viernes, 29 de agosto de 2008

Palabras vacías

Por Gastón Chansard

Los días olímpicos dejaron record mundiales, recuerdos, emociones y críticas con poco sustento. El exitismo de la prensa no transita por la misma pista del deporte nacional.

El universo deportivo expresó todas sus emociones en Beijing. En algo más de dos semanas, todos (los que entienden poco, mucho y nada) dedicamos algunos minutos de nuestras vidas para espiar a miles de atletas que llegaron a la competición sublime del deporte mundial.

Desde este espacio, donde tantas veces se trataron temas muy alejados de la agenda mediática deportiva, hoy se hace realmente imposible no involucrarse en una cita que dejó cientos de temas a desarrollar: desde las nuevas marcas mundiales logradas por seres humanos que parecen máquinas creadas en algún laboratorio asiático, hasta la extraordinaria organización de todas las competencias. Y entre tantas cuestiones que surgieron de estos históricos Juegos Olímpicos, una vez más la opinión fácil y la ignorancia de gran parte de la prensa argentina y la exitista (con todos los males que esa palabra arrastra) clase media nacional, me provocaron un deseo enorme de hacer una autocrítica. Sí: autocrítica, porque quien escribe es hijo de la clase media argentina y por elección periodista –aunque muchas veces sienta profunda vergüenza por compartir la vocación con algunos colegas.

La postura de buena parte de la clase media con respecto al conflicto entre las entidades del agro y el gobierno nacional se reflejó, claramente, en los 120 días que duró el mismo. ¿Usted cree que el señor que atiende la pinturería, la peluquera, el empleado del banco o el joven estudiante de arquitectura distinguen el real problema existente entre el sector agrícola-ganadero y el Ejecutivo nacional? ¿Usted cree que todos los movileros, conductores de noticieros y periodistas en general saben “de la A la Z” cada punto de este reclamo campestre? Yo creo que no.

En los Juegos Olímpicos, como en la pelea “campo vs. gobierno”, la sociedad y la prensa hablaron de muchas cosas sin entender demasiado. Desde la crítica, el individuo es capaz de crecer y desde la autocrítica mucho más. Pero cuando la crítica se desploma al exigir un mínimo argumento, es tan dolorosa como injusta.

Durante varios días de la competición olímpica, en radio y en televisión sobraron los rápidos de lengua para asegurar que el deporte argentino había fracasado una vez más. ¿Argumentos? Sí, uno: el Estado no les da el respaldo que se merecen los atletas nacionales. ¿Algún argumento más? No. ¿Usted cree que Suecia o Suiza son países relegados en el contexto económico, social y cultural con respecto a la Argentina y que, por ese motivo, no pudieron apoyar a sus deportistas? Si usted cree que es así no vivió en este mundo, por lo menos, en los últimos cuarenta años. La pregunta que hace referencia a estos países europeos no es casual, sólo es el comienzo de otra pregunta: ¿Cómo explica el “sabelotodo” argento que Argentina finalizó mejor ubicada que Suecia y Suiza en el medallero olímpico? Dudo que existan respuestas con sólidos argumentos.

Con el simple ejemplo de observar el medallero y comparar puestos entre países desarrollados con el nuestro, no pretendo aseverar que el apoyo del Estado nacional es el adecuado. Todavía el deporte en la Argentina sigue siendo una cuestión secundaria, por lo tanto es muy complicado codearse de igual a igual en la gran mayoría de las disciplinas con los países del mundo que realmente aplican políticas deportivas a mediano y largo plazo. El tema central es saber qué hacen los que tanto critican durante los Juegos Olímpicos las actuaciones nacionales durante las Olimpíadas. Cabe aclarar que Olimpíadas es el tiempo que transcurre entre el Juego que terminó y el que está por empezar (muchos periodistas hablan y hablan y ni siquiera diferencian las terminologías).

