viernes, 21 de noviembre de 2008

El vestido imperial

La potencia superior de una nación que, a veces, pocas pero decisivas, percibe su complejidad y su diversidad para poder reinventarse. Cabalgando una memorable crisis económica, los estadounidenses pasaron de un blanco texano republicano y levemente bestial a un negro hawaiano demócrata y de habla fluida, el futuro Imperator Barack Hussein Obama.

Por Juan Pascual

Enero de 1999. Clinton presidente, las torres gemelas en pie.

En Florida existen unos parajes muy extensos, llamados Disneylandia. Esos paisajes son gloriosos, más allá del idiota Mickey, de Donald, el marine, y del querible y fronterizo Tribilín; las montañas rusas, los cines en 3D y los espectáculos de fuegos artificiales producen una euforia difícil de igualar en quien visita los gigantescos predios, dentro de los cuales hay hoteles, comedores, negocios de recuerdos, todo lo necesario para el turista. Ahora bien: en perspectiva, lo que para nuestras tierras es un fasto infantil irreproducible, en el norte es algo así como un camping más o menos bien organizado de un gremio cegetista.

En las entradas hay unos pequeños carritos motorizados que los visitantes pueden alquilar. Generalmente son usados por obesos, que suben a toda su familia y se desplazan por los senderos. De hecho, esos obesos –en su mayoría rubios, chillones, agresivos– parecían ser la población objetivo de esos autitos. En realidad, constituían el punto principal del mercado de los parques: los puestitos de comidas, donde el recargado del vaso de coca era gratuito, se sucedían en pocos metros; los precios de todo eran realmente populares; los valores promovidos, explícitamente patrioteristas; la diversión, controlada y pasiva, pero electrizante.

Delante de un puestito, un nene de no más de 5 años, parte de una extendida familia de obesos orgullosa de ser texana, de acuerdo a sus remeras, gritó una vez:

–¡Banana!

Ante la falta de respuesta recurrió a repetir el alarido:

–¡Banana, banana, banana! –exclamó. Y cada vez más agudo y con más volumen–: ¡Ba-na-na! ¡Ba-na-na! ¡¡¡Ba-na-na!!!

Su familia terminaba el almuerzo. Era el mediodía; el sol picaba. La madre acudió a satisfacer la demanda y compró una enorme banana, que el vendedor bañó en un chocolate tibio que se secó con un rociado de maní molido.

En ese momento tuve una sensación. Sentí que los estadounidenses iban a estar en un muy ajustado brete el día en que tuviesen que afrontar las consecuencias reales de una crisis de las serias.

RESIGNAR LA FELICIDAD POR UN POCO DE SATISFACCIÓN. A muy grandes rasgos, la posmodernidad fue definida por Alexander Kojève, uno de los tantos filósofos que pensaron ese concepto, a partir de una pequeña variación: si la modernidad se cifra en la búsqueda de la felicidad, aún al precio de la vida en una lucha con el otro en pos de obtener su reconocimiento, la posmodernidad es la renuncia a esa lucha y el trueque del deseo de felicidad por la inmovilidad de la simple satisfacción.

Esta fórmula vio la luz cuando todavía el Estado de Bienestar existía; Estados Unidos, al parecer del pensador, constituía el paradigma de lo posmoderno. Así, la obesidad norteamericana no indica tanto una cuestión sanitaria o estética: es la marca de cómo la estabilidad imperial se traspasó a los cuerpos del norteamericano medio.

No se construye de la nada el país más gordo del mundo. El estado más “delgado” casi llega al 20% de obesidad; en Mississippi una de cada tres personas padece el problema. Para llegar a ese punto es necesario el culto al menú de Mc Donalds –la alimentación barata y pesada, donde hasta la ensalada tiene azúcar–, a la televisión como vía de socialización en general, al “one person, one car”, a las dos horas de viaje entre la oficina computarizada y la abúlica casa de suburbio, a todo aquello que implique consumo, sedentarismo, goce de la quietud. O sea: es necesaria toda una regulación general, una economía, de la forma de vida de los cuerpos de la población. El cuadro cierra con un dato más: a mayor pobreza, mayores problemas de sobrepeso. Se sabe, la capacidad de elegir el menú y la compulsión mediatizada a la delgadez están reservadas a los pudientes.

