viernes, 27 de junio de 2008

Exiliados del mundo

Por Juan Pascual
Mi amiga nació en el exilio. Hoy ella y mi amigo, su marido, viven en él.
A diferencia de quienes, antes y después del golpe de Estado del '76, se fueron del país perseguidos por la tortura y la muerte, hubo una generación que, tras 25 años, se fue desgranando por los pontones de embarque de Ezeiza. Los que nacimos en la década del '70 necesitamos mucho más que las dos manos para contabilizar a todos los pares de edad emigrados entre 2000 y 2005, inicio y fin de la escalada de ausencias y despedidas. Los primeros se fueron con lo puesto; recuerdo cómo ya sutilmente olían el derrumbe. Los segundos comieron angustia junto a los demás, mientras minuciosamente soñaron con un viaje que, finalmente, llegó.
En Milán o en Santa Fe, una joven generación experimentó un exilio económico silencioso.
El exilio es uno de los pocos fenómenos que cumple estrictamente con dos requisitos típicos: realmente tiene dos caras demarcadas con un abismo que las separa. El lenguaje de esas distancias tan diferentes entre sí se compendia en esa relación: la cara de quienes se quedan y la de quienes se van, la distancia que vive el que se queda, que no es la misma que la que vive el que se va. (Pepe y Mabel, los padres de mi amiga, conocen ambas experiencias: ser un exiliado político en los '70, con la beba a cuestas; verse en la hija mujer, tan lejana, concretando lo que aquí se negaba).
No obstante, hasta la recesión de fines de los '90, y en general, nuestras siempre benditas clases medias desconocían la naturaleza y las formas de este tipo de movimiento, que se acelera cada vez más a nivel mundial. Nunca Argentina les había sido un lugar asfixiante por el sólo hecho de estar.
Hay quienes, por su parte, desde hace mucho que conocen el exilio de otras maneras: se van bien cerquita, en colectivo nomás, sin el dinero para el pasaje de avión. A esos, las clases medias y altas los llaman negros de mierda. Son los trabajadores rurales, los peones que vienen del campo a la ciudad, o los habitantes de países limítrofes, de los que nada sabemos: ni siquiera de qué están huyendo (véase Pausa #4). No importa, son bolitas. Del mismo modo, los jóvenes llegados a Europa pasaron a ser, como mínimo, sudacas. Un sudaca no puede opinar, asociarse o trabajar libremente. En tanto que sudacas, acceder a cualquier derecho es un horizonte de felicidad y promisión. Un horizonte muy distante, difícil de alcanzar.
Los listados de derechos generales casi conforman un género discursivo. Dentro de ese género tenemos textos para los niños, las mujeres, los jóvenes, las personas con capacidades diferentes, etcétera. Hay un texto superior en este género, la Resolución 217 A (III) del 10 de diciembre de 1948, producida por la Asamblea General de las Naciones Unidas, conocida como Declaración Universal de los Derechos Humanos, y hay un texto fundacional de 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Este último es el fruto de la revolución francesa, el primero es el resultado de Auschwitz y las guerras mundiales. Más allá de la línea que pueda trazarse entre la génesis y la cúspide, lo importante es notar cómo la vida humana, la pura vida humana, por ser tal, por ser vida en sí, conlleva una serie de derechos. Por nacer somos inscriptos como sujeto de derechos, por nacer se nos inserta en un orden de legalidad. Sin embargo, al mismo tiempo, por nacer somos parte de una nación. Nacimiento y nación son términos indisociables.
