viernes, 30 de mayo de 2008

Ese delta de pensamientos que son los regresos

La frase pertenece al escritor de Santa Rosa de Calchines, Fernando Marchi Schmidt, de su libro Calavera de Malos Aires
Por Ana Fiol
En esta columna trataré de escribir sobre las cosas que me parecen importantes e interesantes. Creo que debo contribuir a la expansión de nuestra esfera pública, donde se re-presentan las opiniones colectivas. De esta manera, se incluyen y actualizan nuevos temas, preguntas y enfoques en la discusión ciudadana, y así se ensanchan los límites de esa gran charla pública. Por otro lado, considero interesantes aquellos temas que ayudan a interrogar lo cotidiano, todo aquello que se naturaliza, se nos hace demasiado familiar y, por lo tanto, oscuro, cierto e impenetrable.
Debido a fuerzas que son globales tanto como locales, nuestra charla pública se vacía y se estupidiza, se hace superficial y muy controlada. En este sentido, la esfera pública santafesina es marcadamente patriarcal.
Después de ocho años en Londres he vuelto a mi patria chica para empezar de nuevo y acabar de criar a mis hijos en su propia cultura. Fue una de esas elecciones difíciles, en las que de un lado tira el mundo y del otro el alma. Soy feliz en mi casa, con mis afectos y en mi propia lengua. Sin embargo, a veces cierro los ojos y recorro mi camino favorito desde mi casa en Kennington Park hasta el Tamesis. Recorro las calles de Londres, que siempre he llamado en mi fuero interno “la puta vieja”, y recuerdo la atmósfera electrizante, el cielo gris plomo de tubo fluorescente y la variedad interminable de colores, razas, ropas, idiomas, comidas y costumbres. En el secundario de mi hija se hablaban 167 lenguas. Las marcas en la ciudad, dejadas por 2.000 años de historia política, se mezclan con los barrios étnicos de judíos, bangladeshis, mi propio barrio de rastafarians jamaiquinos, portugueses, nigerianos...
En Londres aprendí que las musulmanas son muy diferentes entre sí, que las hay vestidas de occidentales, con el pelo cubierto, con pelo cubierto y cara tapada o completamente invisibles bajo una túnica negra o azul, que las cubre por completo a excepción de los ojos. Que las hay rubias de ojos azules y tan negras que también parecen azules.
Ahora que estoy aquí, me doy cuenta de lo contradictorios que somos los seres humanos. En Europa odiaba el inglés, la lengua del imperio, que tanto me costó manejar. Aquí extraño la BBC, ese fabuloso sistema público de radiodifusión sin propaganda, sostenido por el ciudadano televidente. (Hay que ponerse con 100 libras para la “licence fee” todos los años). Sobre todo, añoro la resonante y económica lengua de William Blake, Oscar Wilde y George Orwell.
Extraño los museos gratis y las bibliotecas de cristales y varios pisos, el teatro de época Tudor de Shakespeare con la entrada popular a 5 libras (estar parada a los pies del escenario las tres horas de Ricardo III) y las causas políticas latinoamericanas que resuenan fuerte, con ecos variados y potentes por la ciudad. De verdad, extraño a los amigos que dejé y esa sensación indefinible de vivir en un lugar donde todo es posible, donde se pueden vivir muchas vidas y una puede ser exactamente como quiere.
Lo cierto es que la otra cara de toda esa libertad que flota en dinero –y está sostenida sobre la explotación del mundo– es un individualismo que los enferma, los aísla y los extingue lentamente como pueblo. Inglaterra en el único país del planeta en donde el capitalismo es un desarrollo endógeno, el imperialismo brutal la historia nacional. En filosofía, agregaron al mundo bellezas tales como el utilitarismo y el pragmatismo. Una islita poderosa que, más que una nación, parece un puerto de piratas.
Haber vivido en la panza de esa bestia me ha convencido de que hay una guerra contra los pobres. A mí me parece que el capitalismo global de corporaciones, este sistema-mundo con sus contradicciones y niveles, está multiplicando las poblaciones superfluas. Poblaciones sobrantes que no consumen lo suficiente y que ya no son necesarias como fuerza de trabajo. Gentes que se apilan en las villas miserias que rodean cada ciudad del mundo pobre: lo que Mike Davis ha descrito como un “Planet of slums”, un planeta de villas miseria.