Cuando sonaron los crujidos de un país de deudas tóxicas a todo o nada, cuando la crisis finalmente llegó a la hoguera por cable, recordé inmediatamente la escena de Disney. Pensé en la (inaccesible) mirada del nene hoy, con sus probables 14 o 15 años, en Texas. Pensé en las diferentes formas de relatar ese hecho (ver Pausa #20 o “Tres miradas sobre la crisis” en pausaopinion.blogspot.com). Pensé en cómo esos relatos se entremezclan con otros. Y pensé en ese relato bajo la extraña forma de rumor que es Internet. Se dice que en un momento se vieron deudores hipotecarios quemando sus casas, que hay lugares atestados de carpas iglú y middle americans viviendo dentro de ellas y hocicando para entrar a dormir. Que General Motors y Ford están acogotadas, lo mismo que General Electric. Que la sinuosa curva del índice Dow Jones Industrial entre 1925 y mediados de 1930, punto de gesta de la Gran Depresión, muestra una asombrosa similitud con la trazada entre 2003 y julio de 2008. Y que todavía no se llegó al punto más bajo en la comparación: julio de 1932.

IMPERATOR HUSSEIN. Ese es uno de los intríngulis que recibe el nuevo presidente norteamericano, ungido por un sistema electoral donde el ganador puede haber recibido menos votos que el perdedor. Décadas de política financiera de Estado dedicadas a abrir el lugar y las regulaciones para el flexible mercado de finanzas devinieron en esta bola tóxica, amasada entre 2005 y 2007, de créditos y papeles sobre papeles. En estricto rigor, las finanzas se volvieron ampliamente más ineficaces, corruptas, torpes, imprevisoras, omnímodas, enormes y deliradas que antes. Y se plantea en el futuro no sólo la cuestión hipotecaria: restan las deudas de las tarjetas de crédito y el desempleo producido por la recesión en ciernes, resultado de la feroz caída de la demanda.

A la normativa de producción y distribución hogareña se suma la defensa de la casa. Economía y espada. Allí, las guerras abiertas, con sus más de 200 centros de detención (más o menos clandestinos, según el caso) alrededor de todo el mundo. Los más conocidos: Abu Grahib, en Irak, y Guantánamo, en Cuba, con las fotos digitales de internos torturados rodeados de sonrientes soldados.

Obama ganó claramente en los estados donde hay grandes megalópolis –por ejemplo, Nueva York, California, Illinois, con Chicago, donde se festejó el triunfo– cuyas cuotas de diversidad, en todos los órdenes, ilusionan tanto como asombran. Obama ganó en la ciudad, en todo lo que ella representó como proyecto, en todo lo que ella implica hoy como crisis. Ganó en un archipiélago urbano.

Y allí donde estuvieron los votantes que en 2004 recompensaron las guerras de Afganistán e Irak, el cierre feroz a la inmigración, la prédica del club del rifle y el rechazo explícito del matrimonio homosexual, base discursiva de la campaña de Bush, Obama perdió. El mapa electoral de quienes no lo votaron es muy significativo. Es la notable mayor parte del territorio. Incluye, en su totalidad práctica, los lugares de residencia de esas clases medias y medias bajas cuya gastronomía y dieta guardan una cifra oculta acerca de su modo de fagocitarse al mundo. Lugares en los que, en su mayoría, se promueve una educación pública estatal que todavía sigue rechazando la teoría de Darwin: el evolucionismo. Allí están la tierra del Katrina, Louisiana, el Mississipi, Texas: lugares que fueron el núcleo electoral del republicano Mc Cain y que vienen votando a Bush desde el 2000… Parece que allí viven los que nunca dudan.

Simbólicamente, la famosa “esperanza en el cambio” encarnada en los votantes de Barack Hussein Obama de por sí tiene como epicentro otro cuerpo, el del Imperator nuevo. Es el cuerpo del mismísimo Obama el que sirve de soporte de la imagen construida por el marketing electoral, mucho más allá que sus acciones previas como senador (entre las que hay varias en la línea del, por él favorecido, “Acta del Muro Seguro”, eufemismo barato para denominar la estúpida idea de construir un muro de separación en el límite con México). De un saque, con un movimiento bascular fenomenal, Estados Unidos pasó de un texano bruto, homofóbico, delirante místico, muy blanco, defensor a ultranza del guerrero estado de excepción, descendiente de una familia de la política, republicano, a un hawaiano de verba atildada, egresado de la escuela de leyes de Harvard, defensor de los derechos civiles, con nombre musulmán, hijo de padres divorciados de los 60 con presencia de inmigración keniata, negro, demócrata.