El sujeto de derechos universales y el individuo de la población nacional están radicados en el mismo lugar… pero, ¿serán lo mismo? ¿Cuál de los dos cuerpos que poseemos es el que vale: el cuerpo humano o el cuerpo nación, el cuerpo que por su naturaleza biológica accede a cierto tipo de derechos o el cuerpo que por una cuestión geográfico-política posee una nacionalidad determinada?
El problema es independiente de nuestras posiciones y creencias ideológicas: somos animales en cuyas vidas puras ya ancla lo político. Una pregunta se abre: ¿quién o qué posee la capacidad de decidir soberanamente cuándo mi cuerpo es de humano o cuándo es de argentino?
El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, por tomar un ejemplo, apoyó la segunda opción, más allá de que (o precisamente porque) el 10% de la población residente de España es inmigrante. Fue activo promotor de la llamada Directiva de Retorno, una resolución expedida el miércoles 18 de junio por el Parlamento de la Unión Europea que establece que, antes de su expulsión de Europa, un inmigrante sin papeles, inclusive si es menor de edad, puede ser detenido durante 18 meses si rehúsa su “retiro voluntario”, quedando imposibilitado para volver a Europa (donde quizá esté residiendo el resto de la familia) antes de los 5 años. Si bien el Reino Unido, Suecia, Grecia, Dinamarca, Finlandia, Estonia, Irlanda, Malta y Holanda podían (legalmente) retener indefinidamente a un cuerpo no nacional, dos tercios de los 27 países de la unión han aumentado así el período de detención. 367 votos a favor (53%, mayoría absoluta), 206 en contra y 109 abstenciones fue el resultado de la compulsa sobre la Directiva.
¿Sujeto de qué cosa es ese cuerpo detenido (“internado” lo llama la prensa europea)? ¿Sujeto de derecho humano o sujeto de una nación? ¿Cuál es la ley vigente en los Centros de Retención?
Es claro, primero uno posee una identidad nacional y luego una vida humana. Ser no europeo habilita a los europeos a tratar a esos cuerpos como no humanos. Tanto como nosotros tenemos a los bolivianos para que, en tanto esclavos, cosan nuestras prendas de vestir.
Todo el globo terrestre está estampado por ese tipo de espacios y esa densidad de tiempos donde la ley se suspende porque así la ley lo posibilita: cuando lo excepcional se ha vuelto la regla cualquier cuerpo puede morir a manos de, en definitiva, cualquier cuerpo que posea la investidura de la soberanía. Los presos de la base militar norteamericana de Guantánamo, sin causa explícita, sin tiempo determinado, sometidos a todo tipo de torturas, constituyen actualmente el paradigma del estado de excepción, así como los campos de concentración nazis fueron su síntesis. Pero los Centros de Retención de los sin papeles dan mayor evidencia de cómo, en el fondo, para el ordenamiento político occidental la nación es algo anterior a la humanidad, más allá de que ya desde 1789 los hombres “nacen y permanecen libres e iguales”, pero el “principio de toda soberanía” es la nación. La noción de ciudadanía explota en la figura del exiliado/refugiado, porque se pierde esa continuidad entre ser un humano con derechos y haber nacido ciudadano de una nación. Así, es inocente seguir considerando que la ciudadanía política y el contrato social son las claves para pensar la teoría política y del derecho occidental. Dentro de cada ciudadano vive hoy un exiliado, cada convención legal, en definitiva, está anclada en la decisión de un soberano cuyo único modo de relación política es la exclusión.
Sin embargo, como corresponde, frente a las barreras puestas para la movilidad de los cuerpos pobres está la absoluta libertad de circulación del capital y las mercancías.