Si los periodistas no saben o ni siquiera se esmeran en saber qué está haciendo el atleta o el Estado por ese atleta durante los años previos a los Juegos, carecen de toda seriedad cuando esgrimen sus críticas desde el poder del micrófono. Muchos de los colegas vinculados al fútbol son los primeros en cuestionar la falta de éxitos, y son ellos los que a veces la juegan de promotores de proyectos a largo plazo, los que enarbolan la bandera del exitismo de la que después se hace partícipe la sociedad.

El exitismo es malo en sí mismo, pero mucho más cuando la promoción llega desde los medios masivos de comunicación, que sin saber si quiera la reglamentación de los deportes son capaces de sentenciar un “fracaso del deporte nacional”. Muy sueltos de cuerpos, estos periodistas que hablan mucho y piensan muy poco lo que dicen, exigen más dinero para los deportistas por parte del Estado. Pero esos recursos que todos queremos que lleguen a los atletas para que puedan entrenarse más y mejor, ¿de dónde creen que deberían salir? Por ejemplo: la clase media y estos colegas sueltos de lengua, ¿estarían de acuerdo con que se retenga parte de lo que gana “el campo” para darle a los deportistas? O, en Santa Fe, ¿le pedirían al intendente que aumente más y más la Tasa General de Inmuebles para que colabore con los representantes de nuestra ciudad?

Las políticas deportivas de las que sólo habla esta gente durante los Juegos Olímpicos no se pueden pensar ni discutir a la ligera en cinco minutos de radio o televisión. Las políticas deportivas, en las que debería estar íntimamente ocupado el periodismo deportivo, se las exige, mínimamente, desde el entendimiento y la preocupación por el deporte y el deportista. Y, que yo sepa, nunca se escucha a una yudoca o a un jugador de tenis de mesa en algún medio nacional, y mucho menos en nuestra ciudad, donde el fútbol se come todo.

Los Juegos fueron grandiosos –sin lugar a dudas los mejores de la modernidad– y el glorioso deporte argentino, para orgullo de los que lo amamos, se subió seis veces al podio. Ahora vendrán los días del fútbol (deporte que adoro y creo entender), los olvidos de los que tanto critican, pero cuando vuelvan a faltar pocas horas para que la llama se encienda en Londres, con ella también enardecerán los que estamos hartos de escuchar tantas palabras vacías.

¿DE QUÉ HABLAN LOS QUE HABLAN DE FRACASO? Argentina finalizó en la 34ª posición del medallero olímpico. Segundo con respecto a Sudamérica –Brasil consiguió una medalla de oro más que nuestro país– y tercero a nivel América Latina. Cuba fue el mejor. Países con mayor presupuesto económico, como Grecia, Suecia, Austria o Suiza, terminaron por debajo de la delegación albiceleste.

Publicado en Pausa #16, 29 de agosto de 2008.

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viernes, 15 de agosto de 2008