Es que la potencia imperial misma está en esa capacidad productiva e innovadora. Aun frente a un panorama de declinación general de su destino manifiesto, Estados Unidos tiene un producto bruto nacional equivalente a las cuatro potencias que vienen detrás (Japón, Alemania, Inglaterra y la ascendente China). De hecho, el tamaño económico de California equivale al de Francia, el de Texas al de Canadá, el de Florida a Corea del Sur, el de Nueva York a Brasil, el de Nueva Jersey a todo Rusia, el de Louisiana a Indonesia. Argentina equivale Michigan.

Con todo, Estados Unidos sigue siendo la nación decisiva. Con todo, lo decisivo todavía sigue pasando por una nación.

Obama, entonces, tiene por delante el problema de una nueva forma Estado –ese es el campo abierto de su posibilidad y aquello que como promesa entraña su cuerpo como gesto. Forma de Estado para una otra forma de gobierno del capital globalizado, cuyo imperio seguirá vigente –tal es el límite intrínseco de Obama; tales son los rigores reservados para quienes poseen la dignidad y los vestidos del Imperator.

Publicado en Pausa #28, 21 de noviembre de 2008.
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sábado, 15 de noviembre de 2008

Seguridad y distribución del ingreso

Por Miguel Antonio Rodríguez

Por estos tiempos es un lugar casi común que los medios refieran al tema de la “inseguridad” como eufemismo de la violencia (en la forma de delito) con más o menos honestidad, con más o menos fortuna, pero casi normalmente –dadas sus necesidades, ya que el tiempo periodístico es un déspota prácticamente inhumano – con escasa capacidad de análisis.

Tanto las crónicas periodísticas como las declaraciones de funcionarios, y hasta las manifestaciones de especialistas, son prácticamente calcadas y presentan una deficiencia algo grave: no arriban a criterios que puedan producir solución alguna, con paupérrimas afirmaciones como “es un problema complejo” o “profundo” –dicha sin exponer en qué consiste esa complejidad o profundidad–. Se nos deja exactamente en el mismo lugar del que partimos pero con el sabor desagradable de estar ante un fenómeno inexplicable.

Lo mismo sucede con las (innumerables) marchas de una sociedad que se ha tornado en mendicante de un Estado que pareciera serle indiferente en razón de una maldad que tontamente es presentada como ontológica.

Debemos advertir que, desde el inicio, no tomamos “delito” o “seguridad” con el contenido que hoy le da la opinión pública. Esto es: “algunos” delitos que tienen como víctimas a “algunas” personas. A partir de esta concepción, no causa sensación de inseguridad el terrible maltrato al que son sometidos los menores (pobres), violencia que lleva a que en el Hospital Alassia se atiendan un promedio de 13 chicos severamente golpeados por semana. Casi dos por día. O lo peligrosísimo que es ser hoy un niño Toba, prácticamente destinado a morir como mosca por la infamia de la desnutrición.

Primero habría que indicar que el delito que causa la sensación de inseguridad es aquel que se perpetra contra la propiedad, que a su vez es causa de otros. Tanto desde el punto de vista del origen del delincuente como de su objetivo, entonces, estamos frente a un fenómeno económico, cuestión que es férreamente negada o directamente ignorada.

El objetivo primario del ladrón no es el homicidio o la violación. El delincuente, que está y que amenaza, el ladrón, busca dinero, de una u otra forma. Si quitamos esta pretensión, desaparece el delito que lleva a la concepción pública de inseguridad. Se podrá objetar que de hecho los ladrones también dañan, violan o matan, pero deberá aceptarse que no es eso lo que primero buscan, lo que pone al delincuente en marcha.

Cuando, como también ocurre en Santa Fe, un ladrón ingresa al domicilio de una señora y termina asesinándola, no es el homicidio la causa por la cual se entra en la casa; ya adentro –por una u otra razón– se desata la tragedia.