Publicado en Pausa #7, viernes 27 de junio de 2008

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viernes, 20 de junio de 2008

“Por fin estamos debatiendo qué modelo de país queremos”

El economista Abraham Gak, director del proyecto estratégico “Plan Fénix”, profesor honorario de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y especialista en diversos temas de macroeconomía, habló con Pausa sobre el conflicto entre las entidades del agro y el Gobierno nacional y dio su punto de vista.
El grupo de economistas que, desde fines del año 2000, conforman el Plan Fénix, discute en ámbitos académicos (a la vez buscando hacer aportes útiles para la toma de decisiones) los problemas centrales de la economía nacional. Sus propuestas han sido elaboradas con la mirada puesta en el mediano y largo plazo, y también con algunas medidas de corto plazo que permitan enfrentar la crisis actual; de ahí lo oportuno de su testimonio.
“Es evidente estamos inmersos en un conflicto de importancia y es evidente también que lo que está en el fondo de la discusión es qué país queremos tener: uno que sea sólo para 20 millones de habitantes u otro en el que vivan 40 millones”, señaló.
Abraham Gak coincidió con otros analistas al enfatizar que en la actualidad la Argentina no está atravesando una crisis económica. En ese sentido, arguyó que la prueba de eso está en que en estos cinco meses las exportaciones de todo tipo, industriales e incluso las de productos primarios, han crecido.
“Me parece que en esto hay una disputa de carácter económico pero creo, en verdad, que detrás de ello hay una real pelea de carácter político, que es justamente esto: qué tipo de país queremos” opinó sin vueltas el economista.
Luego agregó: “También está en tensión si vamos a compartir un gran progreso, un incremento importante de las exportaciones, a través de un mercado interno fuerte, consolidado, con un proceso industrial que permita al país insertarse en el mundo en condiciones mejores que las de un simple proveedor de materias primas”.
Sin embargo, Gak reconoció la inquietud que genera el actual conflicto en el sector financiero, que se suma a la crisis internacional financiera. Pero el Banco Central, a su entender, con la utilización de una pequeña porción de sus reservas para atender esa coyuntura logró disiparla con bastante solvencia.
“Lo que ciertamente me preocupa es lo que pueda pasar con el sustento de la gente más desprotegida del país si hay un incremento de los valores internacionales de los alimentos que supere fuertemente los precios actuales: cómo hará entonces el Estado para mantener desconectados los precios locales de los internacionales. Ahí tenemos una situación importante, a la cual las retenciones o los derechos de exportación móviles ayudan a paliar, pero no va a ser lo único que va a poder resolverlo”.
En ese marco, el especialista consideró esencial que finalmente se defina un plan para evitar las consecuencias que podrían producirse en ese más que posible escenario.
Además, Gak sostuvo que es necesario pensar cómo se integra un proceso industrial con un proceso agrario vigente, que es igual de relevante, ya que se necesitan mutuamente.
Sin dejar de lado el análisis estructural de la situación que vive el país, el economista subrayó que en estos últimos días hubo un fuerte ataque a la institucionalización y a las investiduras que asumen los funcionarios elegidos por la mayoría.
Y en ese contexto subrayó que no se discute lo esencial “que es quién es el dueño de esa renta diferencial de la tierra que se da entre una zona de altísima producción respecto de otras que no la tienen tanto”.
“Lo positivo de esto, si es que cabe la valoración en el actual contexto, es que por fin en la Argentina estamos debatiendo cosas fundamentales, como qué modelo de país queremos, pero esto debe darse en un marco de preservación de las instituciones y en democracia”.
–¿Cree que la decisión de aumentar el porcentaje de las retenciones fue acertada?
–Considero que sí, pero me parece que lo hicieron tarde. Porque si hubieran establecido la movilidad cuando lo hicieron con los hidrocarburos, seguramente la discusión no hubiese sido de tamaña importancia. No olvidemos que nadie protestó cuando se introdujeron retenciones móviles al sector petrolero: le fijaron un límite de 42 dólares el barril y en este momento está arriba de los 130 dólares en los valores de la Argentina. En ese caso, el remanente de esos 42 dólares se lo apropia el Estado.
Según Gak, las mismas medidas que se aplicaron a la soja y al petróleo deberían trasladarse al sector minero. En ese sentido, se permite cuestionar por qué razón el país no se apropia de las rentas que supone la preexistencia de los productos minerales.
“Observar la ley de minería impulsada durante la presidencia de Carlos Menem, redactada tan en favor de esos inversores internacionales que son las pocas empresas mineras que hay en el mundo, es realmente ver un bozal que tiene puesto el país, que no le permite avanzar”.