Estamos viviendo una crisis de hambre planificada, que priva a los pueblos de la capacidad para producir alimentos para sí mismos. En 2008 hubo rebeliones populares por carestía y escasez de comida en Bolivia, Perú, México, Indonesia, Filipinas, Pakistán, Uzbekistán, Tailandia, Yemen, Etiopía y en casi todos los países del Africa sub-sahariana. Henry Kissinger ya lo dijo hace dos décadas: “Quien controla el petróleo, controla naciones; pero quien controla los alimentos, controla a sus pueblos”.
Mientras tanto, las mujeres seguimos siendo las que quedamos atrapadas en medio de guerras y conflictos, las que no somos dueñas de la tierra, las prostituidas en redes internacionales, las desempleadas y las que ganamos menos, las golpeadas en el hogar y, sobre todo, seguimos siendo las que cocinamos y nos preocupamos por la comida de los hijos. En este cruce entre el hambre planificado por el neoliberalismo y nuestros roles y tareas ancestrales de nutrir y alimentar, el feminismo se cruza con la vida cotidiana y, entonces, la rebelión política de las mujeres cobra vida mientras se hace universal: una causa que nos contiene a todas y todos.
En América Latina y en Santa Fe las mujeres estamos organizadas para recuperar la capacidad perdida de producir lo que comemos. Esa causa, en la que nos encontramos mujeres ricas y pobres, se llama soberanía alimentaria. Es una causa imperativa e interesante, en la que se encuentran las complejidades de la producción global de alimentos y la división internacional del trabajo con la simpleza de la vida cotidiana y la más fundamental (y cultural) de nuestras necesidades: comer. Las nuevas tecnologías y el sistema mundial de propiedad privada de patentes sobre procesos biológicos, la concentración e integración horizontal y vertical de la producción y comercialización de alimentos (es decir: la estructura de la globalización) se encuentran cara a cara con las múltiples resistencias y formas de rebeldía de una filosofía y una identidad política: el feminismo y las mujeres.
Por estas razones sigo siendo feminista y de izquierda. Pero ahora –será por tanto desarraigo, será que los años te ponen conservadora nomás– vivo profundas contradicciones. Por ejemplo, ahora creo en la familia, la nación y las tradiciones como vehículos para resistir una globalización devastadora. ¿Esto significa pactar con la psicótica familia nuclear freudiana, la nación que compartimos con los militares de la dictadura y las tradiciones forjadas por las clases dominantes y gobernantes? Sigo pensando que la maternidad es un lugar imposible, pero haber parido un varón me ha convencido de que es contradictoria con el feminismo.
Mi ciudad bonita y traumatizada bosteza una siesta de ríos bajo un sol impiadoso. Hermosa, exactamente como la recordaba. Sin embargo, cuando la dejé eran los condenados de la tierra, los excluidos del neoliberalismo, los que hacían los piquetes. Ahora, la riqueza sojera establece su presencia de edificios suntuosos en mi ciudad rodeada por 80.000 pobres; los bordes y el vértice de un triángulo de miseria: callada, resignada, invisible... He aquí nuestras propias “poblaciones superfluas”: hemos reordenado la casa y los tenemos donde los queríamos.
Estos ciudadanos, los condenados de la tierra de Frantz Fanon, son los únicos que no participan ni son mencionados en el debate público sobre las retenciones. En los dos meses que llevo aquí, ese debate ha cambiado y se ha incrementado en variedad y profundidad. Hemos aprendido sobre la estructura actual de la propiedad de la tierra, los colonos, los acopiadores y los vericuetos de la comercialización de granos, los monopolios y el desastre ecológico. Otra vez el país se parte en dos campos antagónicos en nombre del mismo sujeto histórico: la nación. Y surgen ante nuestros ojos nuevos líderes sociales y nuevos agrupamientos. Se construyen nuevas hegemonías en medio de hábiles maniobras y fantásticas confusiones. ¿Cómo se distinguen y se afectan los intereses de la clase dominante en estas circunstancias? ¿O vamos a pensar, como predica el Turco Alaniz desde sus púlpitos en la esfera pública, que la izquierda y la derecha ya no explican nuestras circunstancias, que las oligarquías no existen y que el modelo económico agro-exportador is not open for discussion?
Publicado en Pausa #3, viernes 30 de mayo de 2008