Un fantasma, unos números, una culpa

Por Juan Pascual


Están en un lugar, pero bajo la forma de no estar. Los fantasmas son entidades cuya presencia se sitúa exactamente sobre su ausencia. El megafilm Sexto sentido se basa en señalar esa cuestión (los muertos nos rodean pero, en el fondo, nunca están frente a frente con los vivos) y en situar un operador que convierte a los fantasmas en sí en fantasmas para nosotros. En la película ese operador es el niño que puede ver. (En otro nivel, las religiones tienen a la institución, a los profetas, a los momentos de contacto místico, en los que el Dios y la carne comparten al mortal; algunos partidos políticos proceden del mismo modo, incluso hay los que incorporan al ascetismo –particular práctica compartida, de diferentes modos, en Oriente y Occidente– como imperativo militante).
La función del niño –es decir, del operador– es la de poder actuar sobre esa forma de vida fantasmal, basada en repetir las mismas acciones: llorar una pérdida, lamentar un accidente, anhelar al ser que quedó vivo, vengar el daño sufrido. Cualquiera sea esa acción que guíe la triste vida del fantasma, se reduce a un guión, una escena que, sin fin, retorna de diferentes maneras. Quienes quedamos a merced de esa serie inmanejable de sucesos no podemos ver a los fantasmas como lo hace ese niño. Luego, en la relación con nuestros fantasmas, estamos situados siempre en la misma posición. El niño que puede ver está para conjurar el espectro construyendo un relato compartido que lo pueda atravesar y disolver, ubicándolo en otra posición. Sólo así lo ominoso, el fantasma en sí, puede pasar a ser lo simplemente problemático, el fantasma para nosotros, en suma, el relato sobre el fantasma.
La última dictadura, la hiperinflación y la explosión de la desocupación, comprendida estadísticamente entre (al menos) 1996 y 2004, son tres fantasmas diferentes (quizás, tres imágenes de un mismo fantasma) constitutivos de la experiencia histórica reciente. Más exactamente: sobre esos tres hechos hay un tipo de versión, que se repite, se repite y se repite, y que ha logrado construirlos como fantasmas. Esa repetición actualiza, renueva y fortalece la experiencia horrorosa, porque las posiciones fijas en el escenario del espanto se restauran.
La teoría de los dos demonios sitúa a quienes padecieron el terrorismo de Estado como, por lo menos, provocadores de la dictadura. Las desapariciones serían, de este modo, una respuesta a un mal anteriormente causado y, por lo tanto, ajustarían la balanza. En esa dinámica, a los Juicios a la Juntas les corresponde la obediencia debida y el punto final. Con los nuevos juicios habría un desequilibrio (que vendría a reiterar a la “memoria parcial de los derechos humanos”). Bajo esa gramática de la teoría de los demonios, entonces, se explica tanto el argumento de Bussi y de Pando como a quienes lo encuentren razonable.
El sistemático proceso de desguace del Estado y de desmantelamiento y concentración industrial, comercial y financiera de los '90 no provocó la desocupación. A través del discurso de lo que entonces se llamó “modernización” podemos comprender cómo el causante fue el desocupado mismo: no estaba adecuado para lo que el “cambio” exigía. El fantasma de la desocupación no sólo sitúa al expulsado como lógico único responsable de su posición; borra la ligazón entre humano y trabajador y convierte a la desocupación en el estado natural de existencia. Cambian las posiciones: el desocupado ya no es más un trabajador sin empleo; el trabajador pasa a ser un desocupado con empleo. Abierta queda la perenne flexibilización de sus derechos.
Sin embargo, es otro el fantasma frente al que muchos asumen o reconocen el propio grito. Quizá sea así porque en su morada se expresa el Nombre que todo puede nombrar y que, por ello, da cuenta de una síntesis de las múltiples determinaciones de la vida social: el precio.
En la esquina de Castellanos y Lavalle existía un supermercado familiar de no más de cuatro o cinco góndolas, carnicería y fiambrería. Sus clientes lo denominaban “Bellomo”. No recuerdo cuándo cerró, pero sí guardo una imagen de 1989, época en la que, centímetros más o menos, llegaba a la altura del tercer estante, contando desde abajo.