Publicado en Pausa #6, viernes 20 de junio de 2008

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viernes, 13 de junio de 2008

¡Sooomos los piraaatas!

Por Juan Pascual

¿Hemos construido ya el recuerdo de cómo era Internet antes de su forma actual? No de cómo era la comunicación a distancia antes de su existencia: para eso están los nostálgicos discursos sobre la carta o el teléfono, que generalmente olvidan por completo el significado económico de poder mandar en un segundo un archivo adjunto a Indonesia o que desconocen del todo cómo el chat con camarita le transformó la vida sentimental a un exiliado. Para el momento anterior a las formas de conectividad actuales ya hemos acuñado una imagen, que tanto explica como obtura ese pasado, pero para la primera etapa de Internet nos falta un relato.
Siempre hay que considerar cómo nos relacionamos los hombres con nuestro entorno, con qué herramientas y con qué procesos. Las peculiaridades de ese entorno, junto a la eficacia de las herramientas y los procesos, determinan cuántos productos podemos obtener y qué características pueden alcanzar. Paralelamente, hay que tener en cuenta que la relación entre esos tres elementos está organizada políticamente.
Una vez que se ha alcanzado determinado nivel de desarrollo de esas posibilidades productivas, se abren dos alternativas: se continúa con el esquema de relaciones sociales que permitió llegar a ese nivel o se transforma dicho esquema. Cuando el desarrollo de esa fuerza de producir llega a cierto punto, las condiciones que permitieron ese mismo desarrollo se vuelven un obstáculo. Entonces, por más esfuerzo que se ponga en mantener un orden, éste se modifica. Bajo estas ideas, podemos notar cómo los procesos acelerados y exponenciales de transformación de la red informática nos explican el carácter irreversible (y a la vez efímero) de la reubicados puesteros del Parque Alberdi.
En el pasado, los cibers no tenían juegos en red, los programas de mensajería personal instantánea no existían, bajar una sola canción podía tomar medio día y las páginas de la web parecían (lo cual ya era mucho) una exposición estática de un torpe creador de contenidos, donde generalmente los links siempre estaban rotos. La única conexión posible era la de la línea del teléfono fijo; los celulares medían más de 15 centímetros y eran propiedad de un selecto grupo.
Más o menos así, para su (muy reducido y local) público, eran la web y la telefonía móvil en 1999, cuando acababa de nacer un programa señero del futuro: Napster, hoy un arcaísmo. Dicho con todas las letras: conectarse implicaba tener un modem que se pasaba un minuto haciendo toda una serie de chillidos infernales y electrónicos; al telefonito había que sacarle con cuidado una antena antes de usarlo.
En 2004, un grupo de desarrolladores estadounidenses de tecnología y sistemas de información creó un nombre para la forma actual del canal informático: web 2.0. Su principio es, básicamente, la construcción más o menos colectiva y centrífuga de prácticamente todos los espacios de intercambio de contenidos. De por medio está la conexión en banda ancha, la creación de formatos de archivos que permiten la compresión de datos (como el mp3) y de los programas que permiten descargarlos e intercambiarlos masivamente (los más conocidos, Kazaa, E-mule o Ares), la apertura de los códigos del software, el Messenger (que desbancó al precario ICQ), los enormes emporios de noticias y opinión (blogs, foros de discusión y ese viviente mundo enciclopédico llamado Wikipedia). Y están, antes que nada, dos cuestiones.
