas por seis firmas, que tres ingenios producen el 50% del azúcar, que la europea Unilever y la norteamericana Procter & Gamble manejan el 90% en artículos de limpieza y que cinco emporios llegan casi al 100% de la producción de plásticos y envases de alimentos? Si los aumentos de salarios se trasladan a los costos y, luego, al precio de los productos, ¿se trasladarán las superganancias a los salarios de los trabajadores?
Cada precio expresa la situación, el momento actual, de un conflicto social existente. Muy poca intervención se puede hacer en tal conflicto a partir del control de precios: siempre se pueden trampear, siempre se termina cediendo (generalmente, para un mismo lado). Mucho hay por hacer en materia de ampliar la oferta, de hincar el diente en la torta oligopólica, de situar al Estado como un agente productivo con mando tecnológico. A la fecha el gobierno nacional optó por lo primero, y con mala gestión.
Hay que recordar que el salario es un precio más, aquel que corresponde al tiempo de trabajo vendido. Y que cuando crece menos que el precio de los productos, el fantasma reaparece. Y que lo importante no es tanto el miedo, la experiencia aterradora que ello conlleva, sino las posiciones, el guión, el escenario que se monta. Porque, en suma, un fantasma, una escena donde cada posición se repite, es un conflicto que no avanza, donde el héroe vive como simple víctima pasiva. El fantasma de la inflación está para plantear un escenario en el que jamás el ojo puede ver la posición de los que estructuralmente ganan. Por eso, a veces hasta sentimos culpa cuando la plata no nos alcanza.

Publicado en Pausa #14, viernes 15 de agosto de 2008

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