Estábamos mirando frascos. A la derecha, un muchacho recorría el estante pegando precios sobre los precios de los productos. Terminó la tarea, giró, tric tric tric, los números en la máquina (“remarcadora”, se la llamaba entonces), caminó al principio de la góndola y volvió a comenzar. Su misión era mantener el limbo del perpetuo remarcado.
Las versiones son miles, cada una repite cosas diferentes. Salarios que, apenas cobrados, se transformaban en mesas y sillas, para que no se perdiera el valor. Familias que compraban cantidades de harina y levadura y hacían su pan, antes que comprarlo. Hubo quienes se procuraron el alimento diario, durante largos períodos, con infructuosas excursiones de pesca a playa norte.
Experimentar pánico porque todos los días las cosas aumentan un poco más que la plata recibida por mes es la marca que dejó 1989. Joder con ese dolor y joder con esos gritos es también joder a la parte de abajo de la pirámide de la distribución. El secretario de comercio, Guillermo Moreno, no sólo niega un proceso inflacionario: deniega el retorno de un horror atroz. Es obsceno hacerlo todos los meses.
Y es notable cómo, lenta y paulatinamente, la voz del fantasma reaparece. Su propia palabra indica cómo aplacar los aumentos, dictando como causa de los mismos al exceso de demanda agregada. Salvajemente, entre otras cosas, el planteo termina señalando que los aumentos de salarios provocan los aumentos generales de los otros precios. Así es, se dice, entre otras razones, porque más salarios son más costos de producción.
¿Se podría jugar a ser el niño de Sexto sentido, considerando que en los últimos tiempos los aumentos salariales no superaron, con toda la furia, más del 20% en cada año y utilizando datos de público conocimiento?
Entre 2006 y 2007, Quickfood, con sus homónimas hamburguesas y con las Paty, aumentó sus ganancias un 64%. Más claro: si tuvo ganancias por 100 en 2006, en 2007 ganó 164. Además, maneja el 60% de su mercado. Arcor, líder en golosinas y enlatados, aumentó un 40%. La cementera Loma Negra, hoy de la brasileña Camargo Correa, incrementó sus ganancias en un 95%. Aluar, aluminios, 42%. Serían números para festejar excepto porque, por ejemplo, Quickfood sólo aumentó su producción un 8%. Esto es: si en 2006 produjo 100 unidades, en 2007 hizo 108. Arcor incrementó la producción un 10%. Loma Negra un 8% y Aluar un 10%. ¿Cómo ganar tanto más sin producir tanto más? ¿Acaso porque una posición concentrada en la oferta permite mover los precios al antojo? ¿Qué significa esto si se considera que el 85% de las ventas de supermercados están manejadas por seis firmas, que tres ingenios producen el 50% del azúcar, que la europea Unilever y la norteamericana Procter & Gamble manejan el 90% en artículos de limpieza y que cinco emporios llegan casi al 100% de la producción de plásticos y envases de alimentos? Si los aumentos de salarios se trasladan a los costos y, luego, al precio de los productos, ¿se trasladarán las superganancias a los salarios de los trabajadores?
Cada precio expresa la situación, el momento actual, de un conflicto social existente. Muy poca intervención se puede hacer en tal conflicto a partir del control de precios: siempre se pueden trampear, siempre se termina cediendo (generalmente, para un mismo lado). Mucho hay por hacer en materia de ampliar la oferta, de hincar el diente en la torta oligopólica, de situar al Estado como un agente productivo con mando tecnológico. A la fecha el gobierno nacional optó por lo primero, y con mala gestión.
Hay que recordar que el salario es un precio más, aquel que corresponde al tiempo de trabajo vendido. Y que cuando crece menos que el precio de los productos, el fantasma reaparece. Y que lo importante no es tanto el miedo, la experiencia aterradora que ello conlleva, sino las posiciones, el guión, el escenario que se monta. Porque, en suma, un fantasma, una escena donde cada posición se repite, es un conflicto que no avanza, donde el héroe vive como simple víctima pasiva. El fantasma de la inflación está para plantear un escenario en el que jamás el ojo puede ver la posición de los que estructuralmente ganan. Por eso, a veces hasta sentimos culpa cuando la plata no nos alcanza.