Por un lado, la digitalización de los principales productos de la industria cultural, paso que supera al cambio de soportes. No se trata tanto de haber pasado del disco y las cintas al CD y el DVD. El punto es que, de modo muy parecido al funcionamiento rudimentario del dinero, existe un código único y común para la formulación y el intercambio de todos los tipos posibles de sonido, imagen y palabra. En el fondo, todos los textos y todas las canciones y todas las películas se traducen y reducen a una ordenada cantidad de los mismos 0 y 1: todas las obras quedan constituidas por la misma masa. Y, ya por otro lado, ese código único y común, esa materia virtual digital, está presente y constituye como puntos de producción e intercambio tanto a la computadora personal como al aparatito que la complementa o, cuando media la pobreza, la sustituye. Estamos hablando, ahora, de los formatos tecnológicos de conectividad para los pobres: el celular y todas sus chucherías, que permiten desde reemplazar la radio personal por un listado de canciones a gusto hasta producir una “personalización” de acuerdo a qué fotito pone uno en el fondo de pantalla o qué aberración sonora se elige como timbre. (El selecto grupo otrora dueño de los “ladrillos” telefónicos utiliza ahora artefactos que fusionan la red y la telefonía). De una forma u otra, con más cercanía o lejanía, todos hemos sido vinculados a estos soportes tecnológicos en su forma actual. Es obvio decir que las diferencias ahondan notoriamente las brechas y las posibilidades de acceso a otras posiciones sociales: una cosa es manejar y disponer del chat y el *2856 para bajar imágenes y muy otra es poder enviar adjunto un cuadro contable a una empresa o poder navegar páginas donde se da cuenta de las diferentes posibilidades de becas de las universidades de Europa.
En suma, en menos de 10 años la conectividad se revolucionó a sí misma. Ese cambio tecnológico, simplemente, implica una mayor fuerza productiva. Pero ya las características de esa fuerza productiva exigen un nuevo modo de pensar cómo nos relacionamos para organizar la producción.
Las dos claves indicadas nos señalan que el núcleo está en la existencia de un código al cual todo lenguaje o dato se puede reducir y que cualquier PC es capaz de percibir y producir. Entonces, el intercambio de grandes masas de datos –las cuales comprenden a toda la producción cultural vigente– es intrínseco a la lógica de esa conectividad que permite Internet. Pretender que desde una legislación punitiva se pueda detener este proceso es un anhelo ingenuo, provenga el reclamo de las cámaras de propietarios de los (ya vetustos) medios de producción actuales o de lo que hoy (y, de seguro, no mañana) el derecho reconozca como autor de una obra. De hecho, el productor y el autor de la música, el cine, los textos, entre otros lenguajes posibles, son instituciones y conceptos que muy difícilmente puedan sostener los derechos, las implicancias y los alcances que todavía resguardan hoy. Siempre fue así: antes de la aparición de la imprenta, ser un autor era algo completa y absolutamente distinto que después. Y las formas de lo que será recién comienzan a esbozarse.
La así llamada piratería (que va desde la grabación o compra de un CD o DVD trucho hasta el uso de los programas de descarga o el consumo de youtube.com) no es más que el completamente transitorio punto al que ha llegado el desarrollo de las capacidades productivas. Hoy, la única forma real de detener la piratería sería bloquear el uso de Internet como un todo, con lo que nos enfrentamos al carácter contradictorio de ese anhelo: es obvio que la red es un negocio superior y que la capacidad de conexión va a seguir aumentando cada vez con mayor velocidad. En el crecimiento acelerado de la tecnología se encuentra hoy el lugar del mando económico, el poder real y concentrado de modificar el entorno. Pero también existe, por ello y como opuesto, la posibilidad de definir de otra manera la distribución y producción de cultura, donde la diversidad de obras, las posibilidades de acceso y las condiciones de explotación no sean aquellas que disponga las decisiones de una anquilosada industria cultural oligopólica.