EL DELITO ES UNA REDISTRIBUCIÓN DEL INGRESO. Entendido el móvil real de quien roba, es claro que el delito es una forma de redistribuir el ingreso, la peor. Donde no llega el trabajo con remuneración digna o el rostro vergonzante de la asistencia social, fatalmente llegará el delito con su inevitable secuela de dolor.

No podemos dejar de observar que si por un lado hay una presión sin piedad para un consumo casi sin límite, a través de los medios masivos de comunicación, por el otro se le niega a una gran parte de la población la posibilidad misma de adquirir legalmente esas casi infinitas cosas: habiendo o no trabajo, lo que se gana es insuficiente para no ser un fracaso económico según el estándar mediático. Los actores de la inseguridad están así ya en el escenario.

En este marco, las soluciones que se proponen, como las que se piden, son meros parches que sólo pueden demorar un delito que, ya vimos, está en el aire como la flecha salida del arco. Son manotazos a la desesperada, de los que nadie puede seriamente creer que tengan la propiedad de solucionar este problema, en tanto que no apuntan a la causa que lo produce.

Si no se termina con la cuestión de fondo, la económica: ¿cuántos policías puede tener una comunidad, cuántos presos? Los que hoy demencialmente sostienen que los delincuentes entran por una puerta y salen por otra tal vez no hayan reparado en que todas cárceles del país están colapsadas. Es más, hemos recibido una advertencia de las Naciones Unidas por el hacinamiento. Hasta hay presos superpoblando las comisarías.

¿Los jueces y la justicia? No se ignora la venalidad que existe en la Justicia, cuestión que puede ser extendida a casi toda institución argentina. Ahora bien, ¿realmente se piensa que un grupo nuevo de jueces impolutos solucionará la delincuencia?

¿Son las leyes? Pensemos con un ejemplo: como solución, se pretende bajar la edad de la imputabilidad penal. ¿Cuál es el límite? De seguir así, tendremos cárceles guarderías para chicos de 11 o 12 años y “delincuentes” de 10, 9 y menos. Recuérdese la sanción en serie de el paquete de leyes Blumberg: con ellas la situación es casi exactamente igual que antes.

También hay iniciativas supuestamente ingeniosas, como el canje de armas. Promovido desde el Estado nacional, de cierta forma deviene en la mera renovación del parque de armas, pero con financiación del estado. Los delitos con armas no han disminuido.

LA SOLUCIÓN TAMBIÉN ES ECONÓMICA. Es también de destacar que todos los opinantes, tarde o temprano, hacen referencia a la situación socioeconómica como la verdadera solución de la delincuencia productora de la inseguridad. Esto es cierto.

Sin embargo, gobernantes y gobernados ubican un cambio de este tipo en el mediano y largo plazo, sin indicar siquiera un camino para cumplir con una reforma socioeconómica de inciertos lapsos, en una especie de utopía de la cual otros serán responsables y que, en definitiva, nada tiene que ver con el hoy, dado que hoy nada se hace –ni se pide–. Ni siquiera se siente culpa por el incumplimiento con ese futuro.

El delito como casi cualquier problema solo tiene solución por donde se produjo. Si se ubica la redistribución en el largo plazo, allí se esta colocando la solución del delito.

Por lo tanto no estamos ante un problema insoluble ni mucho menos, sólo que la forma en que la sociedad plantea todos los problemas “sociales” lo prolonga.

Lo que no se le dice a doña rosa es que debe demandar (o realizar) la redistribución de la riqueza en el corto plazo o continuará –hasta ese inasible plazo mediano o largo–siendo víctima de la delincuencia.

Finalmente, anticipando una objeción, digamos que lo económico no desterrará el delito en su totalidad. No llegará la delincuencia cero de la mano de la redistribución, porque la sociedad produce delincuentes también por otros motivos, pero estos (desde la pedofilia a las estafas, o de la corruptela del funcionariado a la trata de personas) son enormemente minoritarios y no componen la llamada sensación de inseguridad.

Publicado en Pausa #27, 14 de noviembre de 2008.
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viernes, 7 de noviembre de 2008

Teología y AFJP

¿Qué hay detrás de la consigna “basta de política”? El autor sugiere dos respuestas: dictadura y menemismo.

Por Juan Pascual

Las pesadillas políticas que la fácil y mala ciencia ficción ingenia deben su poca verosimilitud a los ángulos rectos con que delinean sus fantasías: son muy cuadradas para ser arte. Torpemente, esas pesadillas plantean una causa única, opresiva e identificable, para una serie ilimitada de fenómenos desastrosos, que existen sólo como efectos.