viernes, 23 de mayo de 2008

No saber no te disculpa


Por Juan Pascual

Dentro de los rudimentos necesarios para comprender y construir un hecho político está el de la delimitación propia del hecho; trazar los límites de lo sucedido en el espacio y el tiempo. Por ejemplo, creer que la inundación de 2003 comenzó el 28 de abril es desconocer que un río no se sale de madre en un solo día. Entonces, la operación de fechar un acontecimiento produce un corte en el tiempo y divide: hacia atrás habría, al menos, una no-inundación.
(Una operación crítica interesante sería decir: la inundación comenzó cuando las obras quedaron inconclusas. Operación cumplida en la aterradora instantánea, enmarcada de negro, que durante tiempo tapizó las paredes de la ciudad e introdujo un neologismo imperecedero: el cartel “Los Inundadores”, en el que se veían con muecas de risas por la “inauguración” de la “defensa oeste”, en agosto de 1997, a Jorge Obeid, Carlos Reutemann, Oscar Lamberto, Horacio Rosatti, Juan Carlos Mercier, Juan José Morín, Julio Gutiérrez y otros).
En paralelo hay una lucha por la construcción del final de un acontecimiento. Toda nuestra historia reciente está signada por este problema que, en el fondo, es un problema de derecho y de Ley.
¿Cuándo terminará 1976?
¿Cuándo 2003?
Nuestra racionalidad política nos exige finales. (De hecho, hace más de 2008 años que Occidente se adquirió la deuda de un tiempo del final, de la justicia, de la redención). Y quizá los tribunales encarnen, acaso, la forma institucionalizada que nos hemos dado para sintetizar las múltiples determinaciones de la lucha política en función de darles un final. Así, los problemas de justicia y de derecho siempre serían políticos desde el principio mismo y cada momento del proceso, el resultado de un cálculo de fuerzas.
Milagros Demiryi y su marido, Jorge Castro, son los actores civiles en el proceso emblemático que investiga la inundación de 2003. Sólo tres funcionarios de gobierno se encuentran, en la actualidad, procesados: Edgardo Berli, Ricardo Fratti y Marcelo Álvarez.
La semana pasada Demiryi y Castro llegaron a la Corte Suprema de la Nación para interponer un recurso de queja: jamás, en todos estos años, los hombres de la justicia provincial consideraron que había razones para que el gobernador en el momento del acontecimiento, el senador en la inauguración del fallado terraplén, sea convocado a indagatoria. Seis pruebas esgrimen los denunciantes, entre ellas las declaraciones de dos testigos de identidad reservada. Quizás, dentro del orden jurídico vigente, esa queja sea el último recurso para lograr la presencia del ex gobernador en los estrados… donde su pariente político, Rafael Gutiérrez, ministro de la Corte Suprema de la Provincia, lo esperaría.
Poco más de cinco años antes, el sábado 3 de mayo de 2003, Reutemann comenzó a rendir cuentas de sus hechos. Aparecía solo, rodeado de planos, gráficas y periodistas; ya se habían contabilizado a esa fecha 13 muertos y 60.000 refugiados. Trazó múltiples dibujos sobre cómo el agua había entrado. Recordó que bajo su anterior mandato se habían terminado las defensas del Paraná. Se mostró tan azorado como comprometido con resolver la situación. Solicitó, también, una “tregua política” de hasta 60 días.
Sin embargo, sólo queremos recordar dos frases, para nada novedosas: “No sabía nada” y “A mí nadie me avisó”.
¿Qué es lo pertinente, en este caso? ¿Indicar que sí hubo avisos de la naturaleza, señalar cómo había informes de previsión, recordar las tapas de los diarios locales y nacionales? ¿Denunciar las condiciones de los refugiados? En todos los casos, sí: el espacio político existente nos permite ese modo de justicia.
¿Qué racionalidad hace que sea posible que el poder pueda afirmar un “no saber”? ¿Cuál es la lógica que permite, cuál es el discurso que puede presentar con absoluta naturalidad que un gobierno “no sepa”?