Publicado en Pausa #5, viernes 13 de junio de 2008

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viernes, 6 de junio de 2008

Mitos y realidades

Por Jorge Cuccia (*)

La falta de información de la sociedad ante el tema conmutaciones de penas es total. Esta desinformación es parte de la campaña inducida u orquestada por sectores retrógrados y represores. Ningún sector del periodismo de alcance masivo en Santa Fe realizó una investigación de campo. No se difundió lo que representa dicho beneficio para un condenado tras largos años de encierro, manteniendo conducta ejemplar y readaptándose con los escasos medios de que dispone en las cárceles de la provincia. Tampoco revelan lo que implica para la sociedad y sus alcances reales en la actualidad. El mito o mentira es que mediante la conmutación salen en libertad los detenidos en forma masiva. La conmutación de penas es una facultad que otorga la Constitución provincial al gobernador en ejercicio para reducir la condena de un detenido. No se debe confundir con amnistía o indulto, que pueden permitir la rápida liberación, como los casos de los genocidas y responsables de la dictadura. Para ser objetivos, el gobernador puede o no usar la facultad de conmutar penas, tanto él como los funcionarios del área de Seguridad y Justicia saben que es un aliciente, un incentivo a regresar a la sociedad sin resentimientos. Y la rebaja obtenida en la actualidad no pasa de dos o tres meses. En la práctica y guiándonos por las estadísticas de las conmutaciones de 2003, pero difundidas en el año 2004, sobre 2.600 condenados obtuvieron el beneficio 260 internos en toda la provincia, esto representaba sólo el 10 por ciento; en promedio no se superaron los tres meses de rebaja de la pena. Y para demostrar que este tipo de incentivo, beneficioso para “el condenado” y “la sociedad”, tiende a desaparecer, en las recientes conmutaciones otorgadas en diciembre de 2005 sólo lograron el incentivo 130 condenados, esto representa sobre 2.500 condenados un magro 5 por ciento, haciendo estéril el esfuerzo y buena conducta de muchos presos. Aclaramos que la forma de seleccionar a los que se postulan es por parte del director de cada unidad (carcelaria), basándose en el informe del equipo de profesionales que supervisan la rehabilitación de cada condenado y posteriormente elevado al gobernador para la resolución. Jamás las conmutaciones fueron para todos los condenados. Dichos profesionales psicólogos, terapistas ocupacionales y asistentes sociales son formados de la misma manera desde hace 20 años y son integrantes del Servicio Penitenciario, por lo que están subordinados a oficiales que cuidan más de la “seguridad” que de la reinserción del detenido. Para poder postularse al beneficio se debe contar con conducta ejemplar, trabajar y haber mostrado claros avances en la rehabilitación, según lo dictaminen los profesionales referidos. Esto es muy difícil de obtener dentro de la cárcel, y ni siquiera reuniendo todos los requisitos existe seguridad de ganar la ansiada conmutación. En la actualidad, con condenas que pueden llegar a los 50 años y similares por su dureza, una rebaja de dos o tres meses, como se estila, parece una burla. Por lo vivido en esta Unidad Penitenciaria Nº 1 (Coronda) en el último año, las autoridades han tomado una actitud que creemos positiva y los internos demuestran que ofreciéndoles oportunidades de estudio, trabajo y capacitación, la sociedad va a recibir seres capacitados y a los cuales se debe estimular e incentivar. Eso es lo que representa una conmutación de pena.

(*) Detenido de la cárcel de Coronda y editor de la revista Ciudad Interna.

Publicado en Pausa #4, viernes 6 de junio de 2008

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Breve relato sobre los blancos