Sin embargo, el modelo de ese infierno, el motivo de esa forma de narrar, es muy antiguo (acaso ancestral, milenario, fundante) y más eficaz que las amenazas de la ficción científica berreta. En este modelo, la causa estipulada como fuente de todo efecto, la causa única presente–más allá de (y gracias a) las variaciones– tiene un nombre corto y conocido. Es el Mal (con mayúscula). La construcción mítica del Mal es uno de los ejes de la argumentación política. Detrás del Mal, de la amenaza, está el cercano infierno, del cual hay que defenderse.

Desde los cielos sale la línea paralela a la del Mal: la que se halla en su reverso. Es la imaginación de un mundo carente de todo tipo de roce y fricción. Todos aquellos que estén allí son salvos, nada les faltará: serán completos como círculos. No se trata del Edén, ya que la culpa (si originaria, mejor) sigue siendo necesaria en esta gramática. Se trata de un mundo anterior al castigo a Babel, en el que todos somos una unidad y nadie discute, pues hablamos el mismo lenguaje. Un mundo del Bien.

Pero cuando se es soñado por este tipo programa político, sólo una opción es posible: la eliminación de los conflictos en pos del Bien. En breve: el conflicto (y toda acción que lo produzca) es el Mal; el Bien es la ausencia del conflicto (y toda acción que de éste nos defienda).
Bien y Mal se complementan, en tanto se crea que los conflictos vienen dados por un algo, un otro, una cosa externa y extraña (la subversión marxista leninista, el terrorismo islámico, los movimientos populares, el Mal), que viene a alterar lo que naturalmente es beato (el occidente cristiano, los defensores de la libertad, el mercado, el Bien). Esa clave política y teológica obtura una cuestión básica: los conflictos se producen por la lógica misma de las relaciones en la que los mismos conflictos se encuentran.

Son las características de origen (génesis), las redes y posiciones existentes (estructura) y la variación de los movimientos (dinámica) de las relaciones sociales las que construyen y son construidas por los conflictos, las contradicciones, las diferencias, las diversidades, las subversiones. Soñar un Mal y un Bien puros, a erradicar o a imponer en la sociedad, es continuar bebiendo sangre de los otros, que no son los nuestros, hasta volverlos cadáveres, si es necesario.
Sin embargo, lo político también se relaciona con los momentos en que sí se percibe que el conflicto es inmanente a la sociedad. No sólo eso: que el conflicto es productivo para la sociedad. Que del conflicto viene la innovación, la posibilidad: lo impensado. Y que desde el conflicto puede surgir un ejercicio de la justicia que no demande tanto exterminio.

En la última contienda de local que tuvo a Alfio Basile como DT de la Selección, el director de cámaras de la transmisión desde el circo de River supo detenerse varias veces, de ostensible y explícito modo, en una bandera colgada de la platea. Con visible letra negra rezaba: “Basta de política”. Era el símbolo de la Argentina el que repudiaba a la política, en el centro del espectáculo cultural más multitudinario, festivo, nacional y comunitario del país: el de los gladiadores. La eficacia simbólica del gesto radica en la forma teológica de ese Bien y ese Mal allí presentes.

Hay que defender al país de la política.

Nuestra historia reciente reconoce dos versiones en las que este repudio cobró efectividad. La primera entendió que el Mal se adhería a los cuerpos. Entonces, seleccionó 30.000 humanos, incluyendo nonatos, los enlistó, los secuestró, los mantuvo cautivos, los torturó y luego los desapareció, siempre en defensa del Bien: una sociedad segura (estos es: más que sin organizaciones armadas, sin política de base) y una democracia de libertad mesurada y sin excesos (traducido: de gobierno determinado por la caótica dirigencia de los sistemas corporativos de defensa del capital). Y la segunda versión entendió que lo que hay que licuar son las relaciones sociales desde las cuales surgen los conflictos. Que hace falta mucho más que matar. Que la respuesta requiere una activa política del Estado en pos de que el mercado pueda actuar en su plenitud sirviéndose libremente de la potencia de lo público y lo privado.