Desde el siglo XVIII, con la ciencia de la administración alemana, desde la Modernidad en adelante, en toda situación que afecta a la ciudad, en tanto comunidad política, es el Estado el que está, antes que nada, para saber. Más que obligado a saber, el Estado no puede no saber. Mientras la obligación impone, doblega, somete, la expresión “no puede no” nos indica una producción automática, maquinal. El Estado produce saber como una máquina, porque la relación entre el Estado y el saber sobre las condiciones de la población por éste gobernada justifica, explica y da sentido a la existencia misma del Estado. Luego, utiliza ese conocimiento para obrar en contra o favor de diferentes partes de esa población, las cuales, obviamente, se organizan para controlar y disputar dicho espacio. Todas las ciencias sociales contemporáneas (desde la economía política hasta la sociología, de la demografía al urbanismo) y todas las disciplinas formadoras de los individuos (desde la pedagogía en la escuela hasta la medicina y la higiene en los hospitales y las campañas sanitarias) son iluminadas por este no poder no saber del Estado respecto a la población, ya que todos estos saberes se entrelazan con el Estado como forma de relación de poder. Esta es una forma de racionalidad política que conocemos acabadamente y que, se supone, es actual: allí los ministerios, la educación pública, los partidos políticos, la prensa.
Entiéndase una cosa: no estamos hablando aquí de la mayor o menor ilustración de la dirigencia política. No es éste el problema. El problema es cómo, históricamente, la fuerza y la capacidad dinámica de los Estados modernos se construyeron sobre la selección y el aumento de las potencias vitales de la población en general y de los individuos en particular. “Educar al soberano”, abrir los hospitales públicos, permitir la apertura de prostíbulos cerca de los regimientos lejanos o hacer un listado de miles de personas, para luego meterlas en un centro clandestino de detención, como ejemplo de signo contrario, eran medidas que se sustentaban en saberes precisos y que poseían efectos calculados y estratégicos.
El ex gobernador, amparándose en un “no saber”, sustrayéndose a una instancia jurídica justamente por “no saber”, al mismo tiempo ubicó una redefinición de la situación histórica. “No saber” que un frente de agua de más dos kilómetros venía desplazándose a lo largo de la mitad de la provincia no debería constituir amparo alguno frente al delito. No hay institución que tenga mayores capacidades para percibir y producir la realidad que el Estado. La inocencia planteada por Reutemann en esos enunciados tan pueriles como buchones no versa sólo sobre una glorificación de su propia ignorancia, ni sobre los problemas de comunicación al interior del gobierno de turno, ni sobre su supuesta heroica soledad. La inocencia planteada por Reutemann es quizás la confesión más acabada de su propia responsabilidad.
Dicho de un saque: si Reutemann sabía, es culpable frente a la justicia; si no sabía, disuelve el núcleo de sentido que le da al Estado buena parte de los motivos de su existencia. Si efectivamente Reutemann no sabía, el Estado sobre el que poseía el gobierno carecía de toda utilidad y sentido. Si no sabía, su gobierno no tenía razón de ser. Para salvarse a sí mismo, el ex gobernador expuso en esas dos recordadas frases todas y cada una de sus responsabilidades previas y presentes. Esas responsabilidades de los '90, que convirtieron a los dirigentes políticos partidarios en sencillos administradores y gestores de un Estado desguazado y desarticulado. Y que convirtieron a la población en un conjunto de refugiados en su propia tierra.
En la disolución de esa paradoja de culpabilidad se juega el final de la creciente. Final que exige por igual la sanción en la justicia del delito corriente (el no saber como mentira) como del delito al común (el no saber como estafa). Todavía faltan el derecho y las manos ejecutoras de esa segunda sanción.