Por Juan Pascual

Hay miles de formas de no decir esa palabrita, negro, y mantener, al la vez, la voz dentro del paradigma, del punto de vista que la contiene.
Grasas. Menchos. Cabezas.
Esa palabra, y sus variantes, sirven para denominar un “otros” y, más aún, un “ellos”. Una clara posición política hilvana a todas esas variantes. Una es esa posición; en ella hay una cifra que es indispensable reconocer (en el sentido estricto: conocer un fenómeno como conocerse a uno mismo).
Tras miles de años de historia humana (cuestión que incluye a las relaciones sexuales, las migraciones, la mezcla infinita desde el inicio de los tiempos) seguir pensando en términos de pureza biológica racial o de ligazón entre una raza particular y un territorio específico es una cuestión completamente ignorante. Tan obtusa como negar que efectivamente existen las diferencias de fenotipo, de apariencia física, y que tal notoria y vasta diversidad, siempre en mutación, es, antes que nada, un motivo posible de conocimiento y de placer: el gusto por el cuerpo humano puede poseer todo tipo de formas.
Bolas, bolitas, paraguas, perucas, brazucas, boliguayos. Chilotes.
La relación entre raza y biología es nueva. Antes del siglo XIX, ese concepto no se definía con el vocabulario de esa disciplina. Sin embargo, una vez fundidos, rápidamente ese vínculo fue parte de un inusitado proceso de producción de cadáveres. Cuando la raza se tradujo al lenguaje del cuerpo biológico, y cuando en ese lenguaje se comenzó a explicar el crimen, el éxito, la locura y hasta las tendencias políticas, el Estado tomó a su cargo la división entre los cuerpos de las razas deseables y los de las indeseables, purificando las primeras (ya “puras”), extinguiendo a las segundas (las “degeneradas”) y creando una idea general de normalidad para ambas. Así, el fundamento del racismo es, en verdad, positivo: consiste en la política del Estado para producir mejores cuerpos, con mejor vida, que duren más y en mejores condiciones. Y toda política que se base en producir esas separaciones entre lo normal y lo anormal, lo más humano o lo menos humano, es un racismo. El único requisito necesario es separar la paja del trigo y producir una selección precisa de cuáles son los cuerpos beneficiados y cuáles son los que pagarán, con sí mismos, por ello. Luego, no sólo hay que observar qué segmento de la población elige matar el Estado, sobre todo hay que indicar cuál es el privilegiado con el mejoramiento de la vida. Advertir a qué parte de la población el Estado eligió defender respecto de sí misma, de su parte gangrenada. La sociedad debe ser defendida de su parte gangrenada, que también comprende al extranjero. (Dicho en voz baja: que hasta comprende a la mujer, que si osa no estar en la casa -y aún así- tiene que cobrar menos salario).
Forma parte de nuestro imaginario la afirmación de que en Argentina no hay problemas de racismo. Crisol de razas, nos decimos. Inclusive, dentro de esa misma imagen, se admite que hubo un par de problemitas serios (y excepcionales) como los regimientos de negros en la guerra al Paraguay y la avanzada del Estado sobre la Patagonia, de la mano del ejército de Roca. Tras ese asentimiento, se supone que nada más pasó.
El reconocimiento (nuevamente, esa palabra) de la existencia de una parte salvada y protegida es lo que, en Argentina, supimos suprimir eficazmente, sobre todo a partir del encorsetamiento del discurso sobre el otro a dos lugares muy propios. La casa, como espacio de enunciación, es uno. El alma, como objeto del enunciado, es el otro.
Negros.
Hasta hace poco, el uso del término negro se restringió casi exclusivamente al ámbito de la comunicación privada. Negro se decía y se escuchaba sólo entre conocidos; quien alegue no haberlo hecho nunca demuestra una hipocresía inverosímil. Negro, claro, es el modo de llamar a la población-gangrena, a su cultura y su sociedad de negros, a sus actividades económicas de negros. A su política de negros. Cosas de negros, se dice, se escucha en el calor de la casa, en las voces de la familia o de los amigos, apuntando hacia un afuera. Negros de mierda es un grito conocido. Habitual.
Sin embargo, inmediatamente se admite la no negritud de los negros. El problema no está en el color, está en el habla, en los gestos, en los modos. En el tono de la voz. No se usa negro, dice quien dice negro, porque se tenga algo contra los negros de piel. La piel, los rasgos visibles de los pobres, los marginados, los excluidos, no son negras. No son negros, pero son negros. El dilema se explica fácil.