Y esa es la diferencia crucial de la economía de la dictadura y del menemismo. Para el gobierno militar el achicamiento estructural de la fuerza pública –vender YPF– era un límite. Límite que, justamente, hace visible todo lo que entrañó la reforma del Estado –privatizaciones–, el fin de la promoción industrial y la apertura externa a las importaciones –destrucción de la vetusta industria local–, la pérdida de la soberanía monetaria –conocida como convertibilidad– y la transformación del sistema previsional –las AFJP, regulación inseparable del déficit y el aumento exponencial de la deuda externa.

La construcción de ese Estado para el mercado se hizo en nombre de la modernización y de la defensa de la libertad. El Bien fue el ajuste final de lo que era ser un ciudadano postdictadura a lo que es, en los 90 y hoy, ser un consumidor (des)empleado. Y el Mal fue lo que detenía la libertad de lo económico. Como todo fue una fiesta de crédito, viajes al exterior y licuadoras, no faltó el promotor audiovisual que se regocijase curtiendo a los docentes, jubilados, empleados del Estado o, luego, piqueteros que indicaban, sin error alguno, la ineluctable proximidad del 2001.

En el “basta de política” hay que reconocer la voz de esa política constituida. Es decir, el odio al conflicto, en tanto odio al otro. No es el “que se vayan todos”: la consigna, rodeada de asambleas populares y barriales, ONGs, fábricas recuperadas y organización de la gestión piquetera, apuntaba a los problemas de la representación y de la participación directa. “Basta de política” apunta más lejos: es la (teológica) forma política de asfixiar la política. Eso significa dos cosas: dictadura o menemismo. Más bien, una sola: dictadura y menemismo. Hoy, eso es seguridad policial “dura” y jurisprudencia “firme” a medida de las leyes del mercado.

También eso que ahí se llama “la política” está discutiendo la recuperación de las cajas previsionales. Se trata del fin de una aberración reconocida casi por todo el arco partidario. Las AFJP no cumplieron ninguno de sus legítimos objetivos financieros: jamás aliviaron de su carga al Estado, nunca abrieron un mercado para capitales productivos, no les interesó –no necesitaron de– la inscripción de los trabajadores en negro. Ni ofrecieron mejores jubilaciones, ni podrían haberlas ofrecido jamás. Sí fueron efectivas en el cobro de las comisiones, usurarias por lo demás.

Nótese la dimensión. Las rutas estuvieron cortadas más de 100 días en una puja por la distribución de no más de 2 mil millones de pesos. Hoy, en la cartera de las AFJP están los bancos Macro, Patagonia y Galicia, grandes proveedoras de luz y gas, Molinos, Metrovías, Telecom, el grupo Clarín, por ejemplo. Las AFJP, funcionando como ordenado oligopolio, son el principal accionista de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires: una gota en la tempestad internacional, que en el pago chico moja y mucho. El Estado nacional puede comenzar a recibir un flujo anual de poco más de 14 mil millones, más un total aportado que supera los 80 mil millones de pesos. Eso significa también que puede liberar ingresos de la masa de impuestos comunes que hoy utiliza para pagar las jubilaciones, y darles otro uso (o coparticiparlos).

Hace 15 años que “la política” no tiene una oportunidad como ésta para reconstruir lo público. Eso comprende al oficialismo, la oposición y los diferentes movimientos sociales. Y eso demanda, primero, que el gobierno abra el proyecto a la discusión, evitando genuinamente cualquier defecto técnico en la forma del debate o de la letra. Luego, requiere afinar la capacidad imaginativa para producir un instrumento legal que regule no sólo la intangibilidad de una gran caja de aportes, como garantía de mejores jubilaciones, sino la movilidad de un fondo que se valorice financiando la producción y la obra pública. Y, finalmente, obliga a dejar de lado las acusaciones que no comprenden que la oportunidad del retorno de las cajas al Estado supera la contingencia de cualquier gobierno. Porque por delante hay un conflicto que hoy en lo financiero transciende nuestras fronteras y que en lo demográfico y laboral presenta un problema inédito: la estructural y creciente falta de aportantes para el aumento de los beneficiarios.Ese conflicto no será productivo si se evita o se bastardea la discusión actual. Y lo que se opone a la productividad del conflicto es lo mismo que aviva su demonización: el juego del Bien y Mal, la política teológica.

Publicado en Pausa #26, 7 de noviembre de 2008.
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