Un extracto de esta nota fue publicado en la edición 22 de Pausa, del 10 de octubre de 2008, en razón de que la Corte Suprema de la Nación ratificó la eximición de declaración indagatoria a Reutemann.


Publicado en Pausa #2, viernes 23 de mayo de 2008

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viernes, 16 de mayo de 2008

Evo Morales, bulevar Gálvez, los dueños del mercadito

Por Juan Pascual

A dos meses del día en que el entonces ministro de Economía, Martín Lousteau, anunciara la implementación de un nuevo modo de cobrar los derechos de exportación, o retenciones, ¿cuáles son las preguntas pertinentes para comprender las características centrales del llamado “conflicto entre el campo y el gobierno”? ¿Cuáles son los datos previos que habría que conocer para ubicarlo? Pensemos primero en al menos cuatro elementos.
Hay un proceso inflacionario mundial sobre los alimentos: en los últimos nueve meses, según Naciones Unidas, se han encarecido un 45%. Este proceso se explica, mayormente, en un aumento mundial de la demanda, focalizada en los países asiáticos bajo la influencia directa de China. Por ejemplo, desde 1980 a la fecha el chino promedio consume cinco veces más carne. Y actualmente hay casi 1.300 millones de chinos. La vieja contradicción entre campo y ciudad, inclusive entre agricultura e industria, hoy asume su dimensión global: el crecimiento numérico y económico y las mejoras de la alimentación de la población urbana china, cuyo esquema productivo se basa en la industria y el desarrollo tecnológico, repercuten en las economías agrodependientes de los países subdesarrollados.
A esta tendencia de mediano plazo se le añade un escenario seguro (ya mucho más que probable) a largo plazo: que el mismo recurso natural en el que se basa la producción de comida sea aquel que nos sustente los combustibles y los plásticos. No podemos ni dimensionar el impacto en los precios de la competencia entre el derecho a comer y la posibilidad no sólo de andar en auto sino de producir celulares, computadoras o televisores, todos productos impensables sin plástico.
En tercer lugar, la tecnificación de la producción económica produce un doble efecto muy conocido. Por un lado, cada vez menos brazos son necesarios para trabajar y, por el otro, el costo de las máquinas e insumos necesarios sólo pueden ser afrontados por los más grandes del sector. La producción agrícola no es inmune a esto: mayor extensión es más productividad y más rentabilidad. Y son cada vez más los expulsados de la tierra: a la concentración urbana por la demanda de mano de obra para la industria (Manchester en el siglo XIX, los “grasitas” del Buenos Aires del '45) se le suman aquellos que sencillamente no encuentran nada tierra adentro. Mundialmente, 2007 es el primer año en la historia en que uno de cada dos humanos vive en una ciudad. Y la curva sigue ascendiendo.
Finalmente, y en paralelo a lo anterior, el tipo de tecnología necesario para alcanzar dicha rentabilidad y productividad no es propiedad del empresario productor rural (sea cual fuere su tamaño). Quienes manejan el diseño genético de las semillas resistentes a los agroquímicos (los cuales poseen palpables efectos sanitarios sobre los cuales todavía no hay precisa estadística) en el fondo poseen la capacidad de mando sobre las estructuras económicas. Ellos son los verdaderos dueños del mercadito.
En resumen, la inflación de alimentos apunta muy lejos (tan lejos como cara será la tierra que produzca el nuevo “petróleo”), el crecimiento de la migración del campo a la ciudad es lógico (tanto como el ensanchamiento de los cordones de pobreza) y los comandantes de ese barco son empresas de capital tecnológico con la fuerza suficiente para transformar, abrir o cerrar estructuras productivas completas con la sola puesta en mercado de un nuevo producto. Ciertamente, la soja RR es uno de ellos. RR significa “resistente al Round Up”. Es decir: una semilla genéticamente retocada que aguanta ese agroquímico letal.