Publicado en Pausa #14, viernes 15 de agosto de 2008

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viernes, 8 de agosto de 2008

Mano dura adolescente

Por María Cecilia Moscovich


Ayer empecé a reemplazar en un 5to. año, en “Formación Ética y Ciudadana”.
El tema que estaban viendo era Derechos Humanos. Escribí esas dos palabras en el pizarrón y les pedí que empezaran a decir lo que se acordaban, a lo que les refería. Tras varios “no me acuerdo nada”, un grupo de alumnas dijo “los derechos humanos son eso por lo cual los sacan a los ladrones de la cárcel”. A continuación, hicieron chistes sobre Hitler, reivindicaron la dictadura…
Y ahí se armó.
Se armó una gran discusión. Yo repreguntándoles y rebatiendo lo que decían, las chicas vociferando muy emocionalmente una serie de enunciados que fui tratando de apuntar en el pizarrón, como para tratar de analizar más fríamente lo que se estaba diciendo. Todos los enunciados eran prototípicos del discurso de la mano dura.
Es cierto que gran parte de los alumnos permanecieron callados.
Volví a mi casa y me puse a escribir esto, un poco tratando de digerir, un poco buscando una forma de dialogar, porque la discusión de ayer –como jamás me pasó con mis alumnos– se pareció más bien a una pelea. Nunca antes me había pasado encontrarme con adolescentes con un discurso así. Si fuera cualquier otra situación, probablemente me olvidaría del asunto o estaría malhumorada un rato y se me pasaría luego. Pero estos chicos van a ser mis alumnos durante los próximos 3 o 4 meses.
No hay una sola visión del mundo. Está la derecha, está la izquierda, y un montón de matices y rejuntes en el medio. Por lo general siempre he estado de acuerdo con mis alumnos, o por lo menos ellos no defienden con tanta sulfuración sus diferencias.
En la escuela compiten y se encuentran varias visiones sobre el mundo, se negocian significados. No hay una sola visión sobre el mundo y la sociedad. La discusión, la escucha de las diferencias, debe llevarnos a mover nuestro pensamiento, no a aferrarnos a las posiciones que teníamos previamente. Si tanto gritamos, si tanto vociferamos, ¿cómo podremos llevarnos algo de lo que los otros dicen, cómo algo de lo que los otros dicen servirá para modificar nuestro pensamiento?
Estoy dispuesta a buscar algo de razón en lo que dijeron. De todos los enunciados que fui apuntando en el pizarrón, ¿en ninguno había algo de verdad, y de justicia? ¿Por qué me chocó tanto lo que dijeron? ¿Por qué choca tanto el discurso de la mano dura?
El discurso de la mano dura, tiene un fondo de justicia. Hay por lo menos una pretensión de justicia en sus exigencias. Se exige que a un delito corresponda un castigo justo. Que el que cause un daño, lo pague. Se exige que el trabajo y el esfuerzo sean la única fuente de obtener lo que se tiene, y no el delito ni las prebendas de los políticos de turno. Se exige respeto por la vida humana, por las propiedades y bienes conseguidos con trabajo. Se exige sentirse seguros y tranquilos.
Ésas son pretensiones justas. Yo las comparto, y no creo que haya persona en el planeta que no las comparta.
¿Entonces cuál es el problema con el discurso de la mano dura? ¿Por qué estuvimos una hora entera gritándonos si en eso estamos de acuerdo?
El problema con el discurso de mano dura es que más que como un discurso de justicia suena como un discurso de venganza.
El problema con ese discurso es que sus exigencias de justicia van asociadas con afirmaciones injustas, con asociaciones ofensivas y discriminatorias, llenas de odio y resentimiento.
El problema con el discurso de la mano dura es que cree que la descripción de la realidad es un argumento ético. El discurso de la mano dura enumera hasta el cansancio todo lo que pasa y, en algún sentido, dice cosas ciertas (los robos, la inseguridad, las muertes). Con ello, entonces tenemos que darle razón. Pero contar lo que pasa no es pensar, es sólo contar lo que pasa, y no es imaginar una alternativa de cambio.
El problema con el discurso de la mano dura es que lo que propone es el epitafio de los hechos: en vez de encerrar a los menores que delinquieron, ¿por qué no pensar en algo para hacer antes?
El problema con el discurso de la mano dura es que simplifica en un par de recetas mágicas un problema inmensamente complejo. Deja mucho, muchísimo, de lado.