Son negros de alma.
La duplicación es evidente. Se liga un fenotipo a una desviación (racismo clásico) que a su vez se vuelve una esencia espiritual trascendente, por estar fuera de la historia, en el caso de quienes no poseen ese rasgo. El pase de manos tiene su sentido. Aventuraremos un breve relato al respecto.
La invención de una tradición nacional ligada a la tierra y a las costumbres campestres es un producto de la reacción de la oligarquía local frente a las costumbres importadas por los inmigrantes europeos que inundaron las ciudades a comienzo de siglo. No sólo se trataba de nacionalizar a las masas a través de un mito fundante, de la conscripción obligatoria y de la escuela pública; había también que demarcar quiénes eran los argentinos de pura cepa y quiénes eran los intrusos. Es con la inmigración, y como reacción, que cuajan en un mismo punto la propiedad de la tierra diseñada por Roca, el ejército nacional y el escolarizado Martín Fierro (quizá la mayor operación política local lograda desde la crítica literaria, producto de las conferencias de Leopoldo Lugones por el Centenario). “Negros” en ese entonces eran los “gringos”. Habrá que esperar hasta mediados de siglo, hasta los aluviones de “cabecitas negras” en Buenos Aires, para que emerja el formato actual de segregación. ¿Quiénes son, entonces, nuestros negros?
El dato genético posee, en este caso, fuerza explicativa. Más allá de que los afroargentinos son una realidad que superó a la guerra del Imperio Británico y de Mitre, más de la mitad de la población argentina posee, entre sus ancestros menos o más cercanos, a un indio americano. O sea, se le dice negro al descendiente del indio. Se le dice negro al mestizo. Al descendiente de indio que se mudó a la ciudad. Se le dice negra a la piel trigueña que se quema o congela bajo el techo de chapa de una casilla de Santa Rosa de Lima, se le dice negro al hombre de linaje toba que vive entre los chanchos en el barrio El chaquito. Se les dice negros a quienes fueron a la campos de refugiados durante las inundaciones.
Se les dice negros a los expulsados de la tierra que cayeron en los márgenes de la ciudad. Y a sus hijos. Y a los hijos de sus hijos.
Minuciosamente, supimos suprimir a lo largo de las generaciones al reverso, profundamente obsceno, de la así llamada Argentina potencia, del granero del mundo. A uno de los reversos de ese ser nacional pastoril. Bajo el nombre de negro se marca el estigma, pero en el alma, y se produce, en la historia, el borramiento del pasado y la disolución de las acciones y las masacres pasadas y presentes. Los cuerpos de quienes llevan el gen indígena y de quienes son excluidos están superpuestos e incluidos bajo un nombre que borra su (milenaria) historia política. Esos cuerpos no pueden ubicarse ni en el linaje del indio ni en el linaje del explotado: no los hizo la historia del '30 ni el neoliberalismo. Son negros, y los negros son así más allá de las condiciones: llevan la desviación en el alma.
En seco: no los hizo la historia. Los hizo y hace el nombre (y el desplazamiento) que se les otorga. Están, por principio, excluidos del pueblo legítimo, aquel que tiene el derecho social de hacer la política, y del público raciocinante, aquel que puede opinar. Su lugar, su inclusión, es el de la población a controlar y a asistir con caridad de todo tipo. El destino de sus acciones no es el de fundar derecho; aquello que sea la norma establecida, sobre ellos ha de imponerse. Sobre ellos cae el poder ya constituido, fuera de ellos está el poder constituyente. No se trata de que el discurso racista establezca una división; la división existe y el discurso racista la constituye y la alimenta.
De allí el volumen analítico que habilita el posicionamiento explícito del vicepresidente de la Sociedad Rural Argentina. El 21 de marzo, en radio Mitre, Hugo Biolcati defendió el corte de ruta con una indicación: hay que “mirar el color de la piel de los que están haciendo” el piquete para entender la naturaleza de su legitimidad. La genética naturaleza de su legitimidad. Eso es poder de síntesis.
Fin del relato.

Publicado en Pausa #4, viernes 6 de junio de 2008

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