Bajo la actual racionalidad política argentina la dinámica de estos cuatro procesos es ineluctable. Bajo el esquema en que actualmente se plantea el actual “conflicto entre el campo y el gobierno” tendríamos que ajustar el calibre de la mira para notar que sólo estamos ante una primera escaramuza.
En el nombre, una indicación: “Conflicto entre el campo y el gobierno”. A este rótulo periodístico se le pueden sumar dos enunciados más: Alfredo De Ángeli afirmando que es necesario “otro modelo” y Eduardo Buzzi recomendando al gobierno las políticas de nacionalización de Evo Morales, que devinieron tanto en un referéndum secesionista como en una futura consulta popular revocatoria, a realizarse el 10 de agosto.
Desde la pesificación asimétrica y la convertibilidad 3 a 1, iniciados en el 2002 durante el gobierno de Eduardo Duhalde, ha sido el Estado nacional –es decir, los contribuyentes– quien ha licuado las deudas de todos los sectores concentrados y quien ha vuelto rentable la orientación exportadora de la economía. Una tasa de crecimiento superior al 50% en la suma de los últimos cinco años vino de la mano de la recuperación del agro y la construcción. Esa relación directa entre campo y propiedades inmobiliarias puede verse con claridad en bulevar Gálvez.
Los actores de la protesta son un resultado de las posibilidades abiertas en 2002. Retrotraer las retenciones al 35%, el núcleo, razón, causa y aglutinante de la protesta, no es pasar a otro modelo. Es apenas una variante del modelo vigente desde 2002. Desde entonces, el programa del PJ y el nuevo sector agropecuario concentrado se sostienen mutuamente, más allá de la anecdótica entente Kirchner, Chávez, Grobocopatel.
Evo Morales nacionalizó el petróleo y el gas de Bolivia. Cuando Buzzi pidió que el gobierno haga lo suyo en la Argentina, perdió de vista un punto. Lo más parecido a eso, en nuestro país, sería la estatización de las tierras de la pampa húmeda: ese es nuestro recurso de renta diferencial. Nuestra joya. Y entonces, sí, habría un choque entre dos modelos diferentes. Choque en el que una de las partes es capaz de la secesión y en el que la otra busca la real transformación de una estructura productiva nacional, apostando ese escenario en el apoyo del voto popular.
En cambio, hoy y aquí hay una discusión por un vuelto, en términos macroeconómicos. Hay un gobierno en crisis que no demuestra comprender que la extensión pública de la puja le está provocando un grave daño simbólico a la gestión. Deberían recordar que el ex presidente Carlos Menem no fue vencido por los efectos de la convertibilidad sino por el discurso anticorrupción. Hay una Federación Agraria que sostiene en la protesta rutera a los mismos sectores que estructuralmente minan a sus bases. Hay una población urbana que vuelca sus humores de acuerdo a los dictados de la prensa de masas: donde ayer había un histórico boom de consumo hoy hay una crisis prácticamente terminal. (Ninguna de las dos cosas es del todo cierta. Recién el año pasado el salario promedio alcanzó el poder de compra de 2001, que es un 44% menor al de 1974, y el ciclo de crecimiento de este modelo va a continuar tal y como está dispuesto).
La pregunta es, entonces, ¿hay un conflicto?
No, si el conflicto se define como la lucha entre dos modelos distintos. En el fondo, ni el gobierno ni los ruralistas (grandes, chicos) han señalado las vías para una alternativa no ya radicalizada, tan sólo superadora (al menos, diseñar una política económica de exportación no digo industrial, sólo con un poquito más de valor agregado) al mayor negocio de 2002 a la fecha: la soja. Mercancía que lleva dentro de sí a la inflación china, a la migración a la urbe y a Monsanto junto a Cargill. Lo que está peleando el gobierno es una pelea que simbólicamente está perdida de antemano: equivocó todos y cada uno de los modos y modales. Y lo que estructuralmente están peleando los pequeños productores en esta escaramuza inicial, en realidad y mal que les pese, sólo sería la posibilidad de seguir un poco de tiempo más colgados, con el mayor beneficio posible, a un caballo que los va a revolear en breve, como ya revoleó a tantos. Quizá el cálculo no esté mal hecho. Quizá ya saben que están disparando los últimos tiritos.