Claro que hay corrupción en la justicia, claro que las cárceles no funcionan. Todos queremos que la justicia mejore y las cárceles mejoren. Yo también, y asimismo “los de derechos humanos”.
¿No es un poco incoherente exigir más cárceles al mismo tiempo que gritamos que las cárceles no funcionan? ¿No es incoherente pedir más policías cuando al mismo tiempo se grita que la policía es corrupta?
¿No habrá que imaginar, entonces, otra cosa?
Nadie dice que haya que abolir las cárceles o dar rienda suelta al delito... claro que no. El sistema penal debe mejorar. Debe haber policías y el delito ser castigado. Claro que sí.
Pero hay muchas cosas más que deben hacerse, y el problema con el discurso de la mano dura es que siempre las deja de lado.
Todos, hasta los de derecha, saben que el aumento exponencial del delito en Argentina en los últimos años viene de la mano del aumento de la desigualdad y la exclusión social. Mis alumnas ayer se empeñaban en rebatir este hecho, probablemente el único indiscutible en todo esto. Decían que mucha gente sin recursos trabajó desde abajo, y no roba, por lo que –decían– la desigualdad y la exclusión no están en la raíz del delito. Afirmación sorprendente en unas alumnas que minuto seguido decían que “los negros que se reproducen como conejos no paran de robar y matar por dos pesos”.
¿Podemos afirmar seriamente que en la desigualdad social y la exclusión no está la raíz del aumento exponencial de la violencia del delito? Diré, también, que esto no implica criminalizar la pobreza, por el contrario a gritos dije que si todos los pobres –la mitad de la población argentina– fuesen criminales, ya no habría nadie vivo.
Entonces, ¿qué es más urgente? ¿Construir cárceles, encerrar menores, juzgarlos como a adultos, implementar la pena de muerte –y todas las cosas que mis alumnas dijeron– o atacar la desigualdad, generar trabajo genuino, redistribuir la riqueza, educar, generar inclusión social, y mantener la esperanza en el poder que la educación, el trabajo y la cultura tienen en la transformación de las sociedades?
¿Es mucho pedir a unas chicas de 17 años que tengan esperanza? ¿No se puede cambiar un discurso de justicia basado en la venganza por uno de justicia basado en la esperanza y el cambio de la realidad?
Mis alumnas dijeron que a los pobres se les vive dando oportunidades y que las malgastan. ¿Será tan así? ¿No será exagerado, y por ello falso? ¿No habrá historias de transformación, de dignificación, de oportunidades aprovechadas? Yo podría contar miles.
¿Saben mis alumnas que la sociedad polarizada, fragmentada, exclusora y desigual que tenemos, es producto de la política económica implementada por la dictadura que reivindican? ¿Saben que gracias a “los militares” la clase media argentina se vino abajo, la riqueza se concentró y millones de personas fueron expulsadas a la miseria y la indigencia?
¿Les parece a mis alumnas una linda imagen del futuro una sociedad llena de villas y de cárceles? ¿No será mejor poner la energía también en terminar con la pobreza? No, no podemos prenderles fuego. No sólo porque hacerlo nos convertiría en bestias, sino porque volverían a aparecer, porque es el sistema el que fabrica pobres, chicas, no ellos “que se reproducen como conejos”.
Sí preocupémonos por la seguridad, exijamos justicia y castigo al crimen. Pero la justicia no pasa sólo por la seguridad. Quiero decirles que “los de derechos humanos” no pelean sólo “por los negros”. Peleamos por una sociedad más justa para todos los humanos. Peleamos por una idea de humanidad donde tengan lugar la esperanza, la compasión, la posibilidad de transformación y de volvernos mejores.
Pongamos nuestra energía no en odiar, sino en pensar alternativas para terminar con la raíz del problema. Les pido atención para que sus exclamaciones de justicia no se conviertan en exclamaciones de odio y, por tanto, injusticia.
El tema del sistema penal es un tema fascinante y también urgente; vamos a ponernos a estudiar sobre el mismo (algo fundamental al emitir opiniones tan apasionadas es investigar el tema). Pero no es la única dimensión de la justicia, y no es la única que debería preocuparles. Construir una sociedad de verdad más justa pasa por construir no una sociedad llena de encerrados, sino por construir una sociedad más igualitaria.