Publicado en Pausa #1, viernes 16 de mayo de 2008

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Dicen que no son aburridos

Por Ezequiel Nieva

Este texto no es un editorial de presentación: es apenas la crónica de cómo fuimos pensando y construyendo un proyecto que ahora, después de muchos meses de esfuerzo, está en tus manos. A menudo los periodistas creemos que nuestro trabajo acaba cuando ponemos el punto final y enviamos la página a imprenta. Pero lo cierto es que el círculo recién se cierra una vez que los textos dejan ser tales y se convierten en una excusa para el diálogo y para la elaboración de nuevos textos. Leer, escribir, ser leídos y ser escritos: ahí la verdadera comunicación, en el más amplio sentido del término.
Entonces, cuando ese intercambio se materializa, podemos dejar de hablar de círculos cerrados y empezar a pensar en un flujo permanente de ideas y de información. No aspiramos a otra cosa.

UNA NECESIDAD. ¿Por qué un nuevo periódico? ¿Por qué así, por qué ahora? No hay una única respuesta. Pausa surgió como una necesidad y como tal se nos fue imponiendo. Hay un diagnóstico en el que todos los que hacemos este periódico coincidimos: el vértigo, la inmediatez, las urgencias del periodismo del día a día socavan nuestra capacidad de análisis y atentan contra la profundidad.
Bajar un cambio, parar la pelota, hacer una pausa: hay innumerables figuras del lenguaje que definen el estilo de este periódico y las búsquedas que iremos encarando. La elección de la palabra necesidad no es inocente: eso es lo que Pausa representa para nosotros como profesionales, pero también define el contexto en el que elegimos forjar el proyecto y sacarlo adelante. Este periódico surgió como una necesidad, decíamos, y ahora es una feliz realidad. Pero a la par de esa necesidad íntima, individual y profesional, Pausa también se erige como la respuesta a una necesidad colectiva: un pedido que nunca fue formulado en términos concretos, pero que se puede percibir con solo salir a la vereda. La locura, la velocidad, la gente que habla y no dice nada, los diálogos de sordos y la dificultad de escuchar con atención al otro constituyen el panorama habitual de esta época.
En paralelo, ese vértigo se fue colando en los medios de prensa y día a día somos testigos de cómo se multiplican casi hasta el infinito las noticias y las urgencias. Pero, ¿qué hay detrás de ese afán de decir todo antes, todo más rápido? A menudo, cada vez más a menudo, nos preguntamos nosotros mismos –trabajadores de prensa– por la parte de responsabilidad que nos cabe, que no es poca, en este contexto de sobreabundancia de la información.
Taladrar, machacar, repetir una y mil veces lo mismo, tratar de abarcar el todo sin detenernos en cada una de las partes, ¿no es acaso una forma de desinformar?

EL PROCESO. Estas y otras dudas nos acechan a diario. Como resultado del ejercicio de la autocrítica –y no sólo del esfuerzo del que antes hablamos– surge este periódico. A mediados del año pasado comenzó a tomar forma y en todos los meses que pasaron pulimos detalles, incorporamos ideas, desechamos algunos lugares comunes (es fatal descubrir cómo se nos pegan los peores vicios del oficio, pero es tan satisfactorio descubrirlos a tiempo...), creamos y desechamos secciones y discutimos mucho acerca de cómo abordar los temas que proponemos para la lectura.
El resultado está en tus manos ahora y, creemos, todo ese trabajo previo se nota. Este periódico tiene como objetivo un tratamiento a fondo de una muy variada cantidad de temas que hacen a la época y no sólo a la mera coyuntura. El criterio de edición va a privilegiar siempre la profundidad de ese tratamiento por sobre las urgencias de la agenda mediática. Vamos a aportar a la discusión pública un abanico de voces y miradas distintas y vamos a reflejar, en todos sus matices y con el mayor rigor posible, ese “ente inabarcable que es la realidad” (la definición, que hacemos propia, es de Claudio Chiuchquievich).
No nos propusimos algo imposible, pero sí novedoso. Con la edición de este primer número, inauguramos un segmento en medios, inexplorado hasta el momento: un periódico semanal que atienda tanto la coyuntura urgente como aquellos otros temas que no son tratados en profundidad en las publicaciones diarias.

EL IMPULSO. El diálogo tuvo lugar en la casa donde editamos Pausa. Uno de nuestros colaboradores cavilaba sobre la viabilidad del proyecto; estábamos haciendo números, especulábamos sobre los costos, quitábamos y agregábamos pliegos y volvíamos a calcular las posibilidades reales no sólo de poder sacar el periódico, sino de sostenerlo en el tiempo.
Entonces, el periodista en cuestión le descerrajó al editor:
–No hay caso. De vos se puede decir lo que dijo Bianchi sobre Palermo: sos un optimista del gol.
Acto seguido, juntó las anotaciones y partió a producir el material de base que luego iba transformarse en algunas de las notas que vas a leer en los próximos números.
¿Hay algo de ese optimismo palermiano (o palermista) en todo esto? Claro que sí. Pero también hay la certeza de que el proyecto se va a sostener y va a crecer a medida que pase el tiempo. Hacer periodismo gráfico no es barato; la proliferación de los medios digitales es una prueba cabal. El papel es un soporte cada vez más caro, pero la verdad es que no hay satisfacción mayor que poner sobre ese papel el torrente de ideas que nos brota en forma permanente.
La palabra impresa tiene un valor superior al de la palabra dicha: es inalterable. Esta circunstancia nos pone ante la feliz obligación de pensar mucho antes de escribir porque, obviamente, a ninguno de nosotros nos gustaría toparnos en el futuro con una nota vieja y tener que decir:
–¡Qué porquería! ¡Cómo puede ser que haya escrito esto!
Nos mueve eso: el impulso de dejar un testimonio de la época.

LO QUE NO SOMOS. Una regla no escrita pero harto conocida dice que no es elegante definirse a uno mismo desde la negativa. Pero vamos a hacer una excepción.
Está muy instalada la idea de que el periodismo es un apéndice del poder. Sobre esa premisa falsa se erigen y se reproducen a diario una innumerable cantidad de prácticas, de vicios y de facilismos cuya única consecuencia –o cuya consecuencia más notoria– es el descrédito que, cada vez con mayor intensidad, acecha al periodismo.
En la jerga periodística se habla de pegar cuando se hace una crítica y el verbo trepa a matar cuando esa crítica es más dura de lo habitual. Este periódico no pega, ni mata: sólo pone al alcance del lector algunas informaciones que, pensamos, pueden ser de interés público. Los espacios de opinión (y esto ya lo habrás advertido) están debidamente señalados. Este periódico no busca pensar por el lector; busca algo mucho más modesto o complejo, según como se lo mire: ayudar a que cada uno piense por su propia cuenta.
En la jerga también se habla de amigos y enemigos, para referir simpatías políticas o compromisos en los que se mezclan (para desventura de los lectores) la opinión editorial y los modos en que el medio financia su actividad. Puesta la cosa en esos términos, hemos que decir que este periódico no tiene amigos ni enemigos. Es un medio de comunicación. Ni más ni menos. Todas las personas, los grupos sociales, los sectores políticos son a la vez objeto y fuente de la información. La relación vamos a mantener con ellos será siempre de distancia profesional.

DEFINICIÓN. Enumerado lo que no somos, es tiempo de decir hacia dónde apuntamos. Hay dos conceptos que deberían ser la máxima aspiración de cualquier profesional de la comunicación: ser creíbles y ser serios. Pausa nació bajo ese signo y con esos objetivos.
Oscar Wilde se mofaba de los diarios de su época, pero advertía que el amarillismo en ciernes era un manotazo de ahogado de la industria periodística cuyo único objeto era lograr lectores-compradores. Si la realidad es aburrida, entones ¿quién va a querer leerla?, razonaba el escritor inglés.
Casi un siglo más tarde el uruguayo Eduardo Galeano retomó y reformuló la idea: la realidad es muy rica, decía, pero el desdén con el que se la aborda acaba por convertir todo hecho curioso en una noticia aburrida y todo proceso importante en un libro aburrido. Así, el aburrimiento cumple la doble función de desalentar la búsqueda del conocimiento y opera como elemento legitimador del actual orden de las cosas. Cada vez que alguien cree estar seguro de que el tedio es el único precio apagar por la profundidad, esa faena está cumplida.
Pausa es un periódico serio, pero no aburrido. Y –aunque esto convenga ejercitarlo antes que declamarlo– también es un periódico creíble.
Contra lo que piensen los popes de muchos otros medios, la credibilidad es un capital que el lector reconoce y valora. En el primer mundo (o al menos en una parte de él) el asunto está blanqueado: hay publicaciones que se definen partidarias de un sector determinado, otras que buscan el impacto inmediato y la venta a gran escala (y por tanto reniegan de cualquier tipo de seriedad) y el resto se inscribe en el siempre difícil de delimitar terreno de la independencia.
A principios de año, el director de un diario español dijo a un colega porteño que ser independiente resulta caro, porque supone por un lado el rechazo de todo tipo de prebenda y, por el otro, la necesidad permanente de solventar los costos de funcionamiento y de capacitación (que bien vista no es un costo sino una inversión).
Hace dos años (no tenemos a mano el dato, y poco importa), el responsable de un periódico estadounidense dijo en una charla para periodistas (fue en Rosario) que la credibilidad vende. “La credibilidad también es un buen negocio”, fueron sus palabras. Es cierto: por ese camino todo se hace más difícil, más largo... pero igual lo vamos a seguir eligiendo, una, dos y mil veces.
Porque, hay que decirlo, no hay mayor placer que acostarse cada noche con la conciencia tranquila y con la certeza de que no estamos vendiendo basura.

Publicado en Pausa #1, viernes 16 de mayo de 2008

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