Publicado en Pausa #13, viernes 8 de agosto de 2008

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viernes, 1 de agosto de 2008

Una guerra de baja intensidad

Por Ana Fiol



El Movimiento de Mujeres de la ciudad siempre ha estado comprometido con los principios básicos de la lucha para la liberación de las mujeres de condiciones de violencia, es decir, de servidumbre y abuso. Insultos, humillación, violación, palos y muerte.
Mabel Busaniche dice que el feminismo y las luchas de las mujeres, los esfuerzos de tantas compañeras organizadas durante los últimos veinte años, están dando sus frutos en general. Yo creo que, en particular, en el problema de la violencia hay más denuncia y la comunidad se hace cargo de la cuestión de una forma más abierta. Eso es una enorme victoria para el movimiento de mujeres, a la que se suman otras, como la educación sexual y de género en las escuelas y el haber instalado en la esfera pública el aborto legal como un derecho que ya no puede esperar.
El refugio que propone la concejala Adriana Molina es un recurso estratégico en la batalla contra la violencia, una política pública feminista que ayudaría a las mujeres golpeadas. En Inglaterra, el recurso del refugio era importante a la hora de ayudar a una mujer a escapar de su casa y del peligro de morir apaleada a manos de su marido. En Londres mueren dos mujeres por semana, casi todas cuando finalmente los dejan. En la comunidad latinoamericana, formada sobre todo por colombianas y ecuatorianas pobres, las mujeres están a merced del machismo latino tanto como de su destino de sirvientas y/o putas.
Frente a esos niveles de vulnerabilidad y desprotección, los cinco refugios de las organizaciones de la comunidad latina, diseminados por lugares secretos de la gran ciudad, eran muy útiles para mujeres y niños abusados por la violencia doméstica.
El problema de las políticas feministas es que siempre hay que inclinarlas para el lado de las más pobres para que resulten efectivamente feministas. Es decir: hay que construir y gestionar refugios donde más se necesitan.
La pobreza y la violencia doméstica hacen desastres en el cordón oeste de la ciudad. Las mujeres de los sectores populares son las más violentadas, pero además son las más desprotegidas. La justicia y la policía no las ampara ni protege, más bien todo lo contrario.
El maltrato es un delito, nos dice la ley, pero las mujeres del centro escapan sin denunciar y las mujeres pobres no tiene a dónde ir. Refugios para las mujeres de los sectores vulnerables y sus hijos sería a mi criterio una iniciativa correcta, pero el estado está obligado a tomar el toro por las astas y hacer política pública, abordando la cuestión de la violencia doméstica con recursos humanos, dinero e investigación. Se nos explica que no hay datos, que los recursos no alcanzan, la oficina del equipo provincial es paupérrima. Sin estadísticas ni personal, el área no es una prioridad.
La violencia contra las mujeres es una guerra de baja intensidad, interminable, profunda y antigua, contra el segundo sexo. Es tan universal que parece natural considerar a las mujeres seres inferiores. Sin embargo, el Movimiento de Mujeres no se amedrenta por la enormidad de la tarea. El Colectivo La Verdecita está impulsando un protocolo de violencia doméstica a través del sistema de salud. La lógica es simple pero efectiva: las mujeres siempre vamos al médico, por nosotras o por los hijos. Chabela Zanutig quiere que los médicos, los agentes sanitarios, las asistentes sociales y las enfermeras estén munidas de un instrumento que les permita tener presente siempre el problema y registrar a las víctimas. De este modo la violencia no caería debajo del radar del sistema y se juntarían los datos del fenómeno.

Publicado en Pausa #12, viernes 1° de agosto de 2008

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